Habla sin duelo. Habla de una espera. Habla de un derecho.
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La casa en la que vivía el exmilitante peronista y albañil desaparecido Jorge Julio López queda en una esquina de la localidad platense de Los Hornos. Es una construcción simple con jardín de entrada de pasto y baldosones cercado por una pared baja. Tiene una pequeña puerta y tres ventanas.
Rubén, el hijo de López, está parado en la vereda. Dice que después de la muerte de su madre en 2017 la vivienda quedó sola y comenzó a deteriorarse. Por eso, hace poco decidieron alquilarla y arreglarla. Señala para arriba. Están trabajando en la carga del techo y le cambiaron las ventanas de cedro por unas de aluminio.
Entiende que es una suerte haber empezado a repararla, pero también se lamenta por el cambio de estilo.
—Me molestó modificar el frente. Las ventanas las tengo guardadas, por ahí algún día, para hacer parte del museo.
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López llegó a La Plata a mediados de los 50 desde Estación Elordi, un pueblo del distrito de General Villegas. De la casa de Los Hornos, fue desaparecido por primera vez en la noche del 27 octubre de 1976. En esa época militaba en la Juan Pablo Maestre, una unidad básica del barrio.
Rubén tenía 11 años y recuerda algo del momento del secuestro: vio entrar a un grupo de hombres (dos o tres) a cara descubierta que lo llevaron junto a su hermano y a su mamá a una habitación. Les hicieron mirar una pared y después se quedó dormido.
En ese tiempo fueron con su mamá a consultar al Regimiento 7 y un soldado armado los echó; viajaron a Buenos Aires para pedir ayuda a la Cruz Roja y les empezaron a mandar alimentos, y acudieron al cura Antonio Astolfi, que luego sería señalado como quien dio la extremaunción a un grupo de prisioneros que fueron ejecutados en el centro clandestino Pozo de Arana (uno de los cuatro en los que estuvo López).
A pedido de la familia, a los dos o tres meses de la desaparición, el pediatra que los atendía en la sala municipal del barrio los llevó a él y a su hermano a tomar una Coca Cola a un bar y trató de explicarles lo que había pasado.
—Nos contó que mi viejo estaba desaparecido, pero no estábamos en una situación de entender. Yo tenía 11 años y mi hermano 8.
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—No puedo estar mucho quieto. Cuando los días están más lindos llegó a mi casa y tengo muchas cosas para hacer afuera. El año pasado con el tema de la pandemia terminé todo lo de adentro: un techo, muebles.
De su papá heredó algo del trabajo con las manos. Estas paredes de la carpintería las construyeron juntos: comenzaron a principios de los 80 cuando Rubén tenía 17 años, pero instaló el taller definitivamente en 1999.
―Acá atrás había un gallinero, flores y plantas de duraznos, de higos, de ciruelas. Mi viejo me dijo ‘usá la parte de atrás’ y ahí empezamos a levantar las paredes.
—¿A tu viejo le gustaba la carpintería?
—No le gustaba la carpintería. Lo que a él le gustaba era ser albañil.
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López pasó durante más de cinco meses por varios centros clandestinos (Cuatrerismo, Pozo de Arana, Comisaría Quinta y Comisaría Octava). Sufrió torturas y presenció asesinatos. Lo “blanquearon” en la Unidad Penal N. º9 de La Plata, pero lo liberaron recién el 25 de junio de 1979. A los pocos días, volvió a trabajar “como si nada” a la empresa en la que era el responsable de las obras.
—Nunca nos contó mucho y si nos contaba eran cosas muy chiquititas. No preguntábamos y él no contaba. Supongo que quería protegernos y que no supiéramos lo que había sufrido —dice Rubén.
—¿Con tu mamá tampoco hablaba?
—No, muy poquito.
De los años que vinieron después de la primera desaparición, Rubén recuerda que iban con su papá a pescar, a cazar pajaritos y a pasear por las vías del tren en la zona donde funcionó el Pozo de Arana.
—El estaba recorriendo el espacio para ubicar y ubicarse. De eso no nos dimos cuenta hasta el 2006, cuando los investigadores nos preguntaron a qué lugares íbamos cuando éramos chicos.
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López testimonió primero en julio de 1999 en los Juicios por la Verdad, un procedimiento sin efectos penales. Luego, tras la anulación de las leyes de Obediencia Debida y de Punto Final y de los indultos a militares que habían cometido crímenes durante la dictadura, declaró en la causa por delitos de lesa humanidad contra el genocida Miguel Osvaldo Etchecolatz el 28 de junio de 2006.
