Publicada el 25/9/24
«Belleza los recuerdos que me entristecen y me dan esperanza de volverme a encontrar con esas personas que hicieron el tiempo veloz«, escribe Mariano en un taller de poesía coordinado por la organización El Puente. Está en el centro cerrado Almafuerte, una de las instituciones de contexto de encierro para adolescentes más grandes de la provincia de Buenos Aires. “La justicia y los políticos no nos creen pero nosotros sí creemos cuando nos prometen algo”, dice otro de sus textos.
La esperanza y el tiempo. La justicia y los políticos. Las promesas. Son todos elementos centrales para el tránsito de las penas de los menores de 18 años en la Argentina. Sus condenas son determinadas por el Código Penal, su cotidianidad en el contexto de encierro es administrada por organismos de Niñez y casi la totalidad de sus actividades extracurriculares son coordinadas por organizaciones militantes: en la confluencia de esas lógicas funcionan las 168 instituciones encargadas de ofrecer contención para los adolescentes que se encuentran en conflicto con la ley. Edificaciones del siglo XX para los nacidos en el siglo XXI.
En un contexto como este, la Cámara de Diputados de la Nación empezó el debate para reformar el actual Régimen Penal de Minoridad, que fue establecido en agosto de 1980 por el entonces presidente de facto Jorge Rafael Videla, cuando el Congreso de la Nación estaba deshabilitado.
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Este año se presentaron unos 18 proyectos sobre lo que el debate público denomina Régimen Penal Juvenil. Todos los bloques están de acuerdo en la necesidad de modificar el actual sistema: al origen dictatorial de la actual legislación se le suma la urgencia presupuestaria para la infraestructura existente, la necesidad de eficientizar los procesos de acompañamiento de los adolescentes y la demanda de potenciar las posibilidades de formación durante el tiempo de condena. Sin embargo, la centralidad de la discusión en Diputados pasa por la decisión de bajar la edad de punibilidad, con tres posibilidades. La ley del Ejecutivo nacional propone fijarla en 13 años, aunque previamente diputados de La Libertad Avanza habían pedido que sea de 12. Iniciativas del PRO, la UCR e incluso un sector del peronismo referenciado con el Frente Renovador quieren establecerla en 14 años; mientras que un porcentaje mayoritario de Unión por la Patria envió una propuesta para que la punibilidad se preserve en los 16.
El debate es impulsado por el Gobierno en medio de una decena de reformas del Código Penal y modificaciones en el rol de las fuerzas de seguridad y armadas. Como si fuera una ley Bases del régimen penal, los aliados del Ejecutivo -ubicados estratégicamente en las presidencias de comisiones sensibles- hacen avanzar dictámenes que podrían confluir todos en una gran sesión. Llegado ese momento, las posibilidades del rechazo a la reforma se reducen. Los diputados que se oponen a la baja de imputabilidad analizan un acuerdo: que se asienten un listado de delitos considerados de mayor gravedad -contra la integridad sexual, contra las personas- para que estos sí alcancen a los menores de 16 años.
Entre los principales argumentos oficialistas, se reitera el slogan de campaña “delito de adulto, pena de adulto” y las edades de imputabilidad en los países de la región, más bajas que en la Argentina, que aún así se encuentra en el 17° lugar de 19 países latinoamericanos en cuanto a la tasa anual de homicidios cada 100.000 habitantes (según un registro de este año de UNICEF). En diálogo con Perycia, la cordobesa Laura Rodríguez Machado (PRO), presidenta de la Comisión de Legislación Penal, consideró necesario que los centros cerrados se conviertan en las instituciones públicas claves para la contención adolescente: “La disposición del Estado en intervenir para frenar la delincuencia juvenil bajando la edad de imputabilidad es un beneficio para los jóvenes, no es perjudicial, porque por fin van a tener a alguien atento a ellos, ya que en sus hogares no se ocupan; si no, no estarían delinquiendo». Otro argumento provino del debate en plenarios por parte de la sanjuanina Nancy Picón Martínez (Producción y Trabajo), a favor de bajar la imputabilidad a los 13 años: «¿Por qué 13 años? Bueno, fácil: a los 13 años ya el menor puede elegir si tener relaciones sexuales libremente, pero si comete un delito no responde«.
