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Crónicas de la Justicia

Marita Verón

Hasta la náusea

“Vendieron la causa de mi hija”, denunció Susana Trimarco el 11 de diciembre de 2012. Después de casi un año de debate oral, en un fallo unánime, los jueces Alberto Piedrabuena, Emilio Herrera Molina y Eduardo Romero Lascano, habían absuelto a los trece acusados por secuestrar y prostituir a Marita en los locales Candy, Candilejas y El Desafío, en La Rioja. Un año después, la Corte Suprema de Justicia de Tucumán revocó parcialmente esa resolución y condenó a diez; la trama que dejó libres a los que podían llevar al clan Ale a los estrados había comenzado a tejerse en el juicio, desde el inicio.
En La Red: la trama oculta del caso Marita Verón, Sibila Camps demuestra cómo el maltrato a las testigos del secuestro de Marita y —como ella— víctimas de explotación sexual abrió el camino a la impunidad. En Perycia, reproducimos partes de «Atorturadamente», el capítulo en el que la periodista reconstruye una de las escenas del juicio que terminó en escándalo.

Por: Sibila Camps
Foto: Telam
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Por Sibila Camps, tramos de “Atorturadamente”, el capítulo 28 de La Red: la trama oculta del caso Marita Verón (Planeta, 2013).

 

Andrea D. tenía 15 años cuando, en febrero de 1995, fue secuestrada en Misiones y llevada sin escalas a los prostíbulos riojanos de Liliana Medina, de donde pudo escapar recién ocho años después. Es semianalfabeta, sabe firmar “más o menos”, hace poco que dejó de ser una indocumentada, y las dimensiones del suplicio le han hecho extraviar las referencias temporales.

(…)

Andrea D. fue la única testigo que presenció la llegada y la compra de Marita Verón. Fue a mediados de 2002, un viernes a la tarde. La llevaron en un auto blanco, del que bajaron el conductor —un hombre morocho con chivita, “medio gordito”, de cabello ondulado y más bien largo—, y su acompañante, una mujer joven, alta, también ella “medio gordita”, de cabello oscuro, largo hasta los hombros. Andrea estaba en el living de la casa de Liliana, con ella y El Chenga, y fue a abrirles la puerta. Sólo entraron esta mujer y Marita; el hombre quedó junto al auto. “Antes de que se vaya la señora, Liliana me pidió que vaya a sacar una plata de su pieza, que estaba en la caja fuerte. Mientras que yo sacaba la plata, ella me miraba. Le entregó la plata a esa señora y Marita se quedó, en la casa de Liliana”.  La describió sin dudar: “Ella era de piel blanca. Tenía los ojos color miel y pelo castaño hasta los hombros. Vestía un pantalón de jean clarito, zapatos negros y una blusita roja. Era un poquito más alta que yo”.

(…)

Su hablar conciso y humilde, inmerecidamente respetuoso para con los defensores de los riojanos, que la maltratan con cinismo sin que el tribunal lo perciba siquiera, revela a una joven que transcurrió la cuarta parte de su vida constreñida por los silencios. Para sobrevivir se convirtió en una sombra.

(…)

[Andrea relató cómo Liliana Medina asesinó a una joven brasileña y cómo se deshizo de su cuerpo. Uno de sus defensores, Jorge Cáceres, la presionó con crueldad].

Cuando es su turno, se ensaña con el machucado amasijo de recuerdos y olvidos de la joven. “Si puede hacer un esfuercito de memoria…”, le exige en tono sarcástico. “Doctor Cáceres, contrólese…”, le ruega con tibieza el presidente. Piedrabuena [presidente del Tribunal] no dice palabra cuando Cáceres arremete, en relación con el asesinato de la brasileña:

¿Podría indicar con precisión la fecha, el mes, el año y la hora en que supuestamente ocurrió este suceso?

—¿Podría indicar, con la mayor precisión posible, el nombre, el apellido, el apodo, nombre artístico de esta chica brasilera?

