Una persona se mete en el desierto. Camina kilómetros y kilómetros entre el polvo y las cuevas de serpientes. Se esconde de los helicópteros, las motos, las camionetas de la policía fronteriza de Estados Unidos que intentan cazarla. A medida que se adentra en tierras inhóspitas la ropa se le llena de las espinas de los cactus, finas como un pelo, punzantes como una aguja. Lleva las botellas de agua que puede cargar, sabe que no le alcanzarán para completar el camino. Atraviesa el desierto abrasador durante días, semanas, y cuando se esconde el sol busca un árbol, tal vez de mezquite, y duerme abrazada a sus piernas.
Una persona que se mete en el desierto para llegar a Estados Unidos, lo sospeche o no, puede morir intentándolo. Si eso pasa, en pocos días su cuerpo, su nombre, su país, su historia, se irán borrando hasta convertirse en huesos.
Donde muera, donde quedan esos huesos, va a determinar las chances que tenga de recuperar su identidad y volver a su familia.
En los últimos años el uso del ADN permitió que se puedan identificar personas migrantes que murieron, incluso, hace 30 o 40 años. Científicamente ya no es un problema. La dificultad está en la falta de recursos económicos para hacer las pruebas, las barreras para cruzar los ADNs de las familias con el de las personas encontradas, y la inexistencia de protocolos unificados cuando encuentran un cuerpo en los condados fronterizos.
Morir en Arizona
Desde los 90 hay dos estados que tienen las principales rutas por donde cruzan los migrantes a Estados Unidos: Arizona y Texas. Las chances de identificación de los restos de las personas migrantes que mueren van a variar dependiendo de en qué territorio se encuentren.
Arizona tiene sólo cuatro condados fronterizos con México: Cochise, Pima, Santa Cruz y Yuma. Todos menos Yuma dependen del Médico Forense de Pima. Esto hace que los restos de los migrantes desaparecidos estén altamente centralizados en esa oficina forense.
Gene Hernández habla con las manos enlazadas, la placa de sheriff colgada de su cuello, en un español intrincado: “Cuando comencé aquí yo fui la única persona que hablaba español”, dice. Hoy es el supervisor de investigadores médico-legales de muertes del condado de Pima.
Gene es Hernández porque su padre fue un migrante mexicano que viajó a Estados Unidos. Quizás con los mismos deseos que quienes esperan ser identificados en las cajas con las que él trabaja. Gene nació en Estados Unidos y aprendió el español de grande, porque se casó con una mujer mexicana, cuando era niño su padre casi no lo hablaba en casa.
Durante mucho tiempo era Gene quien tenía la tarea de comunicarse con los familiares de los migrantes que acababan de identificar. El forense dice que, en 22 años de trabajo, el caso que más lo marcó fue el de dos cuerpos que encontraron juntos: una mamá guatemalteca con su hija. Sólo quedaban huesos.
Su oficina podría ser la de un guionista de cine, tiene cuadros con los afiches de producciones audiovisuales en las que ha participado, como “The Undocumented”, “Narco cultura” y cientos de objetos: una silla azul con la caricatura de Dick Tracy, el investigador de policía más famoso de las tiras cómicas estadounidenses; una repisa llena de muñecos que retrata a deportistas de baseball, basketball y fútbol americano; sus tarjetas de presentación encajadas entre las muelas de un tarjetero que simula ser el esqueleto de una mandíbula; una plancha de corcho en la que tiene pinchada una foto de él y su mujer disfrazados de John Lennon y Yoko Ono.
La oficina de Gene da un pasillo que desemboca en un estacionamiento. Ahí, hace más de diez años hay un trailer. El forense abre las dos puertas y baja una escalera plegable con tres peldaños, la acomoda en el piso pegada al borde y sube. Arriba, se pierde entre las filas de cajas de cartón apiladas, una arriba de la otra del piso al techo. Son 200: en cada caja puede haber huesos de una o dos personas.
Por cada caja también hay una familia que espera, en algún país al sur de Estados Unidos.
Ella no se mordía las uñas
Los cuerpos en el desierto se deterioran rápido, en menos de una semana se convierten en huesos. Eso no sólo hace más complejo y más costoso lograr una identificación, también deja a las familias con muchos interrogantes.
