La historia de Chicha Mariani que encontrarán en estas páginas no es del todo verdadera.
Y no me refiero a mentiras o engaños. Un solo error adrede o un dato esencial de la trama que no estuviera bien chequeado disolvería instantáneamente el pacto de verdad que éste y cualquier otro libro de no ficción establece con sus futuros lectores y lectoras. Más bien quiero pensar en una pregunta anterior, filosófica: ¿existe la verdad?
Quizás la respuesta más aproximada sea que la verdad no es única, que sobre el mismo hecho pueden existir tantas verdades como experiencias, que las verdades son parciales, relativas, un pedazo de la historia o la manera de recordarla. En definitiva: un punto de vista.
El primer desafío grande que supuso este libro fue reconstruir el ataque a la Casa de la Calle 30, ocurrido el 24 de noviembre de 1976: había libros, documentación oficial, decenas de declaraciones judiciales, relatos orales, relatos de relatos, rumores, muchos rumores, lagunas en todas las memorias, errores genuinos y construcciones bienintencionadas que habían ido consolidándose con el paso del tiempo. Estaban también, por supuesto, las mentiras deliberadas de militares, policías, marinos y agentes de inteligencia que habían participado de la masacre. El cúmulo de información era muy grande y alguna se diferenciaba o contradecía. Por eso, la reconstrucción de los acontecimientos no podía ser una suma aritmética de datos sino más bien su intrincada combinación. La mejor manera de saldar esas contradicciones era acudir a una premisa antigua del periodismo: poner a jugar cada indicio con los demás. La verosimilitud, cierto instinto, la interrelación con el resto de las piezas hizo prevalecer los unos sobre los otros.
Matilde tenía entonces siete años, vivía a veinte metros de los Mariani-Teruggi, estaba en la cama escuchando un cuento que leía su abuela, y evocó el clima de lo que se vivió en esa cuadra antes, durante y después del tiroteo. Mabel Sabando era una dentista recién recibida que vivía a la vuelta de la casa y recordó que esa tarde Diana tenía turno para atenderse con ella por primera vez. Otra mujer, militante periférica en aquel tiempo, que vivía con Laura Carlotto, me reveló que la tarde del ataque la hija de Estela fue a llevar a María Cecilia Porfidio, la hija de Roberto Porfidio, uno de los operarios de la imprenta que estaba oculta en el patio de la Casa, y que se había salvado del secuestro o el asesinato porque un oficial del retén policial le impidió el paso sin preguntarle quién era y qué hacía queriendo atravesarlo con una beba en brazos. Miguel, cuyo nombre no es Miguel pero prefiere que así lo llame, me detalló cómo escondió a Daniel Mariani el mes siguiente al operativo, y aseguró que el hijo de Chicha merodeó la manzana cuando todavía el humo no se había disipado del todo, y supo antes que nadie que su hija no había muerto. Los largos intercambios de Whatsapp con un militante que conocía bien el funcionamiento de la imprenta, y las insistentes consultas a María Silvia Longhi y su hija Laura Alcoba, que la habitaron hasta tres meses antes, sirvieron para intuir el plan de defensa que pusieron en marcha cuando se supieron rodeados.
El archivo de la Asociación Anahí, que en aquel momento tenía cientos de papeles distribuidos entre estantes, cajas y 662 carpetas en cinco habitaciones distintas, fue una de las fuentes esenciales de información. Ahí me topé con varios nombres desconocidos para mí, que gracias a la guía de las investigadoras de la Asociación terminaron en estas páginas, con escritos judiciales y correos electrónicos que permitieron volver a reunir algunas astillas del cristal.
El archivo de la Asociación Anahí, que en aquel momento tenía cientos de papeles distribuidos entre estantes, cajas y 662 carpetas en cinco habitaciones distintas, fue una de las fuentes esenciales de información.