Ese día les pidió a sus familiares que lo acompañaran. La audiencia se hizo en el Salón Dorado de la Municipalidad de La Plata. En los videos de archivo se lo puede ver canoso y de buzo bordó. Tenía 77 años. Su voz era temblorosa, el relato impactante: ubicó lugares, dio nombres, contó escenas e imitó a las personas que protagonizaron los hechos.
López relató las torturas que sufrió en cuerpo propio y que padecieron otros detenidos, y lo que pudo ver de los asesinatos de Norberto Rodas, Patricia Graciela Dell’Orto y Ambrosio Francisco de Marco. Describió a Etchecolatz como “un asesino serial” que “no tenía compasión”. “Él personalmente, le digo a todos los que están presentes, dirigió la matanza esa”, explicó ante el tribunal.
—Cuando escuchamos todo eso, ahí entendimos por qué quería ir —dice Rubén ahora.
También cuenta que al salir de la audiencia su papá seguía hablando sobre lo sucedido y que lo invitaron a tomar un café a un bar para que se tranquilizara, pero que prefirió volver a su casa.
—Acá se quedó un rato más hablando. Siguió contando o recontando cosas del testimonio.
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La última vez que Rubén vio a su papá fue en esta carpintería. López solía pasar un rato. Esa vez lo ayudó a cargar unos pequeños estantes a la camioneta, fumó un cigarrillo y se fue.
El día siguiente, el 18 de septiembre de 2006, fue un lunes cálido. López tenía que ir a presenciar los alegatos del juicio contra Etchecolatz. Por primera vez iba a ver al genocida en el marco del proceso.
Rubén había viajado a la localidad de Martínez a instalar unos muebles (un trabajo que tenía retrasado) y estaba comiendo un sánguche arriba de las valijas de las herramientas cuando recibió el llamado de su esposa y la noticia.
Entonces siguió la vuelta a La Plata, la búsqueda en hospitales y los primeros panfletos. Al principio, pensó que a su papá podía haberle pasado algo físico.
—El paso del tiempo por ahí nos empezó a abrir un poco la cabeza.
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A 15 años de la desaparición de López las principales vías de investigación son dos: el procesamiento de la información que surge de las llamadas telefónicas registradas por las antenas de Los Hornos (alrededor de 10 millones) y la identificación de los cuerpos NN en todo el país. En el marco de la investigación, recientemente se hizo el relevamiento de los 128 libros de inhumaciones del cementerio de La Plata para detectar los restos que fueron sepultados sin identidad.
Rubén, que no ha seguido de cerca el expediente durante el último tiempo, se muestra escéptico sobre los avances.
—Hasta donde yo sé, el expediente tiene 45 cuerpos, 50 anexos y 200 folios. Sacá la cuenta. Si vos ahí encontrás un papelito que diga esto pasó con López, te felicito.
—¿La pandemia complicó las cosas?
—La causa es una pandemia. Ahí tenés el título.
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—Yo siempre digo lo mismo: si el nombre de mi viejo o el mío sirve para visibilizar alguna cuestión ahí estamos.
En 2013 Rubén creó la fundación “Construyendo conciencia” que busca mantener el legado de López y formar en temas como derechos humanos y educación, y desde hace un tiempo participa activamente de manera partidaria. En 2017 integró la lista de concejales de Unidad Ciudadana.
—¿Te hubiese gustado militar con tu papá?
—Seguramente. Algo que me marcó mucho y me sigue marcando es que mi viejo no creía en los ismos —dice.
Rubén cuenta que López estaba desencantado con el peronismo en la vuelta a la democracia, con figuras como Herminio Iglesias y Carlos Menem.
—Él estaba enojado con el peronismo incluso con lo que pasó en el 76. Acá no hay que olvidarse que un gobierno democrático firmó un decreto que habilito a las Fuerzas Armadas a accionar contra los mal llamados subversivos. Fue Isabelita —reflexiona.
Y dice:
—No hay que escaparle al bulto.
En la esquina de Los Hornos, a pesar de las reformas, la casa de López es un sitio de memoria. Rubén trabaja y habla:
—A mi viejo lo describo como un tipo comprometido con los compañeros y por los cuales fue a declarar: por necesidad de contar lo que vio más allá de lo propio.