Ilustración: Gentileza Rodolfo Fucile
Por Laureano Barrera
Perfil publicado por Revista Anfibia.
Los pasos resuenan en la escalera del centro clandestino de detención, cada vez más nítidos.
— ¡Quique, Quique, tu mujer tuvo mellizos!
Rubio, percherón, de unos recios ojos claros, a Pablo se lo escucha entusiasmado. Convaleciente, vendada y esposada a los hierros de un camastro, esta tarde de abril de 1977, la mujer de Quique, María Rosa Tolosa, ha parido dos varones.
Los mellizos serán robados, apropiados por un policía de la federal y, dentro de más de veinte años, restituidos por la organización Abuelas de Plaza de Mayo. Pero eso nadie lo sabe.
Para eso falta.
Hoy, a pesar de todo, Enrique Reggiardo y Maria Rosa Tolosa fueron padres.
La feliz noticia la trajo el compañero Pablo.
La infancia de Claudio Grande no parece sombría ni extremadamente feliz. Lo dicen los testimonios orales indirectos, las actas judiciales y las cartas abiertas a la comunidad que el hombre difundió desde la cárcel. Nació el 3 de diciembre de 1951 en esos arrabales productivos de La Plata donde su padre se había instalado para trabajar la tierra.
La relación entre padre e hijo fue intensa: Claudio terminaría por conseguirle trabajo, lo contrataría en su veterinaria como ayudante y muchos años después, cuando el hombre se enfermase de cáncer, lo llevaría a vivir a su casa para que muriera en sus brazos y no en la cama de un hospital.
El veterinario tuvo al menos dos hermanos, un varón y una mujer: no se sabe mucho, apenas son un murmullo de su historia. Fantasmagorías que aparecen, alguna vez y por descuido, en las conversaciones de los últimos veinte años. Varias de sus clientas de años piensan que es hijo único. Todo lo que se sabe de ellos es que su hermana cursó en la vieja Escuela de Trabajo Social, y que el varón, según ha dicho él mismo, ha muerto en un accidente automovilístico en el año 2003.
Grande hizo sus estudios primarios y secundarios en La Plata. A los dieciséis años entró en mayordomía del Consejo de Ingeniería del Ejército. Se casó muy joven. En 1970, sin haber cumplido veinte años, inició un largo derrotero de bodas y divorcios con la madre de sus primeras tres hijas. Cuando estaba por graduarse, aún siendo un adolescente secundario, un principal del Ejército de apellido Podestá lo recomendó al Destacamento de Inteligencia 101. El momento exacto es difuso: se sabe que en 1974 Grande empezó a cursar en la Facultad de Ciencias Veterinarias, aunque las listas oficiales de la dependencia marcan como su fecha de ingreso diciembre de 1975.
El Destacamento 101 de Inteligencia del Ejército dependía de la Décima Brigada de Infantería de La Plata, pero reportaba la información obtenida por sus dobles agentes infiltrados en la calle y — dicen algunos sobrevivientes— en los interrogatorios bajo tortura, a dos estructuras militares: al Primer Cuerpo de Ejército, y al Batallón de Inteligencia 601. El personal civil que se incorporaba al Destacamento tenía un escalafón propio: Grande dice haber ingresado como IN16, Cuadro A2: redactor dactilográfico.
En ese puesto declaró haberse ocupado, sucesivamente, de las áreas gremiales y políticas: hacía seguimientos de cuántas fábricas funcionaban, cuáles estaban de huelga, y por supuesto, quiénes eran los revoltosos. Recibía información de la policía y la gobernación, y seguía de cerca los partidos políticos hasta que en 1976 fueron disueltos. Armaba estadísticas y hacía síntesis de prensa elaborando coeficientes con los temas más publicados en la prensa.
En febrero de 1977, se había ganado de sobra la confianza de sus superiores, tanto que le permitían que llevara su gato a la oficina. Cuando supo que necesitaban un mozo, se animó a proponer como candidato a su padre. Marcelino empezó el 12 de febrero, pero renunció poco tiempo después.
Grande congeniaba a la perfección su tiempo como estudiante universitario y espía del ejército. Con el aval de sus jefes militares, dejaba su puesto para cursar las veces que fuera necesario.
