Publicada: 20 /03/19
Lo primero que siento con el 24 de marzo es que se conmemora una fecha que, en realidad, debería conmemorarse todos los días desde el golpe de Estado de 1976, o sea, desde hace 43 años. Tenemos la necesidad de reafirmar la lucha y el trabajo sobre ese pasado oscuro. Y más hoy, donde el gobierno de turno va a contrapelo de la Memoria, la Verdad y la Justicia. Dicha consigna debería tener una vigencia mayor. No hay que claudicar los esfuerzos: es en estos tiempos difíciles para la lucha de los derechos humanos donde sabemos quiénes están de un lado y quiénes están del otro.
Hay que tener memoria para no repetir, y eso no significa que el poder vuelva a usar los mismos métodos que la dictadura cívico militar. Pero sí encontramos en el macrismo los ecos y las resonancias en torno al disciplinamiento social y al borramiento del otro. La memoria debería estar más activa que nunca, y ése es el desafío, porque cuando aparece la respuesta colectiva se alza una intensidad que produce efectos multiplicadores. Ya lo vivimos en la marcha por el 2 por 1.
Entonces, creo, de eso se trata la resistencia. Y así lo vivo personalmente después de dos años de pasar de lo privado a lo público, de haber ingresado en la vida pública, de aferrarme con mucha fuerza a lo colectivo después de tanta soledad.
Desde el momento donde mi testimonio se hizo público, esos procesos ya no son solamente íntimos: se articulan en lo cotidiano con protagonistas de la lucha colectiva, con aquellos y aquellas que una se encuentra en la calle y en los espacios políticos en común.
La irrupción de las voces de los hijas e hijos de genocidas, inesperada por la sociedad, ha tenido una recepción positiva. Es una voz colectiva inédita, y son esos actos de hijas e hijos, sobre todo mayormente de hijas, que son las que encabezan la lucha, los que se afirman en contraposición al horror.
Es un acto definitivamente ético, y lo que demostramos es que hemos ido más allá de un padre: implica un trabajo psíquico enorme, es desandar las coordenadas de una tradición, que es la tradición familiar, sostenida por mandatos de silencio. Eso es lo que desobedecemos. Y ése el gesto político.
La corporación patriarcal hace pactos. Los niños reciben mandatos. Entonces romper con ese silencio de tantos años implica poder pasar a otra cosa. Y por eso es que, mientras los distintos colectivos de hijos e hijas de genocidas se afirman en el tiempo, también siguen apareciendo cada vez más voces que repudian el accionar de sus padres represores.
La gran transformación es cuando uno toma conciencia que porta un apellido que no lo representa como ser humano. Etchecolatz no era un enfermo, era un tipo cruel que estuvo al servicio de una maquinaria del horror. Con un tipo así, o sos sumiso, o te enfrentás. Yo elegí enfrentarlo y cambiar mi apellido, desheredarme. Por eso me afirmo como ex hija de un genocida. Y es lo que ocurre cada vez más en otros hijos e hijas.
En definitiva, se trata de comprender cómo esos genocidas fueron parte de una maquinaria estatal que consolidó el exterminio del otro. Somos pura potencia. Ninguna tibieza. No hubiéramos logrado esto con tibieza, teníamos figuras demasiado potentes para confrontar. No más impunidad para esos seres que habitaron la crueldad, que quebraron un engranaje social. No permitamos que se borre la marca del horror, sigamos luchando por justicia, no dejemos que este gobierno arrase el tejido social con su máscara democrática.