Por: Julia Varela
Fotos: Helen Zout
Lavar la ropa, ir al baño, escuchar música, pelear, hablar de fútbol, fumar un porro, comer, pensar en la novia, calentar el agua del mate, recibir al abogado, hablar con la madre, que los hermanos cuenten de qué va el barrio, ver a los hijos, llorar, hacer chistes, mirar una peli en el televisor que le trajeron a otro, negociar con los policías, odiar, pensar, más que nada pensar.
En el piso. Quieto. Echado. Las piernas se duermen. La humedad y el frío se meten por los huesos y hacen doler. Y ahí, lavar la ropa, ir al baño, escuchar música, pelear, hablar de fútbol, fumar un porro, comer, pensar en la novia, calentar el agua del mate, recibir al abogado, hablar con la madre, que los hermanos cuenten de qué va el barrio, ver a los hijos, llorar, hacer chistes, mirar una peli en el televisor que le trajeron a otra, negociar con los policías, odiar, pensar, más que nada pensar. En el piso. En cuarenta metros cuadrados con otras diez personas.
Hasta que uno se pelea con otro y prende fuego un colchón.
–Yo pensé que me moría. Esa vez pensé que me moría.
Fue una tarde en la que el fuego consumió la Comisaría 1 de Avellaneda, donde Carlos estaba detenido. Un día cualquiera de los 210 que pasó adentro del calabozo, sucedió algo normal: uno se peleó con otro. Lo anormal fue que se prendió un colchón. Y las llamas.
Antes del 2005 los colchones donde dormían las personas detenidas en cárceles y comisarías eran de goma espuma. Después de la Masacre de Magdalena -ocurrida el 15 de octubre de 2005, donde 33 personas privadas de la libertad murieron asfixiadas y quemadas por un incendio-, una de las primeras medidas del Servicio Penitenciario Bonaerense fue comprar 25 mil colchones ignífugos para las 340 comisarías de la Provincia y capacitar a los agentes sobre cómo apagar incendios.
La tarde de aquel fuego en la Comisaría 1, los diez compañeros de calabozo de Carlos mojaron las remeras con el agua de la única canilla para no respirar el humo negro del plástico quemado, y no les quedó otra que gritar y esperar a que los sacaran. Esperar a que los oficiales abran la puerta, apaguen el fuego y los pasen a otro calabozo.
–Nunca fueron los bomberos. Cuando todo se calmó nos volvieron a meter en ese calabozo, lleno de hollín, con olor a quemado -recuerda Carlos, ahora, a Perycia.
Ocho pasos en línea recta y cinco hacia el costado. Cuarenta metros cuadrados podría ser un monoambiente. O un galpón de engorde para, tal vez, 300 pollos. O una huerta que le da de comer a una persona. O una casilla de madera. También puede ser un rincón sin ventanas en una comisaría para pasar siete meses detenido junto a otras diez personas que nunca jamás viste en tu vida.
–Salí pálido. Estuve siete meses sin ver el sol –dice Carlos.
Cuando estás detenido en un calabozo no hacés nada. Te despertás cuando todos más o menos todos se despiertan, porque empiezan a hablar y los tenés al lado, porque compartís el colchón con uno o dos, porque no queda otra. Y después, mirás una revista, tomás mate, comés lo que te llevan las visitas; si es que viven cerca, si es que te van a visitar, si es que tienen plata para comprar alguna cosa.
–Había un solo baño para todos. Que no es un baño, es un pozo y casi no hay agua. Por más que le tires lavandina o lo que sea, eso no sale –agrega.
Cuando entró en el calabozo de la Comisaría de Avellaneda, Carlos fue uno de los que engrosó la cantidad de detenidos en las comisarías de la Provincia de Buenos Aires, hace más de diez años. El problema sigue siendo alarmante, pero conviene repasar algo de historia.
En el 2001 el Centro de Estudios Legales y Sociales (CELS) había presentado un hábeas corpus ante la justicia en defensa de todas las personas privadas de la libertad en establecimientos superpoblados: la Provincia tenía una capacidad para 3178 personas, y en octubre de ese año había más del doble; 6364 privados de la libertad en lugares que no estaban habilitados. En el conurbano, 2068 plazas las ocupaban 5080 personas y el 75 % de los detenidos tenía prisión preventiva; es decir, no tenían sentencia firme.
–A veces negociaba con la policía, –dice Carlos–. Les daba un poco de plata y ellos me compraban un vino, me vendían porro, algo de cocaína. Vendían lo que le sacaban a otros pibes como yo, en la calle, cuando los detenían.
El hábeas corpus del CELS, se conoció como el “Caso Verbitsky”. Como el Tribunal de Casación Penal lo rechazó, pasó a la Suprema Corte de Justicia de la Provincia de Buenos Aires y después a la Corte Suprema de Justicia de la Nación. En mayo de 2005 dictó una sentencia: obligaba al Poder Ejecutivo de la provincia a mejorar la situación de las personas privadas de la libertad y debía adecuar las detenciones a las Reglas mínimas para el tratamiento de Reclusos de las Naciones Unidas.
Así todo, el 14 de diciembre de 2009, en el calabozo de la comisaría segunda de Lomas del Mirador, en La Matanza, había 18 personas pero el lugar tenía capacidad para diez. Los policías intentaron una requisa después de un rumor de fuga. Para evitarla, los que estaban detenidos prendieron fuego los colchones de goma espuma. Esa tarde murieron cuatro personas intoxicadas por monóxido de carbono, por la combustión del poliuretano.