Un momento relevante en las comisiones que debaten la reforma Régimen Penal Juvenil, desde junio de este año, ocurrió cuando los miembros dos bloques que se oponen a la reducción de la edad de punibilidad (Frente de Izquierda y Unión por la Patria) invitaron a sus colegas a dos experiencias que para muchos resultaría inédita: visitar en persona los centros cerrados y convocar a personas que atravesaron una condena en ellos. Pero aún no se registraron noticias de esas visitas.
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Desde la Unidad 1 de Olmos, Braian cuenta que su primera vez en un centro cerrado fue a los 12 años, cuando estuvo privado de su libertad tres meses hasta que lo retiraron su mamá y su abuela. “Había otros chicos de mi edad”, dice y explicita una realidad nacional: el 4% de los adolescentes privados de su libertad en el 2023 eran menores de 16 años, a pesar de que no son punibles, según el Registro Nacional de Lugares, Población y Capacidad de alojamiento (RNLPyC) 2024 del Comité Nacional Para la Prevención de la Tortura (CNPT). Braian pasó por varios centros porteños más y los puede enumerar, “el San Martín, el Belgrano, el Agote, el Roca». “Yo estaba en la comisaría y como mi familia no me venía a buscar a las doce horas ya me llevaban a un centro”, recuerda. Luego, asegura: «Nunca me sirvió, porque seguí delinquiendo».
Federico era un poco mayor en su primera detención. «No conocí a mi abogado defensor en ese momento. De la comisaría me llevaron al juzgado y ahí me leyeron mi condena», detalla. Tenía 16 y pasó un año y ocho meses en los centros cerrados bonaerenses de Lomas, Nuevo Dique, Almafuerte y El Castillito. “Me sirvió como experiencia de vida, pero lo veía como un castigo: no salís bien de ahí, obviamente, porque te alejan de tu familia. En mi caso, como eran de muy bajos recursos y no tenían los medios como para poder ir a verme, los veía tres veces al año. Hay lugares muy cerrados donde no ves la luz del sol; si no tenías permiso del juzgado no salías y el encierro también hace mal», dice y niega haber recibido acompañamiento psicológico de algún tipo en todo ese tiempo.
Sobre las actividades internas, Braian cuenta que no había propuestas extracurriculares (Primaria y Secundaria) ofrecidas por la institución, aunque rescata una experiencia positiva: «Hacíamos manualidades y todo tipo de cosas para regalarles a nuestras familias cuando nos visitaban. Lo hacíamos por nuestra cuenta, porque estábamos solos y aburridos. Capaz que había una revista y nos la ingeniábamos, pero no hubo nunca un proyecto. Fue más de solidaridad entre nosotros siempre». Su testimonio coincide con lo que plantea el último informe del Comité Nacional para la Prevención de la Tortura (CNPT): “En muchos casos, la recreación solo consiste en permanecer en lugares, como patios o salones cerrados, en los que no tienen nada para hacer ni cuentan con mobiliario como mesas y sillas”.
Una propuesta militante es la que más recuerda Federico, otro joven que estuvo detenido, cuando un arquitecto comenzó a visitarlos. Les enseñó sobre planos, materiales y junto a ellos -con donaciones externas- construyeron un espacio de estudio: con ladrillos y cemento; con techo de chapa, revoques y contrapiso. «Esa fue la experiencia que más me quedó grabada», cuenta y agrega que “el instituto aprendí lo que era el trabajo, lo que era estudiar y para qué servía la educación, cosas que antes no tenía. Así que me sirvió, porque fui autocrítico con mi vida y mi manera de vivirla”.
Consultados por la alimentación en los centros cerrados, Braian señala que “el tiempo que yo estuve era poca la comida y por eso también había mucho conflicto. Recuerdo que a veces bajaba a tomar la chocolatada y me la querían tomar. Ahí me quedaba peleando, por mi chocolatada, mi factura o mi alfajor”. Después de una pelea, el personal de los centros cerrados -que no son penitenciarios y a los que los jóvenes llaman “maestros”- ofrecían dos tipos de respuestas: golpizas o aislamiento.