Treinta y cinco años después, en la Facultad de Veterinaria de La Plata, nadie quiere acordarse de que el hombre alguna vez existió. Roberto Acosta, que entró a la facultad en 1970, dirá que lo conoció un poco pero nunca sospechó de sus ocupaciones extracurriculares. Diego Sánchez Viamonte, que ha dirigido el área de zoonosis de la Municipalidad de La Plata y tiene un hermano y una nuera secuestrados, contestará por teléfono que no lo recuerda, que tal vez si viera una foto.
La única referencia la dará Luis Orlando Perea, un camarada del Destacamento 101 imputado en la misma causa que Grande. Perea dirá que era un chico obstinado en sus estudios, que en las propias oficinas del Destacamento mostraba las rarezas del oficio manipulando cadáveres de animales.
La Plata, con algo más de medio millón de habitantes, fue una de las ciudades argentinas más devastadas por la represión ilegal del gobierno militar que entre 1976 y 1983 secuestró, asesinó y desapareció a 30.000 personas. En la región, se produjeron más de 2.000 secuestros. La logística represiva consideraba a la ciudad como un foco de riesgo, por dos razones: concentraba el aparato burocrático-administrativo de la provincia más poblada del país y tenía una de las Universidades más prestigiosas, donde el activismo político era intenso.
Para terminar con estos “nidos de subversivos”, como los llamaban, el régimen reclutó hombres de extrema confianza. A mediados de 1976, Guillermo Gilberto Gallo, que había sido decano de la facultad de Veterinaria, asumió la Rectoría de la Universidad Nacional de La Plata. Desde entonces, los vínculos entre el Rectorado y las fuerzas de seguridad fueron más que fluidos: se requerían nombres, números de documento, domicilios y fotografías de los alumnos que eran girados a las autoridades policiales y militares. Según los archivos de la Universidad, durante la dictadura, en la capital provincial hubo 765 estudiantes y docentes asesinados o desaparecidos.
Bautista Corpaniti no se llamaba así. Pero su hermana, entrevistada en esta nota, pidió reserva de identidad: que no se supiera su nombre ni su apellido, ni el de su hermano. A ella, la bautizamos como Catalina. A él, le diremos Bautista. Baustista estudiaba antropología y militaba en la Juventud Peronista, el frente juvenil de la guerrilla peronista. Tenía veinte años. El 5 de febrero de 1977, caminaba por una calle céntrica con un amigo. De golpe, se abrieron las puertas de un auto sin patente y varios hombres con camperas de cuero y armas largas les dieron la voz de alto. Los jóvenes apuraron el paso: su amigo se mezcló entre el gentío que salía del cine y se salvó. A Bautista lo alcanzaron. Desde la ventanilla de un colectivo, una amiga de su hermana vio como lo subían al auto de los pelos. No lo encontraron nunca más.
Un día de 1992, luego de haber decidido dejar atrás la noche funesta del viejo Cine San Martín y no recordar más la desaparición de su hermano, Catalina Corpaniti encuentra en la calle un perro con sarna. Le pesa demasiado la desproporción entre el suyo, que duerme tibio en la casa, y ese cuzco de mirada lastimera. Una mujer que pasa caminando le habla de una veterinaria muy humilde: queda cruzando los galpones abandonados del ferrocarril, en el barrio Hipódromo. Le dice que lo puede llevar ahí, para que lo cuiden hasta que se recupere.
Catalina lo lleva. El hombre detrás del mostrador, un cuarentón rubio de ojos profundos, se muestra dispuesto a ayudarla. El local es una sala pequeña y desangelada, casi sin luz natural, con los rincones de las paredes manchadas por la humedad y tres caniles al fondo. El veterinario le explica que en otros dos ambientes pegados a ése, igual de carenciados, vive él: Claudio Grande, mucho gusto.
Después de saludarlo, Catalina piensa que ha sido un buen debut como benefactora de animales. A ese rescate lo siguen otros. Siempre, o casi siempre, en todos los años que asista a animales callejeros, volverá a esta humilde veterinaria para que Claudio los trate: no cobra casi nada y ella sabrá –como lo saben ahora el resto de las mujeres proteccionistas– que no hay mejor veterinario que él.
A contraluz de la resolana matutina, dos hombres jóvenes con gorras de visera y borceguíes cruzan la puerta de la veterinaria. Los siguen un hombre y una mujer de traje, y dos oficiales de justicia. No pueden ser un buen presagio: esas ropas no son las apropiadas para este pegajoso día de verano.
— ¿Claudio Raúl Grande?
— Soy yo.
— Tiene que acompañarnos. Está acusado de haber cometido crímenes de lesa humanidad.
