23/09/2017
Hija de un militante político desaparecido en la dictadura y una de las referentes en el abordaje con víctimas del terrorismo de Estado, Fabiana Rousseaux ya no trabaja en el Centro Ulloa, el espacio que ayudó a crear en 2010, pero sigue colaborando en los juicios de lesa humanidad. En los últimos tiempos, además, volvió a atender en su consultorio privado. Y continúa con el estudio de la memoria en espacios académicos.
«Veo un retroceso del rol del Estado. Las políticas públicas referidas a lesa humanidad, están despojadas de la necesidad de respetar el legado y la memoria. Y la justicia está siendo convertida en algo meramente técnico, desvinculada de la dignidad», dice, haciendo una síntesis de los dos años del gobierno de Mauricio Macri.
Autora de libros como «El ex detenido-desaparecido como testigo de los juicios por crímenes de lesa humanidad», escrito junto al ex secretario de Derechos Humanos de la Nación Eduardo Luis Duhalde (Fundación Eduardo Luis Duhalde, 2015), Rousseaux repasa su trayectoria para Perycia y piensa a la Justicia como «un campo a redimensionar de forma permanente desde el psicoanálisis».
De la infancia a los primeros trabajos; del descubrimiento de la psicología a cómo asumirse como una profesional «comprometida»; de cómo trabajar con los sujetos marginados; de cómo abordar a las víctimas del terrorismo de Estado entre la memoria familiar y la memoria colectiva; de los ecos de las desapariciones de Jorge Julio López y de Santiago Maldonado. Y bajo la frase “cuando los Estados retroceden, quedan las redes”, habla de su última creación: los Territorios Clínicos de la Memoria.
– En tu carrera has articulado el psicoanálisis con los procesos de justicia y la perspectiva de derechos humanos. ¿Cuándo empezó ese cruce?
-Supongo que el origen tiene que ver con mi propia historia. Por un lado, porque vengo de una familia militante, donde ambos padres habían militado en su adolescencia y mi padre en particular decide muy tempranamente proletarizarse, pero yo digo siempre que no por razones estrictamente políticas, sino por razones familiares que en definitiva son tremendamente políticas también. Él venía de una familia bastante bien posicionada económicamente, de Entre Ríos, y decide romper vínculos con ellos. Comienza desde muy joven, casi adolescente, a forjar un compromiso militante, primero con el socialismo y después con el comunismo. Y traza un vínculo muy fuerte con el movimiento obrero, se convierte en delegado, y en medio de este proceso nacemos nosotros, sus tres hijos. En el ´76, siendo delegado de la fábrica Gillette, que funcionaba en ese momento enfrente de la Escuela de Mecánica de la Armada, desaparece, fue un 12 de mayo, es uno de los primeros desaparecidos de la dictadura, lo cual tiene cierta lógica respecto de cómo se estructuró la dinámica represiva. El movimiento obrero fue masacrado muy tempranamente, y por supuesto que ahí, empieza todo un recorrido para la familia, similar al de todas aquellas que han tenido que atravesar por el terror de Estado durante esos años
-Vos eras chica, ¿cómo continuó tu vida a partir de ese dolor?
-Estaba terminando la escuela primaria, tuvimos que escaparnos y cada uno (mis hermanos, mi vieja y yo) vivía donde podíamos ubicarnos, no era seguro ningún lugar. Al año siguiente entré al Normal 10 e inicié mi militancia en la FEDE (Federación Juvenil Comunista), por trayectoria familiar, y como no podía hablar de la desaparición de mi viejo con nadie, allí en ese colectivo político, con 13 años, me sentía un poco a salvo del silencio mortífero que recorría mi vida. Me sentía acompañada y no tenía que explicar lo que estaba viviendo. Fueron años muy duros para todos los hijos de desaparecidos, además en ese momento no había aún una situación tan generalizada ni organización en el campo de los derechos humanos. Se transitaba todo en una soledad muy desestructurante. Cuando terminé la escuela secundaria estuve unos años pensando qué iba a hacer, y mientras tanto estudié profesorado de educación pre escolar en un lugar particular que era el Instituto Eccleston, donde estudiaban muchas hijas de militares. Fue un momento muy fuerte para mí, allí escuchaba ese discurso afín al genocidio y realmente no lo podía tolerar. Así que abandoné y comencé psicología, pero como trabajaba desde hacía ya bastante tiempo, me tomé un año para ordenar mi vida.
-¿Y cuándo apareció la psicología?
