25/02/2020
Viernes por la tarde en la quietud de Arturo Seguí. Las luces de un patrullero estacionado sobre una de las intersecciones de ingreso al pueblo son una de las pocas cosas que parecen moverse. A lo lejos, en la depresión del terreno frente al destacamento policial, una mujer le patea una pelota a su hijo, con suavidad y dirección, para que él se la devuelva. Un poco más allá, dos hombres tienen la cabeza y medio cuerpo metido adentro del motor de un auto y dos señoras sentadas en sillas plásticas esperan que abra un negocio.
A pocas cuadras de ahí, en la zona del “Bajo”, algunos adultos y niños corren alborotados hacia un camino angosto y silvestre a la orilla del arroyo San Juan. Un hombre sacude los brazos dando indicaciones. Se escucha la sirena de un móvil policial y los vecinos salen a mirar la escena detrás de las rejas de sus casas.
—Bienvenidos al incidente nuestro de cada día —dice alguien.
Los aplastantes 43 grados de sensación térmica de los primeros días de febrero no detuvieron a Andrea Gómez, que recorrió ida y vuelta en un micro de línea local los casi 30 kilómetros que separan su casa del cementerio platense, ubicado en la localidad de Los Hornos. Vive en Arturo Seguí, en una casa de techo bajo similar a todas las viviendas de la zona conocida como “El fondo”. En su interior, al lado de la ventana que da a la calle, un letrero dice “Virgen de Luján, protege y cuida nuestro hogar y mi familia”. La imagen de la virgen patrona de Argentina se multiplica por todo el pueblo y aparece en paredones, plazoletas y en los frentes de las casas.
Andrea fue al cementerio porque ahí está enterrado, desde hace muy pocos días, su hijo Lucas. Va a verlo cada vez que puede. Algunos días aprovecha y pasa por la Unidad Fiscal de Investigación (UFI) N° 11, a cargo del fiscal Álvaro Garganta, para preguntar si atraparon a uno de los sospechosos de asesinar a Lucas, que se dio a la fuga. Cuando vuelve, le pesa el cuerpo.
Desde la noche del 20 de enero, cuando mataron a Lucas, Andrea no puede dormir ni estar sola en su casa. Espera que vuelva, por eso lavó su ropa y ordenó su habitación.
—Pero sé que no va a pasar —dice, y sus ojos verdes se ponen vidriosos—. Ahora le tengo que llevar flores al cementerio.
Lucas Fernández tenía 26 años y un hijo de 7. Trabajaba haciendo pozos para piscinas. Esa noche, después de jugar al fútbol, se había quedado charlando en la puerta de la casa de Galván, un amigo. A las 23.20 le mandó un mensaje a su mamá para avisarle que en un rato volvía.
Frente a esa casa paró un Volkswagen Vento del que bajaron Camila Pérez, policía de la ciudad de Buenos Aires (CABA), Daniel Pérez, su hermano, Fernando Ramírez, pareja de Camila y policía bonaerense, y una cuarta persona no identificada, todos fuera de servicio. Buscaban a Dieguito, un pibe que ese día, en un episodio violento, le habría robado una bicicleta a Daniel.
Dieguito estaba dos casas más allá, pero los policías insistieron con que estaba ahí. Discutieron hasta que Ramírez tomó el arma de Camila y disparó al menos cinco veces. Le dieron a Lucas, a Galván y a un perro, que cayeron al suelo.
—¿Querés más, hijo de puta? —les gritaban, mientras les apuntaban. Luego huyeron.
Una amiga de Lucas llamó a Andrea Gómez a las doce y media para avisarle que su hijo estaba mal. Lo habían llevado a la sala de primeros auxilios del pueblo pero como no había ambulancia, un vecino lo cargó en su auto para trasladarlo al Hospital San Roque de Gonnet, ubicado a media hora de allí. A poco menos de mitad del recorrido lo pasaron a una ambulancia y, después de dos paros cardíacos, falleció en el hospital. Galván se salvó.