“Cuando veían al conflictivo, ese era el que más cobraba», dice Braian y se lamenta por las veces que le tocó a él: «A mí me pegaron, me verduguearon, me quemaron con cigarros…muchas cosas». Federico cuenta que el encargado de los castigos era apodado por el propio personal como “Momia”, para evitar que se conozca su identidad. “Si no querías hacer lo que ellos decían, te sacaban a la noche, te cagaban a palos y te dejaban esposado toda la noche», revela y habla de aislamientos que duraban hasta una semana. Braian indica que en su centro eran más extensos: “Había una celda de contraventores. Te dejaban solo ahí sin patio y sin nada, solo te llevaban el desayuno. Era como un calabozo grande y yo supe que un chico estuvo hasta 15 días».
Si bien menciona el malestar de los trabajadores de los centros cerrados por “falta de lineamientos institucionales”, el CNPT enumera algunas de las consecuencias de su labor con los adolescentes que están bajo su gestión: “Se recurre al suministro discrecional de psicofármacos sin criterio o control médico alguno”; «se advierten problemas de higiene y mantenimiento», «habitualmente se detectan regímenes excesivamente estrictos y medidas disciplinarias contrarias a todo estándar» o “la falta de personal opera negativamente en materia de revinculación y trabajo con las familias”. También critica la falta de capacitación de los “maestros”, situación que -en conversación con Perycia- es reconocida por Martín Molle, ex director del centro cerrado Almafuerte: “Cuando uno ingresa a trabajar en el sistema penal juvenil, en general siempre la gente llega un poco de casualidad, porque conoce a alguien o porque estaba buscando y se le ofreció ese trabajo”.
La propuesta para los menores de 18 años en conflicto penal, entonces, es el encierro con otros adolescentes que no conocen y con adultos sin capacitación para ofrecerles respuestas que suelen implicar castigos. Es casi redundante investigar en Google, pero en la primera búsqueda de las palabras “fuga centro cerrado” las noticias de este año se suceden: «Ocho adolescentes se fugaron de un instituto de menores de La Plata tras romper una puerta trasera»; «20 fugas en pocos meses y celulares liberados»; “Tiene 14 años, 11 procesos penales y se escapó del Centro Socio Educativo de Batán”; «Con amoladora, pinza y un cricket: así se fugó un menor de edad de un centro de detención”. Las coberturas periodísticas se replican si se investigan suicidios.
En su versión sensacionalista, los medios dejan constancia una de las consecuencias del desamparo en que se viven en los centros cerrados, en donde las condiciones parecen dadas para que la posibilidad de cumplir una condena y revertir una trayectoria delictiva sea una mera excepción. Algo como lo que le pasó a Federico: “Los primeros días después de El Castillito fueron en la casa de mi mamá y tenía miedo a salir a la calle, de tanto estar acostumbrado a estar encerrado. Después de un poco empecé a salir y a tratar de buscar trabajo. Había decidido tomar el otro camino».
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El proyecto de Régimen Penal Juvenil del Gobierno nacional está firmado por las principales autoridades del Ejecutivo: Presidente, ministro de Justicia, ministra de Seguridad y jefe de Gabinete. Su argumento central es que “la tasa de los delitos cometidos por adolescentes aumenta año tras año”. Es una afirmación no se puede respaldar en ningún estudio prolongado y sistemático a nivel nacional porque no existe ninguno, así que citan estadísticas de la SENAF, que sólo toma referencias en seis distritos pero que efectivamente expresan un incremento de las penas juveniles desde el 2021 hasta el 2023. Sin embargo, el mismo organismo (según el Relevamiento de Dispositivos y Población Penal Juvenil de la SENAF) da cuenta de otra tendencia: en el 2023 había 4119 de adolescentes atravesando causas penales en la Argentina, una reducción de 42,62% con respecto a los 7178 que habían en el 2015.
Durante la defensa del proyecto en plenario de comisiones, el 31 de julio, se presentó el jurista Fernando Soto, quien tiene como antecedente haber sido abogado defensor del policía Luis Chocobar y es actualmente funcionario del Ministerio de Seguridad. Ese día reconoció que “es verdad que siempre tenemos problemas en la Argentina con las estadísticas” pero sugirió indagar en dos estudios: el del Ministerio Público de la provincia de Buenos Aires y el de la Corte Suprema con asiento en la ciudad de Buenos Aires. Correspondiéndole, es posible encontrar en el primer caso que el Fuero de Responsabilidad Penal Juvenil bonaerense tuvo una reducción de casos en los últimos 14 años del 11% en términos absolutos y del 21% al considerar las tasas cada 100.000 habitantes (según el informe “¿Qué muestran las estadísticas judiciales sobre el Fuero de Responsabilidad Penal Juvenil de la provincia de Buenos Aires?” del Observatorio de Políticas de Seguridad, FaHCE, UNLP). Por otro lado, la Base de Datos de Niños, Niñas y Adolescentes institucionalizados de la Corte Suprema registró en el 2012 que 2034 adolescentes fueron incluidos en al menos una causa judicial, mientras que esa cifra se redujo a 1767 en el 2023. Todo esto, sin bajar la edad de imputabilidad.