-Dejé el Eccleston y comencé con los estudios de psicología en la UBA, ya interesada por el cruce entre lo social y el psicoanálisis. Entré con un bagaje de formación política previa, teníamos padres que nos habían mandado estudiar ruso al SARCU (Instituto de Cultura Soviética), es decir, nos formábamos en toda una cultura atravesada por la cuestión social y política. Había estudiado francés en la escuela secundaria en plena dictadura, tratando de reivindicar en silencio el legado familiar paterno de las colonias francesas, a él le cantaban canciones de cuna en francés y ese dato, que descubrí hace apenas cuatro años, a mí me pareció fuertísimo y entendí por qué me resultaba tan familiar. Me conmovió que mi padre haya desparecido sin haber conocido nunca quién fue su padre, es decir, mi abuelo. Ya en la facultad, a partir de mis lecturas políticas, encontré un anclaje interesante en el psicoanálisis y me interesé mucho en estudiarlo.
En el ´85 hice el CBC, y dos años después estaba trabajando de ayudante en la cátedra de Metodología de la Investigación, que en ese momento la dirigía Juan Samaja (un enorme referente en esos años), y uno de los JTP era Juan José Michel Fariña, que además formaba parte del equipo de psicólogos del Movimiento Solidario de Salud Mental y más adelante fue el titular de la cátedra de Ética y Psicología, hasta la actualidad. En ese momento con Michel Fariña empezamos a trabajar, dentro de la cátedra de Metodología, la carta que Mariana Zaffaroni Islas había enviado a su familia biológica, en verdad escrita por sus apropiadores pero que le habían hecho firmar a ella. Nosotros empezábamos a investigar cuáles eran esos efectos, qué sucedía, qué pasaba con los pocos niños apropiados que en ese momento comenzaban a ubicarse por parte de la Abuelas, estamos hablando del año 87.
-O sea, empezaste a relacionar la psicología con el campo de los derechos humanos…
-Claro. Simultáneamente la facultad tenía un grupo a principios de los ´80, una cátedra libre de derechos humanos que se había conformado años antes con representantes de todos los organismos, que en ese momento eran los “ocho históricos”. Estos organismos tenían o habían tenido sus equipos psico-asistenciales. Yo era investigadora de uno de ellos y además paciente. A la vez se había creado el Movimiento Solidario de Salud Mental que pertenecía a familiares y ofrecían tratamiento psicológico a todas las personas que habían sido víctimas del terror de Estado. En ese momento estaba en un grupo que era de hijos de desaparecidos. Conocí a los terapeutas que atendían estos casos, los admiraba y empecé a estudiarlos, como Victoria Martínez, Guillermo Belaga, Eva Giberti, Tato Pavlovsky. Entonces terminé la carrera y unos años después me fui a vivir a Tierra del Fuego.
-¿Y cómo seguiste tu carrera en la Patagonia?
-Fundé con un grupo la Asociación Psicoanalítica de Tierra del Fuego. Trabajé en el gabinete psicopedagógico con los pibes de todas las escuelas, trabajé dando clases en las universidades, en el consultorio privado, en la Escuela de Salud Pública, en todos lados, pero el laburo que más me impactó el que hice en las escuelas rurales. Íbamos en una combi, una vez por mes, a trabajar como profesionales de la salud mental con los chicos que estaban en las escuelas rurales y tratábamos de pensar algunas problemáticas que eran muy maltratadas. Por ejemplo, Tierra del Fuego tiene una incidencia enorme de personas que son chilenas. El primer caso en el que tuve que intervenir fue en el de una niña que había sido abusada por su padre. En la entrevista, el padre me dice ‘y usted qué se mete si en el sur de Chile la ley no prohíbe este tipo de situaciones’. Me quedó esa frase grabada para pensar cómo era este impacto de la ley sobre el sujeto. A fines de los ´90 volví a Buenos Aires, retomé mi práctica clínica y asumí como coordinadora terapéutica del sector de internación de una institución que se llamaba AMPARE, que trabajaba con personas con discapacidad mental. Estos pacientes (que dependían de PAMI) estaban muy complicados. Fue una época difícil para luchar por la dignidad de esas personas, que eran abandonadas por el Estado.
-¿Cómo se articulaba una perspectiva posible de los derechos humanos con subjetividades marginadas?
-Era una palabra rarísima. O sea: esto de los derechos humanos a fines de los ´90 en estas instituciones era extraño, no se hablaba de eso, tal vez se llegaba a decir algo en términos de los derechos de los pacientes, o a proponer dignificar un poco las formas de estar, pero no estaba instalado como discurso para la intervención. Y por supuesto los derechos humanos, cuando eran mencionados, remitían directamente a los temas de los ´70, ésos eran los derechos humanos, no había otro tipo de significación sobre esas dos palabras, ninguna articulación con las obligaciones estatales. Algo de esto nos encontramos después cuando ya trabajando en el Estado Nacional en la aplicación de políticas públicas sobre derechos humanos y salud mental, muchos de los profesionales de los equipos de los servicios públicos del país consideraban que los derechos humanos era un significante específico de quienes durante los años 70 se vieron afectados por la dictadura.