El hombre de 58 años no pregunta por qué. No insulta ni se enfurece. Cuando los oficiales lo apresan no arma ningún revuelo. Si algo se ha desatado, bulle por dentro. Parco como casi todas las mañanas de los veinticinco años que lleva en el oficio, con voz afelpada y serena, Claudio Raúl Grande prefiere pedir:
— Por favor, no me saquen esposado.
Mientras estaciona, Adriana, la bioquímica que analiza la sangre de las mascotas de la veterinaria, ve una camioneta de la policía y dos patrulleros cortando diagonal 80. Adentro, la laboratorista encuentra al veterinario rodeado por su joven ayudante, los dos funcionarios de la justicia y dos policías.
— ¿Puedo ayudarte en algo? —alcanza a preguntarle.
Sin perder la compostura, el veterinario pide que lo dejen buscar en la heladera el tubo con la muestra de sangre de un perro que, como habían pactado por teléfono el día anterior, ella pasaría a retirar.
Claudio Grande sale escoltado de cerca por los oficiales de la Policía de Seguridad Aeroportuaria que desatendiendo los pasos del protocolo, lo llevan sin esposas. Afuera esperan más efectivos, las patrullas, el camioncito en marcha con las sirenas titilando y algo peor, la curiosidad del barrio. Estudiantes universitarios, apostadores que salen del Bingo y jubilados de boina vasca y bombacha de campo se han convocado frente a la puerta de su local. Grande camina los siete metros que lo separan del patrullero mirando las baldosas flojas, como si lo hubieran sacado desnudo de un prostíbulo.
Son las 10:45 del miércoles 17 de febrero de 2010 cuando el convoy ululante que llegó a buscarlo abandona el barrio. Nadie entiende cómo puede ser que se hayan llevado detenido al bueno de Claudio Grande.
Adriana, la bioquímica, se abre paso entre la gente. Encara al joven asistente, que mira con cara de nada en el vano de la puerta.
— ¿Qué pasó?
— Tienen que resolver un trámite judicial.
Los días que siguen, el socio de Grande y el dirigente de la Obra Social de Veterinarios de la provincia, Mario Fregosi, colega y amigo, abrirán y cerrarán el negocio a la hora de siempre. Sin embargo, la noticia gateará de boca en boca, correrá por teléfono, volará en internet.
Las escuetas crónicas periodísticas de esos días dirán que durante la dictadura Claudio Grande actuó como Personal Civil de Inteligencia del Ejército. El teléfono del consultorio no parará de sonar. Los foristas virtuales de las asociaciones proteccionistas lo absolverán: una mujer exigirá que se haga justicia y pedirá que alguien limpie su buen nombre y honor. Otra, lo invitará a esperar a la Justicia de Dios, la única verdadera, y prometerá orar por él. Todos destacarán su espíritu solidario y humano, y ratificarán su pericia profesional.
Estamos para lo que necesites. Eso le dirán.
Un día de 1982, mientras el general Leopoldo Galtieri manda a colimbas a recuperar las Islas Malvinas, en las oficinas del destacamento hay un brindis: Claudio Grande ya es veterinario. El título profesional llega con el ofrecimiento de trepar en el escalafón hasta C3, el grado de los agentes de calle, y aumentar el sueldo. Grande acepta. La represión más cruda ha pasado. Recibe, como todo C3 que se precie, un nombre de cobertura. En base a su nueva identidad, ya tiene un par de documentos apócrifos, aportes jubilatorios y asignación por hijos. “En su legajo se consignaba también la contraprestación. Decía que debería seguir infiltrado en organizaciones de izquierda de la facultad”, comenta una fuente judicial que pide reserva.
Según registros oficiales, Grande se desvincula del Destacamento en 1987. Para ese entonces, han nacido sus primeras tres hijas y es posible que se haya divorciado. Habrá al menos otra esposa más: una oficial de policía con la que tendrá a su cuarta hija.
Todas sus clientas dicen que la relación con las hijas es buena. Que la menor lo ayuda en la veterinaria, que él les da lo que puede cuando lo necesitan y que, de vez en cuando, algún fin de semana, todos juntos se van a pescar.
A fines de los ’80, Claudio Grande comienza a vincularse con las asociaciones proteccionistas. Las hazañas médicas y quirúrgicas de su carrera profesional se suceden en boca de las clientas, una y otra vez, como una leyenda: a las tres de la madrugada, Claudio operando a Firulai, la perra de Sonia que acaba de ser atropellada. Claudio en su camioneta, bajo un aguacero colosal, con sus botas de goma amarillas en medio del riacho en que se ha transformado la calle para atender un animal. Claudio llevando a las ocho de la mañana a una enferma de cáncer al hospital. Y más.