En lo que sí acierta la observación de Soto es en priorizar el análisis del delito adolescente en la ciudad y la provincia de Buenos Aires, ya que ambos distritos concentran a 544 de los 851 adolescentes alojados en centros cerrados en 2023 (un 63,92%) y 66 de los 168 edificios dedicados al Sistema Penal Juvenil (cifra que asciende a 94 si se incluye a Santa Fe). Siguiendo el detalle por provincias, Jujuy y Catamarca registraron un solo delito cometido por un menor de 18 años en todo el 2023, mientras que en 13 distritos no hay más de tres establecimientos dedicados especialmente para estas causas. Un caso particular es el de Tierra del Fuego, que no cuenta con ninguno. La necesidad del desarrollo federal de infraestructura no desplaza la situación actual de los espacios dedicados al encierro juvenil, que según la CNPT cuentan con “problemas vinculados al diseño, mantenimiento e higiene de los establecimientos […] asociados a construcciones vetustas, inicialmente utilizadas para otros fines y que fueron refuncionalizadas como centro de privación de libertad; construcciones que cuentan con celdas que no respetan los metrajes mínimos, con ventanas pequeñas sin ingreso de luz natural y ventilación, espacios enrejados, poco espacio para la circulación o recreación y problemas en el suministro de agua, redes cloacales, entre otros”.
La baja de imputabilidad sin la compañía de otros programas de prevención del delito podría implicar un aumento en la tasa de menores de 18 años en contexto de encierro. Para eso, se requeriría ampliar la planta de trabajadores del Estado e infraestructura penal. Como referencia, se puede considerar el caso de la última cárcel que se encuentra en construcción en el país: la de Benjamín Paz, en la provincia de Tucumán, cuya licitación inició en el 2022 y su presupuesto se expandió a $7.881 millones para garantizar la inauguración en el 2025, siete veces más que lo que tiene dispuesto el Conicet gastar este año en equipamientos y funcionamiento. Tiempo de planificación y presupuesto estatal para llevarlo a cabo: si la baja de imputabilidad se sanciona antes de garantizar los edificios, la deficiencia del tránsito de las condenas de los adolescentes es inevitable. En la Argentina de la histórica sobrepoblación carcelaria, de parálisis en obra pública y del régimen económico del «No hay plata», la expectativa de que ese paradigma se cambie para sensibilizarse con las condiciones de encierro de los jóvenes parece una utopía.
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Existen sugerencias de especialistas, propuestas de organizaciones y hasta proyectos de ley que impulsan una reforma del Régimen Penal Juvenil que contemple un acompañamiento a los menores de 16 años en conflicto con la ley sin proponerles encierro, mientras que propone programas de formación y las condiciones de dignidad en el tránsito de su condenas para aquellos que están en centros cerrados. En el caso de la CNPT, postula no reducir la edad de imputabilidad porque vulneraría el principio internacional de no regresividad de las normas y pide que la ley incluya el “fortalecimiento de las esferas de protección por encima de las áreas penales, mayores recursos destinados a programas de medidas alternativas al encierro y capacitación de todo el personal». Martín Molle coincide en que “es una deuda de la democracia modificar el Régimen Penal juvenil pero tal vez se deba dejar, en una primera etapa, la edad de punibilidad fuera de la discusión. En general hay una demanda en la medida de encierro y no existe la misma demanda en medidas alternativas y el lugar que tienen estas en la resolución del conflicto penal juvenil”.