-¿Qué alternativas pudiste construir a ese pensamiento dominante?
-Con otro equipo de colegas fundamos una institución en Pilar, provincia de Buenos Aires, donde empezamos a atender a muchas personas de la zona norte, y trabajamos con programas que en ese momento habían quedado como resabio de las políticas neoliberales del menemismo, por ejemplo el de las familias sustitutas, que cobraban una cierta cantidad de dinero para acoger a niños que estaban institucionalizados. En realidad se llamaban ´Familias de Tránsito´, y encontramos situaciones donde había familias que compulsivamente adoptaban por cierto período a uno o varios niños, pero no se trataba de una adopción sino que acogían a esos niños por un tiempo. Nos encontramos con situaciones típicas de la degradación social cuando los gobiernos neoliberales se desentienden de las políticas públicas y sólo apelan a los voluntarismos o a lo sumo a programas sociales vaciados de sentido estatal y desvían esa responsabilidad a los propios efectores sin anudar eso a un proyecto. Y lo que termina pasando es que se desencadena una lucha de pobres contra pobres, en este caso de adultos pobres contra niños pobres. Muchas familias vivían de eso, cobraban un subsidio por niño, pero ese subsidio se destinaba a sostener a la familia y no a los niños, es decir, los cuerpos infantiles se mercantilizaban porque las familias encontraban como un medio de vida la acción de acoger niños. Y ellos a veces estaban igual, mal comidos, mal atendidos, con muchísimos problemas. Eran épocas de mucha devastación social.
-Que terminaron en la crisis del 2001….
-Sí, unos años antes de la crisis empecé a trabajar como investigadora en un ámbito que había gestionado Juan Dobón, un psiquiatra y psicoanalista muy reconocido que dirigía el Servicio de Salud Mental del Hospital Piñero. Ese espacio lo funda en coordinación con Iñaki Rivera Beiras, un jurista radicado en Barcelona. Desde ese ámbito de investigación es donde trabajamos el cruce de los efectos de la ley sobre los sujetos, por eso hablamos de enfoque psi-jurídico y no psico-jurídico, porque queríamos salir de esa corriente de lo psicológico reforzando el discurso jurídico. Nosotros queríamos hablar desde el psicoanálisis para recorrer la tensión que se producía frente a los efectos de la ley, en donde siempre algo queda por fuera. Repensar por ejemplo la intimidad del sujeto, lo podemos traducir también en términos de «extimidad» tomando una invención que introduce Lacan para designar lo más próximo que, sin embargo, está en lo exterior. Y, por otro lado, en el sentido de hacer lugar al particular modo sintomático de cada sujeto, más allá de las generalizaciones de la ley, y en ese intervalo (intersección vacía) analizar qué hay entre el discurso del psicoanálisis y el discurso de lo jurídico. Queríamos poner en cuestión esas totalizaciones.
-¿Y qué trabajo específico resultó de dicha experiencia?
-Me dediqué a coordinar el área de psicoanálisis y derechos humanos. Y esta articulación fue siempre un lugar tremendamente incómodo porque cuando iba de invitada a hablar de psicoanálisis a ámbitos de derechos humanos, me miraban un poco raro y se preguntaban «¿qué hace el psicoanálisis acá?». Hasta ese momento la corriente psicológica que más peso había tenido en el trabajo con víctimas de tortura por ejemplo era la perspectiva psicosocial a nivel internacional. Aunque desde ya que en Argentina mis grandes referentes habían introducido el psicoanálisis en este terreno, pero un psicoanálisis gestado en las luchas de los años 60/70 muy contundente, y ese psicoanálisis en los 90 ya no tenía el peso de otros tiempos.
Yo venía de una formación psicoanalítica lacaniana (no ortodoxa pero muy interesada por ese psicoanálisis), nunca me había insertado en el espacio de lo psicosocial, pienso que tal vez encontraba allí una lógica bastante homogeneizante de lo que le sucede a cada una de las personas que consultan, y por esa razón no había decido entrar por allí. Y porque además lo he detectado en la propia clínica: 30 años después la clínica requería una reformulación en este campo de intervención con víctimas de violaciones de derechos humanos, al menos así lo pensé ni bien comencé a escuchar estos casos tan extremos donde el horror se presentaba de un modo absolutamente diferente a otras situaciones extremas en casos clínicos no tocados por el terror de Estado.
Supervisé en esos años con analistas que me permitían darle una vuelta a este punto y entre ellos por supuesto estuvo el gran Fernando Ulloa.