―Ellos no quieren creer que es posible que hablaron con su hermana cuatro semanas y ahorita tú estás diciendo que la persona es casi puros huesos ―explica Gene―. Habla una familia y te dice: ‘Mi hermana tenía un lunar en la nariz’ y cómo le puedes decir que ya no hay nariz.
En las cajas del tráiler de la morgue de Pima, junto con los huesos, están las últimas pertenencias de los migrantes: ropa hecha girones, zapatillas resecas, hebillas de cinturones oxidados, imágenes de la virgen con una oración en el dorso, billetes, celulares, pequeños papeles con números de teléfono.
“Los restos llegan a través de diferentes organizaciones, le avisan a las autoridades y ellos a nosotros. Puede ser la policía del condado de Pima, de los Tohono Oʼodham (una comunidad nativo americana de la zona), o la patrulla fronteriza”, explica Gene Hernández.
Una vez que los reciben les asignan un número de caso que será el único que tengan hasta que se logre la identificación. Los médicos forenses hacen el primer examen. Luego los especialistas antropólogos intentan determinar la edad, el género, cómo y por qué murieron, si es que pueden averiguarlo. Toda esa información la cargan en la base pública, online y gratuita NamUS, que cualquier persona puede consultar.
A partir de ahí empieza el trabajo más difícil: encontrar a las familias.
En 2006, Robin Reineke, que cursaba un posgrado en antropología cultural en la Universidad de Arizona, inició sus prácticas con el doctor Bruce Anderson en la Oficina del Médico Forense de Pima. Descubrió que las familias de personas migrantes llamaban por teléfono todos los días y el personal de la oficina hacía “informes de cortesía”, no oficiales, que contenían no sólo la información habitual, como el nombre, la edad, la fecha de la última vez que se vio, sino también notas escritas a mano en los márgenes que decían: «Ella era una buena persona» o “no se mordía las uñas».
Por año había entre 350 y 400 reportes, escritos a mano en su mayoría, y el equipo no daba abasto. Entonces Robin empezó a digitalizarlo todo. “Lo que aprendí durante este proceso fue que las familias querían un mejor sistema para buscar a los desaparecidos. Estaban cansados de llamar a decenas de oficinas estatales y ONG, siempre dando la sensación directa o indirecta de que estaban llamando al lugar equivocado. Querían poder enviar su ADN para compararlo con los muertos no identificados, y querían conocer a otras familias”, dice Robin Reineke en el artículo académico “Ciudadanía forense entre familias de migrantes desaparecidos en la frontera México-Estados Unidos”.
Así fue como fundó Colibrí Center: una organización que apoya a los forenses de Pima en la búsqueda del ADN de las familias en sus países de origen.
Hoy el proceso se da así: Si el cuerpo está en condiciones, se toman las huellas dactilares y se busca si coinciden con alguna registrada en el Sistema Automático de Identificación Dactilar (AFIS). Por ejemplo, si la persona fue detenida en el pasado intentando llegar a Estados Unidos, sus datos se registraron y así pueden lograr la identificación.
Si no hay huellas, porque los restos están muy deteriorados, y no hay ninguna forma de hacer una identificación rápida, se le notifica a Colibrí. La organización se encarga de rastrear a la familia para obtener muestras de ADN. Cuantas más consigan de familiares directos, madre, padre, hermanos, más chances de lograr un match hay.
Si los familiares están en Estados Unidos el equipo de Colibrí intenta recolectar las muestras o pedir a las personas que las envíen por correo. En su canal de Youtube tienen tutoriales para hacerlo. La dificultad que se les presenta es que esos familiares pueden estar como residentes ilegales y tienen miedo de ser deportados si se acercan a las autoridades.
Para estos casos, Colibrí asegura que no los van a reportar. “Nosotros tenemos un código en nuestra base de datos para que los nombres de las personas que dejan ADN no sean accesibles para los médicos de la oficina forense, ni para ninguna organización”, explica Mirza Monterroso, directora del proyecto Migrantes Desaparecidos y ADN de Colibrí Center.
Si los familiares están fuera de Estados Unidos, Colibrí contacta a la red de organizaciones sociales y familiares aliadas, como el Equipo Argentino de Antropología Forense (EAAF), el Equipo de Estudios Comunitarios y Acción Psicosocial (ECAP) en Guatemala, Fundación para la Justicia (FJEDD) en México, entre otras, para coordinar la toma de muestras. A veces, cuando se puede, también viaja alguna persona de su propio equipo.