—¿Podría decir, señora D., cómo le consta que esta chica brasilera estaba muerta?

—¿Usted le tomó el pulso?

—¿Usted fue al velorio?

—¿Tiene conocimiento si los familiares hicieron la denuncia por este supuesto homicidio?

—¿Tiene conocimiento si la embajada de Brasil reclamó…?

Recién entonces lo frena Piedrabuena.

(…)

Ya [con Andrea] fuera de la sala, [el abogado querellante José] D’Antona —cuyas ironías innecesarias sacan de las casillas a sus oponentes— se justifica diciendo que las preguntas sobre minucias o en busca de contradicciones, ponen nerviosa y amedrentan a la testigo; y que al no frenarlo el tribunal, él ha decidido asumir los costos.

Esa noche, Andrea se descompensa y sufre una crisis de angustia. Los vómitos son tan intensos, que a las dos de la mañana, la psicóloga Dafna Alfie y la trabajadora social Mariana Schvartz, de la Oficina de Rescate y Acompañamiento a las víctimas de trata, deben llevarla a una sala de emergencias, donde le dan un calmante y una inyección. No pega los ojos en toda la noche, y a primera hora de la mañana, las profesionales avisan a la secretaria de la Sala II, la doctora Norma Díaz Volachec, que no se encuentra en condiciones de declarar. El tribunal manda un médico forense al hotel, para corroborar que no esté mintiendo, y ordena que a la tarde se presente sin falta.

(…)

[Andrea D. fue la única testigo que en el juicio reconoció a María Jesús Rivero, aunque ignoraba su nombre; afirmó que la vio algunas veces en la casa de Medina y en uno de sus prostíbulos, y escuchó “cuando ella le tiraba los contactos a Liliana, para que ella le consiga chicas”. Esto desbarató la estrategia de su defensor, Cergio Morfil, quien pidió que la identificara en fotografías].

De todos modos, el tribunal posterga el reconocimiento. Cuando le toca interrogar, Morfil le pide que describa cómo era físicamente María Jesús Rivero cuando ella estaba en La Rioja. D’Antona se opone, pero sin éxito.

—Lo que se va a admitir es lo siguiente —indica el presidente—: ¿cómo vio a esta persona en la oportunidad en que usted la conoció

—La vi con el… –comienza a decir Andrea. Está por decir “con el señor Rubén Ale”, pero Piedrabuena habla sobre sus palabras:

—Descríbala, descríbala —la insta, y le corta la frase.

—Primero y principal, tenía pelo rubio, sí. No la vi bien a la señora ayer; tampoco estoy tomando cuidado a los costados… Puede que sea la señora esa y puede que no sea, que sea otra, señor.

Desde que comenzó a declarar, el día anterior, Piedrabuena viene pidiéndole que se concentre en mirar hacia delante, sólo hacia los jueces, y que no se dé vuelta aún cuando las preguntas le lleguen de atrás o de su derecha —donde se sientan Morfil y los hermanos Rivero. Piedrabuena debería pedirle que por esta vez sí, que mire con atención a María Jesús; pero no lo hace —ni tampoco se lo sugieren los vocales—, y ese es el comienzo de la impunidad de los Rivero y de La Chancha Ale. Morfil aprovecha la oportunidad y de inmediato pide constancia en acta de su respuesta, para impedir que Andrea agregue una sola palabra más que pudiera comprometer a su clienta.

Al tercer y último día de la extenuante declaración, Morfil hace una sola repregunta, en una jugada maestra para terminar de convencer —¿o de dar argumentos?— al tribunal: quiere saber si esa señora que ha reconocido, es decir, María Jesús Rivero, es la misma mujer que llevó a Marita Verón a la casa de Liliana Medina. Andrea nunca dijo eso, y obviamente responde que no. Totalmente confundido —al menos en apariencia—, el juez Herrera Molina comenta: “Ahora dice que no es”.

El tribunal da por terminado su testimonio, y decide que el reconocimiento fotográfico ya no es necesario. Morfil, por supuesto, acata la decisión.