Pero el mayor obstáculo que encontré fue cuando iba a espacios de psicoanálisis y hablaba de la clínica con víctimas de violaciones de derechos humanos. Por supuesto no podría hacer generalizaciones, sólo quiero dar cuenta de lo novedoso que resultaba ese cruce al menos en mi recorrido y en bastante soledad. Había como un cambio de época en la cuestión, algo así como «hacer memoria 30 años después de los hechos» que traía aparejada la necesidad de otra clínica. Además porque en mi propia experiencia de vida, como víctima también de las violaciones de derechos humanos, el psicoanálisis había sido lo que me había dado la posibilidad de no caer en estas cuestiones tan masificantes.
-¿Empezaste a atender víctimas del terrorismo de Estado?
-Sí, y era algo a lo que me había negado durante muchísimos años, precisamente por la proximidad de mi historia, y porque además soy una defensora de que nosotros no por ser víctimas tenemos más derecho a entender mejor, al contrario, puede ser un gran obstáculo. Por eso no me autoricé a trabajar con esas temáticas hasta que (como parte de mi extenso análisis) empecé a hacerlo. Por supuesto implicó una renuncia fundamental que había asumido muy tempranamente, que era no participar en la agrupación política H.I.J.O.S, porque mi apuesta era a otra cosa, a poder intervenir como profesional en ese campo, y eso implica siempre una renuncia, no podía ser militante de H.I.J.O.S y a su vez querer trabajar con esas temáticas. Como profesional me asumí en la tradición de mis colegas durante los ´70, que con una valentía enorme asumieron la asistencia y el acompañamiento a las víctimas con lo que en ese momento se podía hacer. Y eso derivó en el gran proyecto de Secretaría de Derechos Humanos de la Nación, que también tuvo una impronta singular, porque en general las políticas en el Estado se gestan desde y al interior de la estructura burocrática estatal (aclaro que “lo burocrático” no siempre es una mala palabra, si se hace un buen uso de ello, es central). Sin embargo este proyecto que venía trabajando, que era de asistencia, empecé a escribirlo muchísimos años antes con un grupo de H.I.J.O.S que habían intentado “tratarse” y no encontraban espacios terapéuticos adecuados. Empecé a escuchar más profundamente qué necesidades había y escribí aquel proyecto.
-¿Y en qué consistió?
-Cuando asumió Eduardo Luis Duhalde como secretario de Derechos Humanos de la Nación, en 2003, me entero que Victoria Martínez , quien había sido una de las personas que más había trabajado en el Movimiento Solidario de Salud Mental, estaba dirigiendo un área dentro de la Secretaría de DDHH. Se llamaba ni más ni menos que “Atención a Grupos Vulnerables”. Entonces le dije «tengo un proyecto». Y fui. Y durante dos años debatimos con Eduardo y con Victoria cómo llevarlo adelante, de forma cuidadosa y responsable. Es decir que este proyecto fue a la inversa, fue un proyecto que vino desde afuera y se instaló al interior del Estado. Y el objetivo era trabajar verdaderamente con las víctimas y pensar lo que estaba sucediendo con el terror de Estado, los modos en que ese terror operaba en la actualidad, cómo seguía impactando en las víctimas. Queríamos pensar qué le sucedía a la gente que estaba en el interior del país y que estaban en ciudades muy aisladas de los grandes centros urbanos y que tenían ese terror intacto en el cuerpo. Nos dimos cuenta que el trabajo era realmente imposible si no se llevaba adelante un proyecto de carácter nacional, esa fue entonces nuestra obsesión.
-Así surgió, entonces, el Centro de Asistencia a Víctimas de Violaciones de Derechos Humanos «Dr. Fernando Ulloa»…
-Sí, surge de una necesidad que fue en aumento a partir de la reapertura de los juicios en el año 2006. Estrictamente el Centro se funda en el 2011 pero desde el 2005 veníamos trabajando en este sentido en el proyecto inicial que luego deriva en el Plan Nacional de acompañamiento a testigos víctimas y luego se suman más competencias al trabajo y surge el Centro Ulloa. Con una amplitud total pudimos gestionar esas políticas, lo que queríamos era poder, por un lado, tener un mayor vínculo con todos los organismos de derechos humanos para poder escuchar sus necesidades concretas, y por otra parte, con las instituciones de salud a las que íbamos a dirigir una parte de nuestra política pública (en sentido de permanente capacitación) y poder llegar de este modo a las víctimas que muchas veces estaban “sueltas”, o sea, fuera de los organismos. Entonces nos dimos interminables debates al interior de nuestro equipo, nos preguntábamos cómo llegar al punto donde la Secretaría no se reduzca a un espacio de intervención acotado, sino que convirtiera sus políticas en políticas públicas de Estado, y por ende debían llegar a todos los sectores. Teníamos la suerte de que Eduardo Duhalde había logrado (por su trayectoria política intelectual y como abogado defensor de las víctimas), un reconocimiento de todos los sectores involucrados. Por esos tiempos se inició el primer juicio ESMA y todavía había muchas diferencias entre sobrevivientes. Los juicios por delitos de lesa humanidad fueron sin lugar a dudas un escenario privilegiado para provocar nuevos sentidos a lo sucedido. Nosotros desde la Secretaría nos cuidábamos de cerrar una posición, hubiera sido absolutamente irresponsable. Sobre todo sabiendo que en el terreno del horror no hay una verdad, hay muchas verdades en juego y no se pueden reducir a un consenso liso y llano, hay que sostener muchas veces la tensión extrema para poder operar de un modo digno y sin deshechar las posiciones de nadie. Siempre y cuando hablemos del campo de las víctimas desde ya, porque eso en sí mismo fue todo un debate.
