Publicado 5/5/2020
—Tranquila, vieja, que acá estamos bien. Nos estamos cuidando todos entre nosotros, mirá, estamos todos, acá está el Ariel, estamos todos arriba del techo. Allá están los pibes, mirá, filmalos a los pibes. Quédense tranquilas, familias, ganamos la cocina, tenemos para comer, todo.
Un grupo de jóvenes en la Unidad N° 23 de Florencio Varela se filman desde el techo de la cárcel en plena protesta, intentando transmitir tranquilidad a sus familias. Luego se despiden con dos pedidos: “Llamen a derechos humanos”, “oren por nosotros”.
Hasta hace unos meses, bajo el Proyecto de Extensión universitario de educación en cárceles, desde la organización “Atrapamuros” realizábamos talleres en distintas unidades penales del país. Como el resto de las actividades educativas, quedaron suspendidos. Cuando se habilitó el uso de teléfonos celulares en cárceles, a principios del mes de abril, retomamos la comunicación con compañeros y compañeras privadas de la libertad: a diario nos cuentan experiencias sobre la difícil situación de las unidades penitenciarias, la falta de visitas y, entre otras cosas, el cambio que implicó poder usarlos: “tener comunicación nos brinda un acercamiento con nuestras familias, porque también somos madres, hijas, hermanas y esposas”, nos contó Sara, una mujer detenida en la Unidad N° 33 de Los Hornos.
Los celulares no sólo les permitieron comunicarse con las familias en un contexto de restricción de visitas por la pandemia del COVID-19. Fue un factor clave para lograr, también, la difusión de las condiciones habitacionales de las unidades penales, la visibilización de los reclamos y el registro de las violaciones cotidianas a los derechos humanos, planteando debates urgentes acerca de las problemáticas estructurales en las cárceles.
Ninguna cárcel está preparada para una pandemia
En las últimas semanas, agentes penitenciarios de Campana, La Plata y Devoto fueron confirmados como casos positivos de COVID-19, sumándose a múltiples casos sospechosos. Las personas privadas de la libertad venían advirtiendo sobre las escasas medidas sanitarias tomadas por parte del Servicio Penitenciario y la falta de insumos de higiene necesarios para seguir las recomendaciones del Ministerio de Salud para prevenir el contagio del virus. Incluso la Corte Interamericana de Derechos Humanos (ONU) y la Organización Mundial de la Salud (OMS) alertaron sobre la necesidad de descomprimir la sobrepoblación, porque en las cárceles seguir un protocolo de prevención es casi imposible.
Las protestas ante casos de COVID-19 confirmados en cárceles fueron como una olla a presión que se destapó. En Santa Fe, estas protestas concluyeron con la muerte de un preso en Coronda y de cuatro en Las Flores. En la provincia de Buenos Aires, produjo protestas en el Complejo de Olmos y en la Unidad N° 10 de Romero, y huelgas de hambre pacíficas en la N° 12 de Gorina, N° 33 de Los Hornos, N° 31 y N° 24 de Varela, N° 48 de San Martín, N° 39 de Ituzaingó, N° 27 de Sierra Chica y N° 41 de Campana. A su vez, en la Ciudad de Buenos Aires hubo una fuerte protesta en los techos de la cárcel de Devoto, donde se confirmaron casos positivos de COVID-19 en al menos dos detenidos y cuatro penitenciarios. Actualmente, casi mil presos de esa unidad penal están en condiciones de terminar su condena en prisión domiciliaria.
Las cárceles argentinas no están preparadas para prevenir, y menos contener, un brote del virus. La sobrepoblación es el problema central: las unidades penales se encuentran en un estado de hacinamiento extremo -en la provincia de Buenos Aires duplican su capacidad de alojamiento- que implica que los espacios no puedan mantenerse limpios y ventilados. Esto pone en riesgo tanto a la población penitenciaria como a los trabajadores y trabajadoras de las instituciones de encierro.
Muchos medios de comunicación hicieron hincapié en la tensión, la fabricación de elementos punzantes y los colchones prendidos fuego que se vieron durante las revueltas. Pero ninguna protesta en cárceles surge de la noche a la mañana. Para llegar a ese punto han transitado las presentaciones judiciales, hábeas corpus, insistentes llamados a los abogados/as defensores/as y a las organizaciones sociales, muchas veces desbordadas por intentar suplir trabajos que debería hacer el Estado. Antes de las protestas también están las huelgas de hambre pacíficas en las cuales, durante días, se pone el cuerpo como trinchera, para llamar la atención del afuera sobre las pésimas condiciones de vida.
No se trata de romantizar estas luchas. Pero sí de reconocerlas como síntoma de la profunda falta de participación de las personas detenidas en las decisiones y políticas que impactan en el día a día del sistema carcelario: allí se las trata como meros sujetos de castigo, sin derecho a manifestarse ni a proponer.