Las pericias fueron realizadas por la misma Policía Bonaerense. Según los vecinos, entre ellos estaba uno de los que está implicado en la muerte de Lucas y en la escena del crimen ni siquiera levantaron todos los casquillos. La causa fue caratulada como “homicidio agravado por el uso de arma de fuego y lesiones graves” y solamente está detenida la policía de CABA, Camila Florencia Pérez.
Diez días después del asesinato, desde el Ministerio de Seguridad a cargo de Sergio Berni convocaron a una reunión a la familia de Lucas y a los abogados que los están acompañando, miembros de la Asociación Miguel Bru. En esa oportunidad, Berni dio información sobre la búsqueda para detener al policía presuntamente homicida, el oficial Fernando Ramírez, que cumple función en la Brigada de Berazategui y que, a más de un mes del crimen, aún se encuentra prófugo.
De esa reunión también participó el jefe de la Policía Bonaerense, el comisario general Daniel García, quien se puso a disposición de la familia y les entregó una tarjeta de contacto. Les dijo que podían llamarlo por cualquier novedad.
—Al otro día lo quise llamar y no daba tono —dice Andrea.
—Quisieron mandarnos conformes para nuestras casas —completa su hermano.
A Lucas lo mataron de dos disparos en la espalda por una bicicleta robada, pero las balas no eran para él. Después del velorio, algunos familiares de Lucas entraron a la casa del pibe que había robado la bici y que vivía junto a su novia, les juntaron las cosas y llamaron a un flete. Los echaron del barrio y del pueblo, y les tomaron la casa. Un familiar de ella quiso recuperarla y atacó a uno de los tíos de Lucas a machetazos en la cara. El herido se la devolvió unas horas después metiéndole cuatro tiros.
—¿Vos te pensás que a mí alguien me vino a allanar la casa? —dice un familiar de Lucas, sentado de espaldas a la imagen de la Virgen de Luján—. Un tipo cae con cuatro tiros al hospital y nadie viene a averiguar nada. Acá nadie va a hacer nada. Está todo liberado.
En 1904 el secretario del Senado de la Provincia, Arturo Seguí, adquirió junto a Francisco Bertoletti 72 manzanas de un terreno en “Nueva Villa Elisa”, cerca del paraje conocido como “Empalme Pereyra”. En 1928, el Ferrocarril del Sur que unía La Plata con Avellaneda, inauguró una estación en tierras de Seguí, por lo que pasó a llevar su nombre. El pueblo, de producción principalmente frutihortícola, comenzó a crecer de forma lenta.
Para 2017 Arturo Seguí contaba con 16 mil habitantes que al día de hoy se distribuyen en cuatro barrios o zonas: el casco histórico, habitado por familias tradicionales de perfil rural; “El Bajo”, a la vera del Arroyo San Juan, donde está el Puente de Fierro; “El Fondo”, cruzando las vías del tren; y los tres barrios PROCREAR, de organización comunitaria y vecinal, un poco más alejados del centro del pueblo.
La población va creciendo exponencialmente y varios vecinos notan que no hay sostén estatal ni políticas públicas que acompañen. Los asaltos y robos ocurren a cualquier hora del día y con altas dosis de violencia; por eso hay quienes decidieron organizarse, como en el Far West, haciendo circular por grupos de WhatsApp las fotos de los adolescentes que los perturban, autorizando una especie de cacería.
En “El Fondo” la toma de terrenos y de viviendas es un hecho casi cotidiano y siempre debe quedar un familiar al cuidado del hogar. Como el Estado no interviene en ninguna de sus formas, los vecinos establecieron una especie de sistema paralelo de resolución de problemas, con el aval de una parte de la comunidad: lo solucionan incendiándoles la casa a los usurpadores.