Hasta que esa mañana de verano los dos hombres de gorra y borceguíes lo vengan a buscar, en el barrio todos pensarán que Claudio es un muy buen tipo.
Hasta esa mañana, todos.
Luego: la mayoría lo seguirá creyendo.
— Claudio es el amor de todas las proteccionistas —dice Sonia.
Rubia, retacona, lleva puestos pantalones deportivos negros y zapatillas con cámara de aire, y mueve las manos pecosas con frenesí.
— Es un buenazo. Un tipo que no puede ocultar nada porque es un tramposo tonto: siempre se le descubrió todo.
Sonia conoció a Catalina hace más de diez años, cuando se cruzaron en una de las asociaciones proteccionistas. Después fundó su propia asociación: el Grupo Proteccionista Amigos.
— Mi obligación moral es respetar más la vida de los animales que la nuestra, porque esta vida no se puede defender. Los hombres somos la única especie que depredamos contra nosotros mismos. Yo tengo un dicho: el día que desaparezca el hombre, la naturaleza va a volver a respirar.
Roberto Acosta, el esposo de Sonia, es el otro veterinario —aparte de Grande— que trabaja con las cinco asociaciones protectoras de animales que hay en la ciudad. La veterinaria es modesta y está decorada con pósters de animales y cuadros de las asociaciones destacando su labor desinteresada.
Una tarde, Catalina llevó a Sonia a la veterinaria a comprar una bolsa de alimentos para el gato. Allí se conocieron. Seis meses después, vivían juntos.
Roberto dice que en la facultad a Claudio Grande lo conoció poco y que nunca notó nada raro. Que después compartieron clientes porque son los únicos de su generación que trabajan con asociaciones.
— Él entró de muy joven a trabajar con los militares. Por ahí le dijeron “pasame el dato a ver quienes son los revoltosos en veterinaria” y los pasó. Quizás mandó al frente a alguno, terminó la dictadura y se dio cuenta de que había hecho cagadas. Todo el mundo tiene en su pasado algo que borrar.
Como Roberto, como Sonia, en el foro de los proteccionistas la mayoría lo ha indultado. Quizás porque no conocen los detalles, o porque después de tantos años no los necesitan. Tres sobrevivientes que estuvieron secuestrados en 1977 en La Cacha, una cárcel clandestina que funcionó en una zona semi rural de La Plata, creen haber reconocido a Claudio Grande en una foto de su legajo universitario. Lo han visto con dieciocho años, el jopo batido y las patillas finas bajando más allá de la oreja, a lo Elvis. Han prestado atención al bigote despoblado, fino como una anchoa, que excede las comisuras de la boca, y a esos ojos helados, grises y hondos, que brillan como dos gotas de mercurio. Han dicho, posando el dedo sobre el cuaderno de sospechosos: éste es Pablo, uno de los guardias del chupadero.
Sonia pasa el mate.
— Todas pensamos lo mismo. Que le hayan dicho: che, pibe, llevále este plato de comida a esos presos. Yo no digo que no haya, pero desconfío de las víctimas que ahora los están reconociendo. Algo hicieron. No eran nenes que usaban pañales. Si no estabas metido en algo, no te pasaba nada.
Hace seis años, Catalina Corpaniti abandonó su participación activa en la organización protectora de animales. Dice que tuvo que ponerle un freno. Que debió buscarse otro hobbie para desviar su compulsión por las mascotas: “Se te escapa de las manos. Terminás pirucha como algunas que se dedicaron toda la vida a esto”.
De aquellos tiempos, conserva recuerdos entrañables, varios disgustos y doce perros que despierta religiosamente antes de sentarse a desayunar.
Cuando por el foro proteccionista se enteró lo de Claudio, no quiso creerlo. Luego, pensó en aquella tarde, una visita de rutina, en la que le había hablado de su hermano. Grande palpaba el vientre preñado de la perra mientras ella hablaba de Bautista, los agarrones con su padre discutiendo el peronismo al que terminaría por entregarle la vida.
Y Grande, ahora lo recuerda nítido, nada: asintiendo mudo, con un ademán inexpresivo.
A pesar de todo, Catalina no siente rencor. Prefiere desconfiar y esperar. Con la secreta esperanza de que se hayan equivocado de sospechoso. Con la esperanza de que Claudio Grande siga siendo el buen hombre que era cuando nadie sabía nada.