Hay quienes con cierta lógica, casi en voz baja, se preguntan si la pequeña Clara Anahí pudo sobrevivir a la desmesura criminal de aquel ataque. Más allá del convencimiento que Chicha tenía de que sí, convencimiento en el que creo antes que en casi nada, no voy a ser yo ni este libro quienes demos la respuesta definitiva. Pero hay muchos indicios que suenan convincentes si se los enumera uno atrás del otro, como en las listas del supermercado:
-Dos monseñores —Juan María Montes y Emilio Graselli— prometieron ayudarla y ambos le confirmaron que vivía, pero en un segundo encuentro le exigieron que dejara de buscarla porque perturbaba a la familia que la tenía, una familia con mucho poder.
-Dos policías bonaerenses, el agente de inteligencia Daniel del Arco y el comisario Osvaldo Sertorio, también le certificaron que estaba viva. Del Arco hasta quiso vendérsela, y la operación supuestamente se truncó porque al espía lo persiguieron los altos mandos de la Fuerza.
-El policía Carlos Alberto Hours declaró ante la Conadep que Diana había sido ametrallada en el patio “envolviendo a la menor, que estaba ilesa”.
-El oficial de la Comisaría 5ta Jorge Luis Piazza que atendió a Chicha y a los Teruggi cuando fueron a averiguar por los cuerpos, al día siguiente del ataque, les dijo que los habían retirado de la casa, pero aclaró que la nena no figuraba en el sumario. Sumario que luego desapareció.
-El suboficial del Regimiento VII Mario Oscar Bazán, técnico radiólogo, se preguntaba a los gritos, esa noche del 24 de noviembre, dónde habían guarecido a la nena para que se salvara. La escena fue relatada por un conscripto muchos años más tarde.
-El policía bonaerense Hugo Guallama, que en la época de los hechos era chofer de Etchecolatz y disparó —según su propio relato— contra Diana aquella tarde, le confesó a su pareja en el año 2000 que Clara Anahí vivía.
-El matrimonio que había puesto a Chicha en contacto con Del Arco, Elvira Molina y Omar Cerrutti, le dijeron que no podían seguir ayudándola porque Camps les había advertido que si lo hacían iban a terminar en un zanjón.
Todos ellos, ante los estrados judiciales, mintieron u omitieron esas confesiones, incluyendo a Omar Cerrutti, al amigo de Pepe Mariani. Elvira Molina y el policía Piazza murieron con los años en circunstancias extrañas: ella accidentada, a la vera de la ruta, una semana antes de declarar. Él, siendo ya comisario retirado, asesinado en 2003 en un descampado de San Francisco Solano. Nunca se esclareció el móvil.
-Al menos cuatro vecinos —Oscar Ruiz, Florentina Fernández, Liliana Stancatti y Carlos Leotta—, vieron hombres de civil cargar un canastito —incluso los identificaron en fotos— o escucharon a otros policías decir que había sobrevivido.
-El ex colimba Juan Carlos Elso, a quien apostaron en la vereda durante el final del procedimiento, vio cómo un hombre de civil le pasaba por al lado con un bulto envuelto en una manta. Su relato en el juicio oral del circuito Camps fue la primera prueba judicial firme de que Clara Anahí salió del infierno con vida. El ex colimba vive en Bolivia. Cuando vino a declarar en otra causa, en abril de 2016, señaló en un álbum fotográfico al chofer de la camioneta que se la había llevado. Lo que no sabía es que el hombre de la foto iba a morir tres semanas más tarde. No solo la desgracia, sino cierta pereza judicial, son la única explicación para que no se haya seguido con premura esa pista abierta con su testimonio.
-En el archivo de la Asociación encontré los planos de la primera pericia balística sobre la casa, ordenada por el juez Antonio Borrás el 12 de mayo de 1986. Un verdadero hallazgo. No solo porque describe la trayectoria y la profusión de las balas, y establece la ubicación de las bocas de fuego y las zonas del inmueble más impactadas, sino porque permite inferir otros detalles cruciales. Por ejemplo: los peritos no encontraron ningún orificio de bala en la bañadera. Ése fue siempre uno de los dos lugares posibles para que Diana haya dejado a Clara Anahí: Chicha recordaba que habían hablado de eso en conversaciones casuales con su nuera.