-¿Y qué transformaciones ves desde la asunción del gobierno de Mauricio Macri?
-Veo un riesgo enorme con este gobierno de derecha, con las políticas reparatorias aplicadas sobre ecampo de los DDHH. Se intenta deslegitimar difamando a las víctimas de delitos de lesa humanidad buscando de este modo debilitar la responsabilidad del Estado en los crímenes cometidos y en la narrativa sobre las víctimas. Es el retorno del discurso neoliberal sobre las políticas de reparación, fíjate que cuando Menem tuvo que impulsar las primeras leyes de reparación económica, el modo en que se produjo el texto jurídico fue bajo la sospecha de la palabra de las víctimas. Es decir, las leyes del Estado les exigen a las víctimas que junten las pruebas y expliquen por qué el Estado tiene que pagar. Cuando en realidad es al revés: el Estado debería demostrar que no fue culpable, si puede y si eso fuera posible en algún caso. Pero de entrada lo es. Los delitos por los que paga son delitos de lesa humanidad y eso ya no está en discusión. Acá hubo terrorismo de Estado y eso ya está demostrado desde el Juicio a las Juntas. Sin embargo, la mirada instalada desde el grado cero de las leyes reparatorias impone sobre las víctimas un manto de sospecha. Hoy se pretende retroceder con esta noción meramente indemnizatoria, que debilita una perspectiva reparatoria. Veo que coexisten las sentencias con un nuevo negacionismo o profanación de la memoria. Y eso afecta seriamente el impacto reparador de estos procesos.
-Lo que narras nos permite reconocer los modos en que el neoliberalismo hace política…
-Efectivamente, el neoliberalismo mercantiliza los derechos del pueblo. Qué discurso y qué mensaje subyace, de qué manera es leído o bajo qué sospecha. Por eso fue muy impactante cómo surgió el “Centro de Asistencia a Víctimas de Violaciones de Derechos Humanos Dr.Fernando Ulloa” como política pública de reparación integral, cuyo propósito político fue (re)crear el lazo entre el Estado y las víctimas, un espacio de comunicación, de respeto, de diálogo y escucha. Y ponernos en una posición ética, al asumir como rol de Estado el juzgamiento de los crímenes de Estado (incluso introducir esa figura excepcional a nivel internacional que fue la del Estado querellando al propio Estado), y no meternos en situaciones particulares.
– ¿Cómo se trabajó en el acompañamiento de los testigos-víctimas?
-Lo hicimos con un objetivo esencial que era poner en evidencia la actualidad del trauma, de las marcas. Esa temporalidad no es una temporalidad cronológica en donde los hechos sucedidos hacía treinta años atrás estaban más lejos y la sociedad se podía olvidar lo que había vivido. No, todo lo contrario, se trata en este terreno de una temporalidad lógica y por ende impredecible. Este era nuestro objetivo, puesto que veíamos cómo en los hospitales públicos, se hacía presente esta situación del daño producido por las violaciones de derechos humanos en cada una de las personas afectadas. Los servicios recibían consultas y no sabían cómo responder a ello. Queríamos formar equipos en todo el país para que no sigan diciendo esto que contaba al comienzo “de los derechos humanos se ocupan los organismos, nosotros no tenemos nada que ver”. Ahí articulamos la idea de que si esos profesionales tenían una matrícula otorgada por el Estado (porque muchos nos formamos en la universidad pública), tenemos una obligación como funcionarios del Estado en el momento en que recibimos esas consultas y es responder a la altura de los hechos. Esta sociedad fue atravesada y dañada por un genocidio, entonces todos estamos tocados por ese tema. Esta fue nuestra apuesta.
-¿Podrías desarrollarla?