La investigación judicial que desembocó en la detención de Grande y de otros once acusados, empezó hace siete años, cuando se reabrieron en Argentina los juicios por crímenes de lesa humanidad.
La Cacha funcionó entre diciembre de 1976 y octubre de 1978, en Lisandro Olmos, dentro de un predio que pertenecía al Servicio Penitenciario Bonaerense. Los autos de los Grupos de Tareas salían de noche a secuestrar a sus objetivos, con el área liberada por la policía: entraban al predio por un corto camino de tierra.
El campo de concentración se montó en dos edificios abandonados que habían pertenecido a Radio Provincia de Buenos Aires. La construcción principal tenía tres niveles: un sótano muy grande, en el que había un enrejado, carreteles de cables y algunas maquinarias; una planta baja con baño, cocina y una habitación para los guardias y un salón amplio desde el que se accedía a dos habitaciones que llamaban “cuevitas”. Además, había un tercer nivel, con piso de mosaico y ventiletes, donde tenían encadenados a los presos clandestinos. A quince metros de distancia, estaba la sala de los tormentos: una puerta de metal, un elástico, una mesa, una silla, y ganchos en una pared decorada con las manchas y el olor agrio de la sangre. Hay quienes mencionaron, también, una casa rodante donde se hacían interrogatorios a cara descubierta.
Los verdugos la llamaban La Cacha Superstar.
La Justicia ha podido comprobar que allí estuvieron secuestrados más de doscientos jóvenes. Sólo la tercera parte sobrevivió.
Funcionaban cuatro guardias rotativas –de cuatro hombres por lo general- que los sobrevivientes pudieron distinguir muy bien: una de la Marina, el Regimiento 7 del Ejército, el Servicio Penitenciario, y los Servicios de Informaciones del Ejército (SIE), con sede en el Destacamento 101.
Pablo integraba esa guardia. Los sobrevivientes lo recuerdan –algunos han podido sacarse la venda y verlo- como si fuera hoy: el pendejo rubio, percherón, de recios ojos claros que, él se lo había dicho a algunos cautivos, estudiaba Veterinaria. Los sábados promovía pequeños fogones en el centro clandestino, con la guitarra robada durante un secuestro, y cantaba con los condenados canciones de folklore, Joan Manuel Serrat o Mercedes Sosa. A veces se paseaba por fuera de las celdas con un ovejero alemán. La tarde del 27 de abril de 1977, Pablo bajó corriendo al sótano, gritó:
— ¡Quique, Quique, tu mujer tuvo mellizos!
A los pocos días, Enrique Reggiardo y Maria Rosa Tolosa fueron trasladados.
De ellos, nunca se supo más nada.
En 2010, los investigadores judiciales llegaron a la conclusión que La Cacha había sido conducida operativamente por el Destacamento 101. Y algunos testimonios aseguran que su personal militar no sólo recopilaba información, también salía a secuestrar y presenciaba los interrogatorios y las torturas. En los legajos del personal civil del Destacamento, hasta entonces considerados simples mozos o escribientes, aparecían cursos de inteligencia, contrainteligencia, subversión, contrasubversión, explosivos y técnicas de maquillaje, apertura de cerraduras, fotografía y dactiloscopía. Como sabían que algunos habían sido estudiantes universitarios, pidieron a la Universidad las fotos de varios alumnos de aquella época.
Durante su declaración indagatoria, dos días después de su detención, el veterinario repetirá una y otra vez (lo hará en tres cartas abiertas a la comunidad) que se trata de una confusión, que él no es la persona que muchos dicen haber visto en La Cacha. Ahora está preso en Marcos Paz, a la espera del juicio oral que develará si Claudio Raúl Grande también fue Pablo, si integró o no, en su lejana juventud, las milicias del inframundo.
En las declaraciones, varios de los sobrevivientes de 1977 dijeron reconocerlo.
— A excepción del pelo, es quien en el centro clandestino de detención se hacía llamar “Pablo” —le dijo una mujer al juez.
— Esta es una de las personas que puedo haber visto en la Casa Rodante —dijo otra.
Al ver la foto, una tercera mujer, que hacía treinta y tres años había estado detenida en La Cacha, se puso a llorar.
Luego, con la mirada perdida, después de unos segundos de silencio y como si recordara algo, dijo:
— Ésa es la cara de hijo de puta que quiero ver desde hace treinta años.