“El enfoque de nuestro programa es tomar el ADN de las familias que no han encontrado su ser querido y contrastarlo contra todas las muestras que hay en el laboratorio”. Mirza Monterroso se refiere al Bode Cellmark Forensics, un laboratorio privado en Virginia donde el condado Pima procesa sus muestras. “Sólo de esta oficina forense son alrededor de 1.300 perfiles de personas sin identificar”, explica.
Hay pocos laboratorios que hacen estas pruebas y en los últimos años han aumentado mucho sus precios. Cada muestra de hueso para el cruce genético puede costar 1.375 dólares. Si a eso se le suma el cruce con el ADN de la familia y el reporte puede llegar hasta 4 mil. Colibrí cubría los costos del cruce de ADN gracias al aporte económico que recibía del gobierno mexicano, sumado a las becas y financiamientos filántropos que logran reunir.
300 familias esperan
Hace 7 años la identificación era más rápida. Como se sabía que un 80 por ciento de los migrantes que morían en la frontera eran mexicanos, el Gobierno de ese país destinaba una partida presupuestal para las identificaciones. Pero a partir de 2016, dicen desde Colibrí, esto dejó de hacerse.
Se le solicitó a la Secretaría de Relaciones Exteriores que informara sobre los convenios que tiene con organismos para la identificación y repatriación de cuerpos, así como el presupuesto anual destinado a enviar restos de inmigrantes desde Estados Unidos a México. A través de la respuesta obtenida por solicitudes de acceso a la información pública realizadas por este equipo, se pudo ver que la Secretaría ha ido reduciendo su presupuesto para repatriaciones en los últimos 9 años.
La organización Colibrí Center recolectó, en los últimos cinco años, 1.888 muestras de ADN referenciales de familia, correspondiente a 854 casos. Esos números prácticamente cambian cada día, porque cada mes llegan más cuerpos y se buscan más ADNs.
Pero cuando México rompió el contrato con el laboratorio, el proceso de cruce de ADN se empezó a frenar. “Hoy tenemos un retraso de 300 casos que no están en el laboratorio. Hay muchas personas que nosotros estamos buscando que tal vez ya están ahí pero no han sido identificadas», explica Mirza Monterroso.
“Es bien difícil explicarles a las familias lo injusto que es que no haya dinero para procesar las muestras», dice. Migrantes que, aún desaparecidos para sus familias y muertos en una caja, siguen esperando.
Si los rancheros llaman
La situación en Texas es distinta. Primero porque, a diferencia de Arizona que tiene sólo cinco, los condados fronterizos en Texas son 32. Esto es así porque el Estado tiene un doble control: además de los condados que se encuentran en la frontera geográfica con México, hay un segundo punto de control policial 60 millas hacia dentro del territorio nacional.
Muchos migrantes cruzan la frontera tratando de esquivar ese segundo punto de control, atravesando extensiones de terrenos privados, y mueren en el camino. En esos casos, recuperar el cuerpo depende de que los rancheros de la zona los encuentren y avisen a las autoridades. Muchas veces no lo hacen.
A partir del 2021, el riesgo se volcó a las ciudades texanas de McAllen y Eagle Pass, donde incrementaron las muertes de inmigrantes mexicanos, según coinciden bases de datos de la Secretaría de Relaciones Exteriores de México y la Oficina de Aduanas y Protección Fronteriza de los Estados Unidos (U.S. Customs and Border Protection).
Por otro lado, el reporte Migrant Deaths in South Texas, de Strauss Center de la Universidad de Texas en Austin, insiste en que hay un subregistro por parte de la Patrulla Fronteriza sobre las muertes de inmigrantes en el sur de Texas. Destacan tres causas: algunos restos de inmigrantes tal vez nunca se hallen; los cuerpos de los migrantes ahogados que aparecen del lado mexicano en el Río Bravo no son registrados por CBP y hay cuerpos en propiedades privadas que no son reportados a los condados.
Cuando los rancheros sí llaman a las autoridades, el sheriff del condado o la patrulla fronteriza llega a levantar el cuerpo con un juez de paz que va a determinar los pasos a seguir. De los 32 condados fronterizos, muy pocos tienen morgue. Por lo que en muchos casos requerirá que se pague hasta 800 dólares por el traslado de los restos hasta la más cercana. Muchas veces los condados no disponen de ese dinero.