-Romper con la idea de disociación afectados/no afectados. Cuando una sociedad atraviesa un genocidio, la afectada es toda la sociedad. Por supuesto esto no es lo mismo que decir que las víctimas somos todos, disiento con esa idea, sino que los cuerpos que aún faltan identificar tanto muertos como vivos (como es el caso de las personas que continúan apropiadas y de los restos que faltan hallar) son parte de esta sociedad y aún para quienes se piensan totalmente al margen, eso tiene efectos. Retorna en hechos sociales. Fijate lo que pasó con Santiago Maldonado.
-Después de la derogación de las leyes de impunidad, en 2005, se abrieron los primeros juicios de lesa humanidad.
-Claro, no estaba previsto para nosotros porque todavía no estaba la idea de estos juicios. Entonces la verdad es que fuimos construyendo escalón por escalón una práctica inédita a nivel mundial. Porque no hay ningún país del mundo que haya juzgado crímenes de lesa humanidad con tribunales ordinarios, porque no hay ningún lugar del mundo que haya puesto equipos a acompañar no solamente las víctimas sino al proceso judicial en sí mismo como parte de una política pública, tomando todos y cada uno de los aspectos de ese escenario. Al menos no sé si hay otros países que lo hayan pensado en esa transversalidad. Entonces la verdad es que estábamos metidos en una situación en donde las dimensiones de la tarea eran cada vez más enormes y complejas. Así fue que en esos diez, doce años, nosotros nos abocamos por entero a esa tarea. Primero pensando que era con los testigos nada más y ahí nos dimos cuenta que eran los testigos más las víctimas alrededor de ellos, sus familias, sus parejas, sus amigos, que aunque no fueran testigos igual eran tocadas por el discurso de los juicios que se abrían y los jueces que intervenían y por supuesto todos los operadores judiciales, los abogados querellantes, los secretarios de los juzgados, para todos ellos también era una experiencia inédita escuchar durante ocho, nueve horas, durante uno o dos años lo que había ocurrido y el dolor sistemático y permanente. Personas que no estaban para nada preparadas para escuchar eso. Entonces la verdad que fue bastante difícil. Mucho más cuando en el contexto del primer juicio desapareció Jorge Julio López, que entonces pone patas para arriba la incipiente estructura que veníamos armando, porque aquello que estábamos mencionando como lo sucedido en torno a los efectos simbólicos de la desaparición, ahora se hacía presente con una desaparición real. Eso puso en jaque la continuidad de los juicios desde el punto de vista simbólico, por la inmensa angustia que introducía en los sobrevivientes y sus familiares.
-El impacto fue enorme pero los juicios continuaron. ¿Cómo trascendieron la certeza de que el Estado podía volver a desaparecer una persona?
-El Estado no tenía una estructura adecuada para responder a eso en ese momento. Solamente la Dirección Nacional de Protección de Testigos e Imputados. Era lo único que había al interior de los programas estatales en el 2006. Con lo cual era poner fuerzas de seguridad para proteger a las víctimas de las fuerzas de seguridad y frente a la desaparición de un testigo por parte de las fuerzas de seguridad. Era muy complicado tal como estaban las cosas en ese incipiente momento. Sin embargo, eso hizo que rápidamente tuviéramos que empezar a pensar de qué modo, nosotros nos dimos cuenta ahí, inmediatamente con la desaparición de López, que el problema no eran los testigos del juicio, no era que el problema afectaba solamente al grupo que estaba al lado de López sino que afectaba a todas las personas que estaban involucradas. Nos llamaban personas exiliadas en otros países, totalmente angustiadas y con el horror de la desaparición actualizado de modo radical.
-Era el terror que seguía operando…
-Saltó por el aire. Entonces nosotros dijimos, «¿qué hacemos con esto?». Coincidimos que la única respuesta del Estado no podía ser sólo desde las fuerzas de seguridad. Había que poner a disposición un dispositivo que apunte a lo que verdaderamente estaba en juego que era, además de la integridad física, la integridad psíquica de todas esas personas involucradas en los juicios. Empezamos a juntarnos, con Victoria Martínez llamamos a todas las personas que fueron referentes en los ´70, todavía estaba vivo Fernando Ulloa. Llamamos a Gilou García Reinoso, Graciela Guillis, Ana Berezin, Alicia Stolkiner, Osvaldo Saidón, Elina Aguiar, bueno, muchísimos profesionales que habían trabajado durante ese período y algunos de ellos terminaron siendo asesores del Centro Ulloa. Debatimos mucho acerca de cómo tenía que ser nuestra respuesta frente a lo ocurrido con López y qué teníamos para ofrecer. Cómo nombrar ese dispositivo. Y lo que sí sabíamos era que tenía que tener en su interior la palabra red, tenía que ser una red en muchos sentidos. Una red que ataje todo eso que había tocado la desaparición de López y que había saltado por el aire, una red posible de ser convertida en política pública. Eduardo Duhalde gesta la red de autoridades de derechos humanos, que se llamó Consejo Federal de Derechos Humanos, y nos dimos cuenta que algunas provincias no tenían con qué responder a esto, no tenían en ese momento equipos que hubieran tratado la temática, en los hospitales la gente había ido a consultar durante 30-35 años por lo que les había sucedido, y los profesionales continuaban diciendo «acá no vino nadie», «no, yo nunca traté a nadie así», «no, no sé»… ¿Y quién puede saber?, ¿y quien trató con alguien? Eso comenzamos a preguntar provincia por provincia incluyendo a Buenos Aires y Capital Federal. Pero había lugares, pueblos del interior que no tenían nada, pero a la inversa sí contaban con una alta concentración de víctimas que nunca habían hablado.