En el archivo de la Asociación encontré los planos de la primera pericia balística sobre la casa, ordenada por el juez Antonio Borrás el 12 de mayo de 1986. Un verdadero hallazgo.
Por supuesto: nada de todo esto es infalible. Seguramente el resultado de mi reconstrucción no es toda la verdad, como ya dije, ni tampoco lo son las versiones que encontré en las causas judiciales que aspiran a explicar los sucesos de la Calle 30.
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El segundo desafío de este libro, incluso más difícil que el primero, fue desacralizar el vínculo de fascinación que tenía con Chicha. Aunque conocerla, en las circunstancias en que la conocí me atravesó de manera absoluta, no podía salir de esa experiencia con un retrato esculpido en marfil o la imagen de una estampita. Ya había libros, cortometrajes y artículos que le hacían justicia a sus logros extraordinarios: fundadora —junto a Licha de la Cuadra—de Abuelas de Plaza de Mayo; artífice de la primera chispa que impulsó a la comunidad científica del mundo a elaborar el índice de abuelidad y la creación del Banco Nacional de Datos Genéticos, verdaderas gemas de la ciencia universal; rastreadora incansable —junto a otras abuelas— de más de 60 nietos y nietas, luego de cuyas restituciones dejó la institución, una máquina publicitaria noble pero poderosa: se retiró sin estridencias y se replegó al llano del trabajo silencioso. A su recompensa improbable.
Todo eso, mal que mal, ya se sabía. La memoria suya que yo quería aportar era la memoria de todos los días. Lo que Chicha hacía con su vida en los ratos breves en que dejaba de ser la presidenta de Abuelas de Plaza de Mayo. Porque todos esos hitos los había logrado una mujer inteligente, metódica, infatigable y resiliente, sí, pero en el fondo común y silvestre. Una madre protectora, una docente apasionada, una pintora dedicada. Como había otras.
En ese punto, el verdadero tesoro fue la correspondencia con su marido, Pepe. Leticia Finocchi, una de sus colaboradoras más cercanas, mencionó un día su existencia y supe que tenía que verlas. Pepe Mariani había partido a Italia el 2 de diciembre de 1975 persiguiendo su carrera de músico y regresado al país veinte años después. Por largos períodos de todo ese tiempo, se habían carteado casi semanalmente. Cientos de cartas yendo y viniendo desde Italia a Argentina a través del océano. Allí están las cosas que sucedían —el trámite de su jubilación y la de Pepe, la sanción de los indultos, o la estrategia para acercarse a una posible nieta— y su mirada de las cosas mientras sucedían. También están las contradicciones irreductibles entre lo que pensaba sobre la violencia política y el rol cada vez más evidente que su hijo y su nuera jugaban en esa trama; o su lenta metamorfosis desde aquella señora que frecuentaba refinados circuitos artísticos de una elite cultural hacia la mujer que se entrevistaba con Presidentes de las principales potencias del mundo y sabía exigirles con una suave impaciencia que tenían que ayudarlas.
El verdadero tesoro fue la correspondencia con su marido, Pepe. Leticia Finocchi, una de sus colaboradoras más cercanas, mencionó un día su existencia y supe que tenía que verlas.
Ese intercambio epistolar no solamente contiene el pasado de los acontecimientos, sino el otro, siempre mucho más difícil de recuperar: el pasado de las emociones. El recuerdo de los hechos traumáticos que sucedieron tiempo atrás suele ser insular: queda grabada una muerte, un parto, el día que comienza o termina un amor, la pelea con el mejor amigue, pero no los estados de ánimo de unas semanas después o de unos días antes. En las cartas de Chicha está todo: la rabia por la sanción de las leyes de impunidad, pero también el hastío, la soledad y la esperanza de los días normales.