En 2010 la Corte Suprema de Justicia volvió a pedir mejoras en las condiciones de vida de las personas privadas de la libertad. Y que, por ejemplo, se entreguen los colchones ignífugos. En mayo de 2011, durante la gobernación de Daniel Scioli y la gestión de Ricardo Casal en el Ministerio de Justicia y Seguridad de la Provincia, limitaron las horas de detención: nadie podía pasar más de 48 horas detenido en una comisaría a menos que un juez ordenara lo contrario. También cerraron 89 calabozos en toda la provincia.
Tres años más tarde, Scioli seguía siendo gobernador, pero el Ministerio de Seguridad pasó a manos de Alejandro Granados. En 2014, Scioli y Granados volvieron a habilitar, a través de la Resolución 642/14, los calabozos como lugares de alojamiento de detenidos.
El CELS interpuso, junto a otras organizaciones de derechos humanos, una medida cautelar que pretendía suspender la Resolución. Y el 15 noviembre de 2017 la Cámara en lo Contencioso Administrativa les dio la razón. En un fallo, decía que estar detenido en una comisaría no permitía la vida digna. Además era “imperioso” tomar medidas para cambiar la situación “ilegal de riego en la violación de derechos vigente a las personas detenidas en comisarías”.
El fallo ordenaba, además, que se deje sin efecto la Resolución 642/14; que no se alojen nuevos detenidos en comisarías y que las personas que estuvieran en calabozos sean trasladadas, paulatinamente, a cárceles. Además, le proponía a la Provincia iniciar un plan de audiencias para encontrar una solución.
«Mamá bení rápido que nos mata la Policía», decía un mensaje de texto. «Ana venite ya pa la comisaría que me van a matar se armó quilombo. Movete está prendida la comisaría, ya venite”, era otro. Los mandaron los pibes detenidos en la comisaría 1 de Pergamino a sus familiares el 2 de marzo de 2017. Los 19 que estaban detenidos en el calabozo 1 estaban castigados: los policías les habían negado salir al patio común. Pero en el calabozo 1 no podían moverse. Empezaron a reclamar. Frente a la inacción de los oficiales, uno de ellos prendió fuego un colchón. En las otras celdas había más gente. Al poco tiempo, la comisaría entera estaba en llamas. De los 19 detenidos, 7 murieron por asfixia.
«El personal de la comisaría Primera se mantuvo pasivo, impidiendo, demorando y obstaculizando las tareas de rescate de los bomberos voluntarios, para salvaguardar la vida de los internos que estaban a su cargo y cuidado», dijo en aquel momento César Solazzi, el juez de Garantías que llevó la causa e imputó a los seis policías que estaban en la comisaría esa tarde.
Durante la primera audiencia que el CELS y el Colectivo de Investigación y Acción Jurídica (CIAJ) tuvieron con funcionarios judiciales y gubernamentales, había un registro de 3.512 detenidos, pero las plazas disponibles eran sólo de 1.800. En abril, para la segunda audiencia, había 3732 personas detenidas. Había una superpoblación del 273%. Dos de cada tres personas dormían en el piso y muchos no tenían colchones.
“Somos 26 cuando hay lugar para 14. Estamos pasando hambre, no nos pasan ni un pan. Estamos sin luz y sin agua. Somos delincuentes pero tenemos derechos”, dijo Fausto a la prensa cuando terminó el motín de la Comisaría 3 de Merlo en enero de este año. Había 26 personas privadas de la libertad en un calabozo para catorce. Pero, además, esa comisaría tenía una clausura judicial: no podía ser usada como cárcel.
“Fui testigo de la superpoblación crónica que existe dentro del sistema carcelario. He visto grupos de diez o doce personas hacinadas, en espacios pequeños, sin acceso a baños y sin contacto con la luz del sol por varios meses”, dijo Nils Melzer, el Relator Especial de la ONU sobre tortura cuando estuvo en nuestro país en abril. “Es cuestión de urgencia humanitaria comprometer los recursos necesarios para mejorar las condiciones físicas de detención”, agregó.
Si bien las organizaciones habían pedido que los Ministros de Seguridad y el de Justicia, estuvieran presentes en la tercera audiencia, Cristian Ritondo y Gustavo Ferrari no asistieron “por cuestiones de agenda”.
“Se están construyendo nuevas comisarías, y las viejas se están refaccionando”, dicen fuentes calificadas del Ministerio de Seguridad de la Provincia a Perycia.
El día antes de la cuarta audiencia, el Ministerio de Seguridad de la provincia presentó datos. “Lo que presentaron confirma que la población detenida sigue aumentando, y que las comisarías clausuradas siguen funcionando como cárceles”, sostienen desde el CELS. Todavía no hay una fecha fija para la próxima audiencia. Pero en mayo Ritondo lo dejó claro: «Prefiero que los delincuentes estén adentro aunque estén apretados y no estén afuera perjudicando a la gente», había dicho.
Mientras tanto, los pibes siguen lavando la ropa, van al baño, escuchan música, se pelean, hablan de fútbol, fuman un porro, comen, piensan en la novia, calientan el agua del mate, reciben al abogado, hablan con la madre, los hermanos cuentan de qué va el barrio, ven a los hijos, lloran, hacen chistes, miran una peli en el televisor que le trajeron a uno, negocian con los policías, odian, piensan, más que nada piensan. En el piso. En cuarenta metros cuadrados con otras diez personas.