-Esa política no sólo propuso acompañar y preparar a las víctimas, sino que al mismo tiempo generaba la estructura para que emerjan esos testimonios. Para que hablen aquellos que nunca habían hablado.
-Y es una cuestión internacional. Por eso siempre digo en chiste, aunque es verdad, que armamos una red planetaria, porque tenemos contactos en todo el mundo, te aseguro… En el Whatsapp, hoy digo “che, necesitamos derivación para una paciente o para una testigo que está en Israel», o en cualquier lugar, y tarde o temprano se ponen en marcha las redes. Fue un laburo que realmente nos tomó por completo, esto que decís es cierto, y es lo que pensábamos, la responsabilidad de hablar, de atajar los efectos de hablar. ¿Quién ataja eso?
-De ir a decirle, «bueno, acá tenés un marco para poder hablar esto y aquello..»
-Hay un punto sacro en esta sociedad que es la figura de “los desaparecidos”, por lo tanto ese dolor es imprescriptible, no solamente el delito: el dolor es imprescriptible. En relación a la figura del desaparecido, tenemos un ejemplo actual que es el de Santiago Maldonado. La expresión masiva de rechazo a esta desaparición, aún de aquellos que siempre piensan que están afuera de todo, es algo que ni el propio gobierno podía imaginar, no logra entender lo intramitable que es para esta sociedad el impacto de una desaparición. Fijate lo masivo que fue a nivel mundial incluso, la cantidad de sociedades de otro países que acompañaron y se solidarizaron con el reclamo popular por Santiago. Este corpus social está dañado por las desapariciones. Entonces, volviendo a las políticas sobre el dolor nos preguntábamos, «¿cómo atajar las consecuencias de eso?» Nos mantuvimos todo el tiempo en el margen, porque lo exigía una política como ésta, porque la exposición a la que se sentían sometidos los testigos, no sólo por los juicios sino por hablar después de 30 años o más, los devolvía hacia el terror. No querían, se sentían expuestos, nuevamente con sensaciones persecutorias derivadas de este tipo de delitos, pasaba de todo nuevamente, insomnios, problemas de alimentación, nietos que empezaban a enterarse y tenían consecuencias a partir de eso. Fue fuerte lo que pasó, entonces nosotros decíamos «esto tiene que ser una tarea con un perfil muy bajo» y por eso creo que también pudimos construir la confianza necesaria con todos ellos. A mí a veces me desesperaba, porque sentía que no se lograba entender la profundidad del trabajo silencioso que hicimos en el equipo durante esos años porque la perspectiva que le dimos es intransmisible. Sólo se podía comprender en actos igual de silenciosos como miradas, gestos, tenores de voces y cosas de ese orden, entre las víctimas y nosotros. Y esa instransferibilidad es parte nodal del trabajo. Muchas veces en el propio equipo nos teníamos que sostener o estar atentos a lo que le pasaba al compañero o compañera que venía de una audiencia o una entrevista y no podía contener la angustia. Esas cosas también nos pasaban y formaban parte del cotidiano cuando uno se deja tocar por estas experiencias tan extremas.
– Con el macrismo en el poder volvieron los discursos que deslegitiman el terrorismo de Estado, pero pareciera ser una experiencia difícil de eliminar en el tiempo.