A veces, una línea escrita hace cuarenta años matiza su relato sobre el mismo hecho que fue elaborando con el paso del tiempo, precisamente porque lo preserva intacto. Esas pequeñas inconsistencias, en lugar de preocuparme me alegraron, porque significaban que estaba logrando atravesar esa primera corteza del recuerdo que los años van consolidando. Es lógico que a veces, las circunstancias de esos años tumultuosos emerjan en el discurso de sus protagonistas no como las vivieron, sino como creen haberlas vivido. Como me dijo Cristina Tejón, hija de la mejor amiga de Chicha en la juventud, para explicar los baches de su relato: nadie vive a sabiendas de que algún día tendrá que recordarlo.
Nadie vive a sabiendas de que algún día tendrá que recordarlo.
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En los tres libros periodísticos anteriores en los que se narra el ataque a la Casa de La Calle 30, cuando los hombres de la policía, el Ejército y la Marina abren fuego contra la casita chorizo de 208 metros cuadrados, parra de uva chinche y limonero en el patio, los vidrios vuelan por el aire y también las milanesas que Diana había preparado. El menú se replica en otras notas periodísticas que recrearon ese día, porque es natural que así sea: nadie creyó necesario hurgar en ese detalle tan nimio. En este libro, esas milanesas son fideos, porque cuando le pregunté al militante que estuvo esa mañana hasta un rato antes del ataque, qué recordaba de aquel día, me dijo que Diana le había ofrecido tallarines, su plato favorito y que por eso lo recordaba.
Tal vez haya sido él mismo, quien años antes, le haya dicho al periodista que se lo preguntó que el almuerzo eran milanesas. Creo en la verdad de los tallarines y en la verdad de la milanesa. Porque la memoria de los dolores imperecederos a veces descarta lo trivial, idealiza o suprime legítimamente para destraumatizar el pasado. Seguramente en estas páginas haya otras inexactitudes. Una fecha confundida, un cielo de atardecer algo más sombrío, un diálogo que no llega a ser literal pero tiene la carga dramática perfecta.
Creo en la verdad de los tallarines y en la verdad de la milanesa. Porque la memoria de los dolores imperecederos a veces descarta lo trivial, idealiza o suprime legítimamente para destraumatizar el pasado.
No es lo más importante. En Los Caminos de Ida, la última novela que escribió Ricardo Piglia, un detective privado le dice al profesor Emilio Renzi —el protagonista— que en los tiempos que corren, la naturaleza de su trabajo ha cambiado: ya no averiguamos demasiadas cosas, le explica, nos limitamos a contarlas bien. Aunque no sea exacta, la narración de «La casa de la Calle 30» es completamente honesta. Cada afirmación, por mínima que parezca, se apoya en un testimonio o conversación, en un trozo de papel, en las fojas de un expediente judicial, en un viejo artículo de diario, una foto, una agenda, incluso en una inferencia. Lo importante —desde mi punto de vista—, es lo que me respondió Elsa Pavón —que caminó al lado de Mariani durante cuarenta años— después de leer el borrador: “Estuve con Chicha todo el tiempo que estuve leyendo”.
Recordar, a los fines prácticos, no es otra cosa que traer el pasado al presente. Yo quiero que compren este libro, que lo lean, que les guste. Pero ojalá algún día tenga el destino que le presagió Chicha aquella tarde de octubre de 2014, cuando después de horas de revisar actas de nacimientos, bautismos, matrimonios y muertes en su familia, con su voz siempre serena, me dijo:
—Si aparece Clara Anahí, tiene para enterarse de su pasado.
Hago mío, entonces, ese anhelo: que algún día Clara Anahí Mariani Teruggi pueda enterarse de su pasado, y del lugar sagrado que siempre ocupó en la vida de su abuela.
Muchas gracias.
Formas de contacto con la Asociación Anahí
+54 221 421-2681