La presencia policial es satelital y depende de la Comisaría N° 12 de Villa Elisa, una comisaría “totalmente viciada, hace años”, en palabras de los vecinos. El año pasado, lo que era un reclamo frente al destacamento policial para intentar darle fin a la seguidilla de robos en la zona terminó en un enfrentamiento entre los manifestantes y la policía, que disparó balas de goma y gases lacrimógenos. El saldo fue un agente herido de bala, varios patrulleros dañados y el problema sin solucionarse.
Según cifras oficiales, al 20 de febrero hubo 17 crímenes en La Plata: 6 víctimas por arma blanca, 9 por arma de fuego, una incinerada y una por golpizas. De esos 17, dos tienen vinculación con Arturo Seguí: el asesinato de Lucas y el de Franco Iván Coronel, de 15 años, baleado en la madrugada del 16 de febrero a la salida de una fiesta en el Club Curuzú Cuatiá, cuando intentaba recuperar su visera. Por el crimen de este adolescente detuvieron a un pibe de su misma edad, con domicilio en Arturo Seguí.
—Acá lo que pasa es que faltan oportunidades —dice Pupi Morano, trabajadora social del pueblo—. Una ve a los pibes haciendo nada, y vas y les preguntás “¿qué hacen?” y te dicen “nada”.
A inicios de 2019, un comunicado de la CTA reflejaba que en la órbita de la Dirección de Niñez y Adolescencia, en toda la región de La Plata había 42 trabajadorxs, entre abogadxs, psicólogxs, trabajadorxs sociales y operadorxs de calle, para cubrir la demanda de 16.300 familias. En Villa Elisa, el servicio local debe atender los problemas de Arturo Seguí, El Rincón, City Bell y El Peligro, unas 1.300 familias, y cuenta con tres profesionales y dos operadores de calle.
—Hay delegación, y un delegado que es casi una sombra. Va en horarios dónde se asegura que nadie lo encuentra y cuando hay quilombo desaparece —dice sobre una militante territorial que prefiere no ser nombrada. Se refiere al delegado Luis Miranda—. Ni siquiera es un mal tipo. Es un pobre tipo sin ningún poder de decisión, sin recursos y un accionar respecto a políticas públicas muy básico.
La delegación municipal de Seguí, como en el resto de los barrios, es el engranaje de un sistema obsoleto: antiguos enclaves del intendente de turno sin recursos, que se limitan a cortar el pasto y limpiar zanjas, sobre todo durante las campañas electorales.
—Imagináte si no tienen nada en las delegaciones del centro, como Tolosa, lo que es acá en Seguí —dice la mujer militante.
Algunos espacios funcionaron históricamente como de contención y reunión de lxs vecinxs: las escuelas primaria y secundaria, el Centro de Fomento “El Progreso”, la Sala De Primeros Auxilios N°11, y la Liga Infantil de Fútbol del club ADAS, un club separado por una medianera del Destacamento Policial que en agosto de 2019 fue desvalijado sin que nadie lo notara.
A estas organizaciones, se sumaron otras de promoción de propuestas y actividades sociales: la Biblioteca Mafalda y Libertad, y La Casita, que pertenece al programa nacional Cuidadores de la Casa Común, donde también funciona la escuela secundaria para adultos.
En 2007, en una conferencia en la Universidad de Rosario, la psicoanalista, socióloga e intelectual argentina Silvia Bleichmar se preguntaba: “¿Por qué uno cumple la ley? ¿Por qué uno acepta las normas? Porque sabe que pierde algo a cambio de algo que va a ganar. Uno renuncia a goces inmediatos proyectando su futuro. La violencia es producto de las promesas incumplidas y de la falta de perspectivas de futuro”.
En La Casita, dos mujeres sentadas alrededor de una mesa planifican las actividades a llevar a cabo en la primera parte del año y puntean en un cuaderno posibles proyectos para conseguir financiamiento. Por momentos, llega en oleadas el olor a la pintura con la que están coloreando las paredes de la sala contigua. Afuera, los niños dibujan el suelo con tizas, trepan a los juegos y riegan la huerta. Para que lo que arrase con Arturo Seguí sean propuestas de vida, y no de muerte.