En el mejor de los casos, el juez llamará a una casa funeraria que se encargará de trasladar los restos a una morgue para que los examinen y le tomen una muestra de ADN. Luego se enviarán esas muestras, probablemente al laboratorio de la Universidad del Norte de Texas y se abrirá una ficha del caso en NamUs.
En el peor de los casos, el cuerpo será llevado a un cementerio comunitario y enterrado como NN.
A pesar de estas dificultades para la recuperación e identificación de cuerpos en Texas, surgieron iniciativas de universidades y organizaciones sociales como el Centro Forense de Antropología que lidera Kate Spradley en la Universidad de Texas en San Marcos. Allí tiene un laboratorio de antropología forense que recibe los cuerpos migrantes de los condados que no tienen morgue o no cuenta con antropólogos para analizar restos óseos.
Además, tiene un programa que se llama Operación Identificación, en la que el equipo de antropología va a cementerios comunitarios de condados en los que sospechan puede haber enterradas personas migrantes, y realizan exhumaciones.
Por su parte, la Universidad del Norte de Texas (UNT) tiene el centro de identificación humana, que es uno de los laboratorios de identificación genética más grandes de Estados Unidos. Reciben casos de todo el Estado y de otros que mandan a procesar ahí.
Proyecto Frontera
Las familias mayas que viven en la montaña de Guatemala, las madres buscadoras de México, las organizaciones sociales que trabajan con esas familias y funcionarios de distintos gobiernos coinciden en algo. Todos nombran al Equipo Argentino de Antropología Forense (EAAF).
Se trata de una organización no gubernamental y sin fines de lucro que nació en Argentina en 1986, impulsada por las organizaciones de Derechos Humanos que luchaban por identificar a las personas desaparecidas en la última dictadura militar.
Con los años el EAAF se convirtió en el referente científico de la antropología forense en América. Apoya a distintos países de la región en formación y trabajo de campo en casos particulares. Así fue como en 2005 colaboró con la identificación de mujeres víctimas de feminicidio en Juárez y empezaron a sospechar que la dificultad para la identificación de algunos casos tenía que ver con que esas mujeres eran migrantes y sus desapariciones habían sido denunciadas en otros estados o países de la región.
Entonces, en 2009 nació Proyecto Frontera, un programa que tiene el objetivo de crear un mecanismo regional de intercambio de información forense acerca de migrantes desaparecidos y restos no identificados. En palabras simples, intentan generar los medios para que los Estados de origen y los Estados en los que mueren las personas migrantes trabajen en coordinación.
Impulsan la creación de bases de datos forenses en los países de origen con la información genética de las familias que buscan. Forman a forenses locales para dejar capacidad instalada y buscan acuerdos con las morgues en Estados Unidos para cruzar la información genética de los restos que tienen.
Hasta el 31 de marzo de 2023 llevaban documentados 2.059 casos de migrantes no localizados en el camino hacia Estados Unidos.
En 2010, el EAAF le propuso a la oficina del forense del condado de Pima trabajar en conjunto en la recolección y cruce de ADN y la oficina aceptó de inmediato. Encontraron un método muy simple: como ambas organizaciones trabajan con el mismo laboratorio forense en Estados Unidos, autorizan a ese laboratorio a cruzar los perfiles genéticos de las familias que tiene el EAAF con el de los restos que tiene Pima; de esta forma ninguno accede a la información de los perfiles genéticos del otro. Así se hacen cruces masivos de ADN y han logrado más de 100 identificaciones en estos 13 años.
También trabajan con el equipo de Kate Spradley y con el laboratorio de la Universidad del Norte de Texas. A través de este último lograron un objetivo que venían persiguiendo hace años: CoDIS.
La base del FBI
Combined DNA Index System (CoDIS) es una base de datos de Estados Unidos que reúne información de perfiles genéticos, es decir, ADN. Está administrada por el FBI, pero tiene tres niveles: nacional, estatal y local.
Usar CoDIS para la identificación de personas migrantes que murieron cruzando la frontera ayudaría a obtener más identificaciones. Para eso deberían ingresar en el sistema los ADNs de las familias que buscan.