-Sí, a mí me parece justamente que todo ese bagaje, todo lo que se construyó con los juicios como efecto de la lucha incondicional de los organismos de derechos humanos, por más que se quiera imponer nuevamente el discurso de la impunidad y aunque fuera exactamente idéntico al discurso de los ´90, hay una diferencia radical. Nosotros ya transitamos por ese proceso, no se puede borrar. Cuando “ocurrieron” los ´90 es cierto que también habíamos pasado por un proceso que era la Causa 13, o sea los Juicios a las Juntas, pero tuvieron un estatuto muy distinto. Primero que no tuvieron una inscripción social como ésta, porque fue más cerrado y más acotado con mucha persecución todavía que seguía imponiendo terror en lo social, silencio y fragmentación (salíamos recién del circuito del terror), y con una fuerte impronta de lo que era el discurso genocida en la sociedad, entonces los criminales estaban todos sueltos y las víctimas cuestionadas, veníamos de lo que se llamó “el show del horror”, cuando se exhumaron las tumbas y los canales de televisión transmitían permanentemente imágenes de las tumbas NN, las fosas comunes, las topadoras que pasaban para levantar cadáveres y entonces ahí se borraban una gran cantidad de pruebas óseas que fueron irrecuperables, porque no existía todavía el EAAF (Equipo Argentino de Antropología Forense). El horror transmitido así por los medios de comunicación provocó que mucha gente dijera «bueno, listo, no quiero saber nada, esto es un espanto” y atrás venía el infaltable “por algo será” como cierre de la operación lógica de desentenderse de eso terrorífico que se ve. La sociedad todavía no estaba dispuesta a escuchar, y ahí tomo a Enzo Traverso, que dice que “sólo existió Auschwitz cincuenta años después, cuando la sociedad estuvo dispuesta a escuchar”, antes no existió, y en esta sociedad pasó lo mismo. Este país tuvo juicios en todas las provincias, menos en Tierra del Fuego si no me equivoco. Es decir, todas las sociedades del interior del país estuvieron tocadas por los juicios, ¿eso cómo se borra? o ¿cómo se desinscribe esto? Nosotros construimos un “nuevo nombre” como sociedad, porque somos reconocidos internacionalmente por una experiencia inédita que fue nuestra, entonces eso tiene un valor de escritura, eso en psicoanálisis es la escritura de un nombre, la invención de un nuevo lugar y reconocerse como sujeto en ese nuevo lugar.
– Llegamos a la experiencia del Colectivo “Territorios Clínicos de la Memoria”, ¿podrías contarnos de qué se trata?
-Territorios Clínicos de la Memoria es un proyecto que se deriva de todo lo que conté antes. Es un espacio que funciona como red de trabajo entre distintos colegas, de múltiples disciplinas donde establecimos una interlocución teórico-académica y de gestión. Con algunos de ellos durante la etapa previa a la gestión en el Estado, con otros durante la etapa estatal y con otros en los últimos años. Una cosa que reconoceré siempre a la gestión es haberme topado con gente increíble que la venía peleando en mucha soledad en las distintas provincias del interior del país y te aseguro que son mis héroes y heroínas porque han pensado, articulado, producido, enseñado y todo en soledad hasta que logramos articular eso a nivel nacional. Una buena parte de esos lazos son los que retomamos hoy en Territorios y también lazos con otros países, sobre todo a nivel regional, con proyectos comunes, pero también con países europeos y otras latitudes. Cuando dejé el Centro Ulloa, comienzo a trabajar en el Ministerio de Justicia de Brasil, intento aplicar junto a mis colegas brasileros la experiencia de políticas reparatorias con víctimas de delitos de lesa humanidad, intentando constituír el Proyecto “Clínicas del Testimonio” (surgido en gran medida de la articulación con el Centro Ulloa) en una política estatal en Brasil. Fue una experiencia impresionante. Ya comenzaban a avizorarse los avances del neoliberalismo acérrimo en la región y un poco orientados por esta advertencia, impulsamos la creación de la Red Latinoamericana de Reparación Psíquica bajo la idea de “cuando los Estados retroceden, quedan las redes”. Y a partir de la emergencia de los hijos e hijas de responsables de delitos de lesa humanidad, comenzamos a pensar qué implicaba esto en el campo de los derechos humanos. Sentimos una enorme responsabilidad en no aportar más a la confusión generalizada que la aparición de esta nueva “voz” traía aparejada y nos propusimos analizar con seriedad el tema. Intentamos correrlo del impacto cautivante que provoca esta inédita voz y pensar cuáles eran sus límites de entrada. Esto es algo que aprendí del psicoanálisis, los límites, el no-todo siempre marca un norte interesante. Es por esta razón que nos cruzamos con otra psicoanalista, Mariana Dopazo, la ex hija de Etchecolatz que hoy forma parte junto a Patricia Salvetti de una de las investigaciones que desarrollamos en Territorios Clínicos de la Memoria, acerca de los efectos de Genocidio y Filiación. Entonces hicimos una primera aparición pública sobre este tema desarrollando una mesa que aún vuelvo a escuchar y pienso que no todo está perdido en este país. Hay mucho resto para seguir.