Hay una faja judicial partida en la puerta de entrada del monoambiente, cuatro tomos de la colección «Un paseo por el cosmos» sobre una mesa, una olla con arroz verde y grumoso, papeles revueltos entre montículos de prendas sobre el piso. Hay una alacena inclinada y empotrada a la pared, un plato verde con comida para gato, una cama despojada. Hay una lámina de radiografía de pulmones suelta, un espejo sucio que fragmenta todo lo anterior.
Es un sábado 17 de septiembre. Hace dieciséis días, Fernando Sabag Montiel era detenido por intentar asesinar a la vicepresidenta con un revólver Bersa calibre 32 junto a su pareja, Brenda Uliarte. Sus pertenencias personales, tras dos allanamientos, quedaron a la deriva en la calle Uriburu al 700, en el barrio Villa Concepción, partido de San Martín. Hasta ahora, cuando cuatro amigos y vecinos del barrio, con guantes y barbijo, se disponen a embolsar todo.
Sus pies se hunden entre las prendas que cubren el suelo. El olor es asfixiante. “Así estaba cuando entramos con la policía la primera vez”, cuenta Sergio Paroldi, quien le alquilaba el monoambiente a Sabag Montiel. “Vivía así”, dice. Más atrás, Milagros frunce la frente: acaba de pasar cerca de la pequeña cocina.
Quizás así, limpiando, el recuerdo que el atacante dejó en Villa Concepción se archive y pasé a una simple anécdota. Lo que ellos no podrán olvidar, sin embargo, es lo que hicieron para llevarlo a la Justicia la misma noche en que intentó llevar adelante su magnicidio. Su rol para la preservación de pruebas claves que hoy apuntalan la responsabilidad del detenido. “Somos héroes anónimos”, dirá luego Fabricio Pierucci, uno de los protagonistas.
La decisión
La noche del jueves 1 de septiembre, Fabricio Pierucci prendió la televisión en su casa de Villa Concepción, se hundió en el sillón del comedor y apuró una segunda porción de pizza. Un video en el noticiero, sin embargo, arrebató su apetito: un extraño franqueó un cordón de militantes alrededor de Cristina Fernández de Kirchner e intentó asesinarla gatillando un revólver.
Fabricio, de 50 años, dejó la pizza a un lado y llamó a su mejor amigo, Sergio Paroldi. Ambos crecieron juntos en Villa Concepción.
—Sergio, ¿estás viendo la tele?
—…
—¿Sergio?
—Sí, el chabón ese es mi inquilino —le respondió.
Fabricio no dijo nada. Volvió a las imágenes que el noticiero mostraba ahora sobre el atacante: los tatuajes en sus brazos, las cejas anchas y delineadas, el pelo negro revuelto. No eran fotos de un extraño, sino las de su vecino. Hacía ocho meses que Fernando Sabag Montiel, de 35 años, vivía a la vuelta de su casa, en uno de los tres monoambientes que su amigo alquilaba.
—¿Qué hacemos? —lo apuró Sergio.
—Venite para mi casa.
Fabricio cortó y marcó a su abogada, Karina Barrios, que vivía a pocas cuadras. “Vayan a la comisaría ahora mismo”, les dijo. “Denuncien esto ya”. Eran las once de la noche. Marina y Milagros, hermanas entre sí y vecinas de Fabricio, se acercaron a su casa para coordinar cómo irían a la marcha del viernes en repudio a lo que había pasado.
—El que la intentó matar vive a la vuelta —les contó.
Silencio, otra vez.
Sergio apareció en ese momento con las llaves del departamento del atacante en la mano.
—Hay que denunciar que vive acá ─dijo Fabricio.
Los cuatro se miraron bajo las luces tenues de la calle.
—Pero alguien tiene que quedarse en la puerta del chabón, por si alguno de ellos quiere venir a buscar algo.
Entonces se pusieron de acuerdo: Sergio, Marina y Milagros irían a la policía. Fabricio se quedaría de guardia en la puerta de Sabag Montiel. “Acá no va a entrar nadie”, les dijo, negando rápido con la cabeza de un lado a otro.
Unas horas después, en la madrugada del viernes, Fabricio abrió la puerta a los departamentos: más de treinta efectivos de la Policía Federal esperaban afuera para el primer allanamiento. Detrás del cordón de uniformados, sus tres amigos.