Pero las reglas del FBI estipulan que las muestras de posibles familiares que hayan sido tomadas por organismos ajenos a instituciones policiales no pueden ser incluidas. Además exigen nombre, apellido, dirección, y otros datos personales, sobre las personas de las familias que aportan el ADN, que en muchos casos son indocumentadas.
Por eso en 2018 el EAAF, junto a más de 40 organizaciones de la sociedad civil de Estado Unidos, México y América Central, con la asistencia legal de la Clínica de Derecho de la Universidad de Berkeley, pidieron una audiencia a la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) para discutir este tema.
En su intervención Mercedes Doretti cerró su discurso diciendo: “Estados Unidos tiene la capacidad técnica y los recursos para llevar a cabo esta comparación genética a gran escala. Esto no solo podría servir a las familias de los migrantes desaparecidos, sino también dar un ejemplo destacado de cooperación forense internacional que puede ser un modelo para otros corredores de migrantes alrededor del mundo”.
A partir de ese momento tuvieron algunos avances en las negociaciones con autoridades de los EEUU y pudieron trabajar en protocolos y acuerdos de protección de la privacidad para comenzar con el cruce de las muestras genéticas.
Además, como el laboratorio de la Universidad del Norte de Texas administra el nivel local de CoDIS, se abrió la posibilidad de extraer los casos locales que administra la Universidad y cruzarlos con las familias que gestiona el EAAF.
El Equipo Argentino manda los documentos con los perfiles genéticos de los familiares, la descripción física de la persona desaparecida, información de parentesco de los donantes y su consentimiento informado, el testimonio de la cadena de custodia, entre otros, y UNT analiza esos documentos. Si encuentran que está todo ok lo suben a la base humanitaria de CoDIS para hacer el cruce.
“En febrero de este año empezamos a ingresar nuestros casos y ya llevamos casi 100 casos ingresados”, dice Mercedes Doretti, coordinadora del Proyecto Frontera del EAAF, entrevistada para esta investigación.
Entre octubre de 2019 y septiembre de 2022 más de 1589 migrantes murieron intentando cruzar la frontera sur de Estados Unidos. Doscientos muertos menos que los que dejó el Huracán Katrina Estos datos surgen de un pedido de acceso a la información pública a la Oficina de Aduanas y Protección Fronteriza (CBP) de los Estados Unidos, hecho para esta investigación. Los restos de estas personas, si ya se encuentran en territorio estadounidense, pueden terminar en una caja de cartón, cremados, o en una fosa común sin que sus familiares se enteren.
Ofelia Muñóz Valenzuela vivía en Veracruz, México, tenía una hija y un marido que las golpeaba. En 1997 decidió escapar. Dejó a su niña con la abuela y emprendió el camino hacia Estados Unidos. En el primer intento se topó con migración y la deportaron. Lo iba a volver a intentar, le dijo a su hija en la última llamada telefónica que tuvieron.
En el 2011 en una oficina de un sheriff de un condado de Texas durante una limpieza general encontraron un cráneo. Alguien se lo había dado a un policía en el ’98, y éste lo guardó en un locker: era de alguna persona migrante que había muerto en el desierto. Lo mandaron a identificar. En el 2018 se supo que era Ofelia.
20 años pasó Elena, su hija, sin saber qué le había ocurrido a su madre.
Esta nota forma parte de la investigación Migrar y Desaparecer realizada por dos periodistas de Perycia, Verónica Liso y Rosario Marina, junto con Gabriela Villegas de México y Andrea Godínez de Guatemala.
Durante 8 meses investigaron las desapariciones de migrantes en la ruta que va desde Guatemala a Estados Unidos. Recorrieron el camino hacia «el sueño americano», hablaron con las familias que buscan y las organizaciones que las acompañan. Investigaron qué hacen, y sobre todo qué no hacen, los estados de México, Guatemala y Estados Unidos para encontrar a estas personas. Entrevistaron funcionarios/as, forenses, especialistas para trazar el contexto. Y fueron a los datos duros, hicieron pedidos de acceso a la información pública en los tres países, para entender la dimensión de la problemática.
Esta investigación fue realizada gracias al apoyo del Consorcio para Apoyar el Periodismo Regional en América Latina (CAPIR) liderado por el Institute for War and Peace Reporting (IWPR).