Nuevas miradas sobre el encierro
En el Complejo de Olmos, tres jóvenes tapados con bufandas y pañuelos, están frente a la cámara del celular. El del medio saluda y dice: “Nosotros no estamos reclamando la libertad, nosotros estamos reclamando que se respete la Constitución, el artículo 18. Esto no es un campo de concentración. Los derechos de todos los privados de la libertad deben ser respetados. Acá no nos dan cosas de higiene. Acá no nos dan aceite, acá no nos dan alcohol en gel. Acá no nos traen ni un jabón, acá no nos traen ni una papa. Estamos todos abandonados. La familia se encuentra encerrada porque hay una cuarentena y no tenemos nada”.
Cuando se habilitaron los teléfonos celulares, los argumentos más fuertes contra la medida asociaban su tenencia con la planificación de delitos. La estigmatización operaba bajo el supuesto de que utilizan todo medio a su alcance con fines delictivos. Inesperadamente, las cámaras de los teléfonos cumplieron una función inversa, y crucial: registrar evidencias de las represiones e incluso las muertes, como ocurrió en la cárcel N°1 de Corrientes con el asesinato de José Mario Candia, de 22 años, en manos de un agente penitenciario.
Lo mismo ocurrió, con mayor exposición pública, en la Unidad N° 23 de Florencio Varela. Un video viral muestra cómo un joven de 23 años de edad retrocede por los techos de la cárcel cubriéndose con la tapa de un contenedor de plástico, mientras al menos cinco penitenciarios avanzan hacia él con armas de fuego. La filmación desde la ventana de un pabellón capta cómo asesinan a Federico Rey.
La versión oficial del Servicio Penitenciario Bonaerense fue que Federico había muerto por una pelea entre presos. En esa cárcel las protestas duraron más de doce horas. Desde una celda, otro detenido pudo filmar la represión de agentes penitenciarios con balas de goma sobre detenidos que se cubrían con frazadas: hubo alrededor de 20 heridos.
Pese a su prohibición, los teléfonos celulares ya circulaban de hecho en las cárceles antes del coronavirus: muchas veces, esto se lograba mediante “arreglos” con el Servicio Penitenciario, siempre con el riesgo de perderlos en las requisas. El 3 de abril se tomó una foto histórica en la Unidad Penitenciaria N° 6 de Dolores: algunos detenidos registraban ante las autoridades penitenciarias los celulares que hasta ese momento tenían clandestinamente. La orden había sido dispuesta por el Tribunal Criminal de Necochea: reglamentar su uso en toda la provincia para que las personas privadas de la libertad pudieran comunicarse con sus familias durante el aislamiento social y obligatorio. Días más tarde, cuando se desataron las protestas, los teléfonos fueron la mirada que no suele tenerse en cuenta: la de las personas privadas de la libertad.
Desinformación: la otra pandemia en las cárceles
La situación crítica en la que se encuentran las cárceles resulta explosiva cuando se combina con otra grave problemática: la desinformación sobre el coronavirus. Un artículo de la revista Science explica que las noticias falsas circulan hasta un 70% más rápido que las verdaderas. Dentro de las cárceles, la desinformación se articula con la presión que impone el contexto, la alarma ante casos positivos del virus y la histórica falta de circulación de información verídica sobre la situación penitenciaria.
Muchos detenidos, después de las protestas en la Unidad N° 23 de Varela, declararon ante la Comisión Provincial por la Memoria que habían circulado audios de Whatsapp de un supuesto médico que alertaba sobre la inminente muerte de todos los presos del penal. El uso de las tecnologías de comunicación y las redes sociales democratiza, por un lado, la posibilidad de comunicar e informarse acerca de lo que sucede en la cárcel. Pero por otro aumenta la exposición a noticias falsas, mensajes alarmistas, y promueve el pánico social. Queda claro que el problema no se soluciona limitando el dispositivo, sino mejorando la difusión de información responsable, proveniente de fuentes oficiales, dentro de los penales.
La cárcel después de la pandemia
¿Podría el permiso para usar celulares continuar tras el aislamiento? En los últimos años, el celular ha operado como un elemento más que el Servicio Penitenciario administra, permitiendo su venta o regulando su uso a través de premios y castigos. Para las personas privadas de la libertad, los teléfonos celulares suponen la posibilidad de sostener sus redes familiares y comunitarias, sobre todo con el acceso al teléfono fijo tan obstaculizado. Les permite hablar con operadores judiciales y comunicarse con organismos de derechos humanos ante situaciones de violencia institucional; así como también informarse sobre leyes y derechos. Además, el acceso a teléfonos con internet abre la posibilidad de continuar con los estudios secundarios y universitarios a distancia.
Sin dudas, la sociedad no será la misma después de la pandemia. En lo que respecta a la cárcel, puede que nos encontremos ante la oportunidad de ensayar otras formas de dar respuestas en materia de “seguridad” sin que esto signifique seguir encerrando personas en condiciones que están lejos de los estándares de derechos humanos básicos.