—Pensé que ya no íbamos a vivir más aventuras juntos —le dijo Sergio, en un abrazo.
—Y todavía falta, hermano —respondió—. Todavía falta.
Un neonazi entre desaparecidos
Los veían en la Plaza de la Memoria de Villa Concepción. Todos los jueves a las cuatro de la tarde, durante los últimos ocho meses, Fernando Sabag Montiel y Gabriel Carrizo —también imputado y detenido por el atentado a la vicepresidenta— aparecían vendiendo copos de azúcar.
“Se sentaban en un banco y hablaban con los chicos que salían de la escuela a la tarde”, le cuenta a Perycia un grupo de adolescentes que ahora, un jueves de septiembre por la mañana, hacen tiempo antes de entrar a las aulas. “A mi sobrina Sabag Montiel le ofreció darle clases de matemática”, dice otra vecina.
No es un día más para el barrio. Como todos los jueves, hay feria. Los comerciantes se agolpan en la plaza y estiran sus mantas sobre el suelo. Luis Alberto Arias es uno de los organizadores de la feria. Hace trece años que trabaja en el lugar. A Sabag Montiel lo veía de lejos, sosteniendo el palo con los copitos, junto a otras personas. Sus anillos estrafalarios, cuenta Arias, era lo que más le llamaba la atención. “Nunca se acercó a preguntar si podía venir a vender”, sigue el organizador. “Dejamos entrar a todos, pero por una cuestión de respeto y confianza, hay que preguntar primero”.
Si alguien se coloca en el lugar donde el atacante vendía algodones de azúcar, lo primero que ve es un retrato de Eva Perón sobre unas gradas que dan a los juegos para chicos. Si gira a la derecha, el mural de Néstor Kirchner ordenando bajar el cuadro del genocida, Jorge Rafael Videla. A la izquierda, pintadas con sus pañuelos, las abuelas de Plaza de Mayo. Si mira al suelo, hay pañuelos blancos anudados. Si levanta la cabeza, el mástil de la plaza. En su base, escritos en fila, hay dieciséis nombres: todos desaparecidos durante la última dictadura militar.
En la madrugada del 3 de agosto de 1978, once vecinos de Villa Concepción fueron secuestrados y desaparecidos por un grupo de tareas. Otros siete, en lo que duró el régimen dictatorial. El lugar tenía un antecedente imperdonable para la Junta Militar: ser el primer barrio obrero del país. Fundado en 1944 por gestión del entonces coronel Juan Domingo Perón, Villa Concepción formó parte de un plan habitacional que se expandió en Buenos Aires dos años después, durante el primer gobierno peronista.
Allí se gestó una militancia que resistió todo tipo de prohibiciones. Incluso en estas calles, con la ayuda de sus vecinos, se filmó parte de Operación Masacre, la película dirigida por Jorge Cedrón con guión de Rodolfo Walsh, estrenada en 1973 y producida en total clandestinidad.
Es difícil imaginar cómo alguien con tatuajes neonazis y simpatizante de una ideología similar junto a su círculo de amigos, terminó en un barrio así.
Quizás, sin saberlo, Villa Concepción se ponía a prueba de nuevo.
Sabag Montiel en el barrio
Evita Morales, 69 años, flaca, el pelo por los hombros, es miembro de la Comisión de Memoria, Verdad y Justicia del partido de San Martín. Fue amiga y compañera de militancia de los diecinueve vecinos desaparecidos, y contó su historia en el libro Villa Concepción, primer barrio obrero.
—Hola, corazón, ¿me corres las cosas un segundo? —le dice ahora Evita a una de las manteras que tapa los nombres de los desaparecidos en el mástil.
—¿Ves? Acá están. También le pusimos sus nombres a las calles. Esta se llama hermanas Quintero; la otra, Roberto Jiménez. No legalmente, sino que hicimos nosotros las chapas.
Cuando se enteró que Sabag Montiel vivía a pocas cuadras suyas, “sintió que la espiaban como en los 70”.
—Teníamos la unidad básica en la calle Uriburu, la misma cuadra en donde este tipo se fue a vivir. ¿Justo acá tenía que alquilar? Pero mirá cómo actuaron nuestros vecinos. Se juntaron para entregarlo. Eso demuestra compromiso.
En la escuela primaria tuvo una maestra que le cambiaba su nombre en los cuadernos y en los boletines. Cada vez que ella o su madre lo escribía, la profesora lo corregía por “Eva”. La madre lo borraba y volvía a poner su nombre verdadero.