En el proyecto de Unión por la Patria con mayor consenso interno, la chubutense Eugenia Alianiello propone la creación de un programa integrador que trabaje en el territorio de los adolescentes porque considera «crucial abordar las causas primarias de estas conductas en lugar de limitarse a enfrentar sus consecuencias mediante sanciones punitivas. Si intervenimos solamente en las consecuencias, sin atacar las causas subyacentes, el fracaso de cualquier política estatal estará garantizado, como ha ocurrido hasta ahora». En ese marco, resulta apremiante que los diputados de todos los bloques comiencen a frecuentar los territorios sobre los que desean legislar. O bien que la actividad de los plenarios de comisiones no representen una puesta en escena e impliquen, en cambio, una verdadera participación activa de los especialistas de los centros cerrados, que en su amplia mayoría rechazan la baja de imputabilidad.
“Mi experiencia da cuenta de que los adolescentes no tienen ningún conocimiento de su causa a la hora de tener un contacto con la justicia. Previo a eso, su relación con el Estado es meramente policial. Si existe algún tipo de educación formal, tiene que ver con la enseñanza del jardín o Primaria. Pocas veces la Escuela Secundaria y muchas experiencias de deserción escolar», analiza para este medio Julián Axat, ex Defensor de Menores en el Fuero Penal Juvenil de La Plata y autor del libro «Diario de un defensor de pibes chorros». Luego de considerar que los adolescentes que pasan por centros cerrados «tienden a encaminarse a una reincidencia como adultos, porque el sistema los está esperando a la salida de la libertad para ingresarlos nuevamente«, coincide que una nueva legislación debe implicar a «un conjunto de institutos dentro de lo que es el sistema de fondo penal juvenil, que involucre una reforma integral y no solamente una reforma basada en la edad«.
Además de abogados y trabajadores de los centros cerrados, son militantes de agrupaciones universitarias u organizaciones comunitarias las que tienen contacto permanente con los adolescentes en contexto de encierro. “Nosotros trabajamos en el Centro Cerrado Francisco Legarra y los chicos son muy tímidos. Tuvimos que trabajar mucho la confianza, porque les era incómodo el hecho de que alguien llegara y se interesara por ellos”, cuenta una militante de la agrupación EducAcción de La Plata, que recuerda la expectativa de los jóvenes para la jornada del taller: «Les hablábamos de la universidad o de la posibilidad de hacer oficios y a ellos les cambiaba el día, pero la mayoría estaba lejos de terminar la Primaria». Otra militante de una organización que coordina espacios formativos diversos -desde barbería hasta jardinería- pide preservar su identidad pero relata que “en la mayoría de los centros hay jóvenes desde los 14 años hasta los 20, a veces. Los chicos de 14 y 15 años, comparando con los más grandes, son como niños. Claramente son más revoltosos y dispersos; están todo el tiempo queriendo jugar y con mucha hiperactividad».
Los talleres de arte son los más impulsados por las organizaciones. En provincia de Buenos Aires, El Puente es referencia en esa área, con más de una década de trabajo generando espacios de música, fotografía, poesía y muralismo en centros cerrados. Una de sus coordinadoras, Claudia López Lombardi, resalta que están “absolutamente convencidos que el arte es una herramienta que nos abre una posibilidad de diálogo. Recuperar la palabra es muy importante ahí porque está recortada entre pares, con los operadores y hasta en las audiencias, donde se usan palabras que no entienden. Entonces se nota que hay una necesidad manifiesta de expresarse, en un lugar donde los pibes conviven con los propios códigos que crean y es muy difícil escuchar la palabra ‘amigo’”. Entre estas dificultades para hacer circular la palabra, que tampoco es oída en Diputados, la activista señala que los adolescentes «habitan en celdas peladas y no tienen ni un libro. El otro día le quise dar una lapicera a un pibe para que pueda escribir y no me dejaron«.
“Creo en el aporte que puedan hacer las organizaciones sociales o los colectivos, pero la apuesta es que esto se pueda transformar en una política de Estado», dice López Lombardi. Como referencia de integración, El Puente produjo una serie de cortos dentro de los centros cerrados, que luego se difundieron en el Hospital de Niños Sor María Ludovica. En los videos se puede ver una fiesta de disfraces en donde Mario Bross confluye con Alicia en el País de las Maravillas y Spiderman; a un arlequín -al que le quedó la huella de unos expansores en las orejas- acariciando una calesita a la que le sonríe; a un mimo que tiene que rendirle cuentas al sobretodo que lleva puesto porque comienza a moverse solo; y a dos chicos con grandes sacos de colores y maquillaje en las mejillas que le endurecen los pómulos y hacen malabares. Son filmados y juegan… como chicos, juegan.