—Evita y cualquier referencia peronista estaban prohibidas. Todavía tengo un boletín con mi nombre todo borrado. Acompañame ahora al hospital del barrio que quiero dejar unos folletos de unas actividades.
En el trayecto dirá cosas como “De acá lo levantaron a…”; “En esta esquina le dispararon a…”; “La casa de allá nos sirvió para esconder a…”. Un mapa de recuerdos oscuros que despliega bajo un sol primaveral.
—Hola, corazón. Traje unos folletos, ¿la directora está?
El Centro de Atención Primaria N.° 3 ‘Eva Perón’ tiene pintado en su ingreso un pañuelo blanco del tamaño de una puerta. Según le contaron a Perycia, el atacante de la vicepresidenta fue atendido allí en junio por una emergencia. La remera atigrada que usaba, y que luego se viralizó en todos los programas de televisión, retuvo su imagen. Este medio confirmó también que en mayo pidió un turno en el Hospital Marengo de Villa Ballester, pero nunca se presentó.
Evita se cruza con una vecina en la recepción del hospital.
—Hola, Evita. Disculpá que no te llamé, pero ando con muchos dolores.
—Probá el aceite cannábico. Es una maravilla.
Antes que Villa Concepción levantará altares en honor a las víctimas del terrorismo de Estado, la basura se acumulaba en varios terrenos abandonados. Un día Evita tuvo una reunión con los vecinos. Allí les propuso reciclar uno de esos sitios y usarlo como espacio en memoria de los desaparecidos.
Todos la miraron con desconfianza.
—Les pasé entonces un documental que se llama ‘El milagro de Candeal’, que es la historia de un músico brasileño que trabaja con chicos en las favelas y les enseña a reciclar instrumentos. Pero no tenían donde ensayar. Y empiezan a levantar un anfiteatro en un basural. ¿Pudieron en una favela y nosotros en nuestro barrio no lo íbamos a hacer?
Siluetas de cuerpos enteros impresas en una pared. Cada una con sus nombres y edades. También bancos y un pasto prolijo, fulgurante.
—Recordamos para no repetir lo peor de la historia —dice Evita, con los ojos en el mural de la memoria. —O si se repite, saber qué hay que hacer.
Héroes anónimos
Son seis bolsas de consorcio abultadas fuera del domicilio que alquilaba Sabag Montiel. Todas sus pertenencias, tras dos allanamientos, ahora reposan ahí.
—Sabemos que formamos parte de la historia con lo que hicimos —vuelve Fabricio Pierucci. —Y también que nos ganamos unos enemigos importantes.
A su lado, Sergio Paroldi, el dueño del monoambiente, se ríe. Las hermanas Milagros y Marina ceban unos mates. Los cuatro terminaron de limpiar. La tarde del sábado se pierde en un cielo plomizo.
—La última custodia policial me entregó la llave, me labró un acta de que se retiraba y me dijo que tirara todo —cuenta Sergio.
Los efectivos a los que hace referencia Paroldi pertenecen a la Policía de Seguridad Aeroportuaria. Ellos, durante casi una semana, custodiaban el domicilio vedado por una faja judicial. Esa misma fuerza, junto a personal de la fiscalía, se había ocupado del segundo allanamiento, ordenado por la jueza María Eugenia Capuchetti.
Ese miércoles, Marina tomó una foto cerca del domicilio allanado.
Asegura que el hombre que aparece a lo lejos junto a otra persona con un ramillete de copitos de azúcar es Gabriel Carrizo. Una sobrina de Marina dice que ese mismo día vio a Carrizo junto a una mujer y otros dos hombres dentro de un auto detenido, a metros del monoambiente.
—Es todo muy raro, queremos que esto se termine rápido —dice Marina. Ella y Milagros tienen dos familiares desaparecidos. Sus nombres, claro, aparecen en los murales de Villa Concepción.
Fabricio mira en detalle un anillo que encontró entre las pertenencias de Sabag Montiel. También una pulsera. Ambos objetos tienen tres franjas metálicas idénticas.
—Yo esto lo ví —dice y se levanta de un salto.
Hunde el brazo en una de las bolsas y saca una remera negra manga larga. Tres franjas blancas cruzan a la prenda en los brazos. El resto lo mira.
—Una aventura a la vez —dice Sergio, en una risa.