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Crónicas de la Justicia

“La mierda de Espert”

Breve ofensa, largo castigo: crónica de un exceso judicial

Tras la excarcelación de la mayoría de las personas acusadas, solo queda una detenida por el escrache a Espert. La insólita y desproporcionada causa federal contra militantes peronistas comenzó con operativos de la Policía de Bullrich durante la madrugada y prisiones en penales de máxima seguridad. Según el expediente, la caca y el pasacalles son amenazas y atentado al orden público.

Por: Juan Salvador Delú / Integrante de Pensamiento Penal y Presidente de FARCO
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Publicada 8/7/2025

A las siete de la tarde del 17 de junio, dos vehículos se detuvieron frente a una casa en Beccar, partido de San Isidro. Bajaron varias personas: algunas se calzaron la capucha del buzo, otras llevaban gorras y el resto se cubrió el rostro con un cuello de lana hasta la nariz. Colgaron un pasacalle con letras negras:

“Acá vive la mierda de Espert”

Esparcieron bosta de caballo sobre la vereda y arrojaron volantes con insultos: 

“Sos una mierda… con CFK no se jode”.

Las patentes estaban tapadas con cinta negra. El portón quedó bloqueado por algunos minutos. Las cámaras del barrio registraron la escena.  El hecho desató consecuencias completamente desproporcionadas: en cuestión de días, fuerzas federales realizaron allanamientos en plena madrugada y detuvieron a varios sospechosos, convirtiendo la acción simbólica y provocadora en el centro de una tormenta político-judicial. 

El propio diputado dueño de casa, José Luis Espert —quien en otras ocasiones había reclamado mano dura contra manifestantes, llegando a pedir “cárcel o bala” para opositores— presentó una denuncia penal por el incidente. La ministra de Seguridad, Patricia Bullrich, respaldó de inmediato la investigación, aportando el peso del aparato federal de seguridad. La causa recaló en el Juzgado Federal de San Isidro, a cargo de la jueza Sandra Arroyo Salgado, quien asumió el caso con un celo inusitado. En los días siguientes, la Policía Federal allanó domicilios particulares e incluso oficinas públicas —como el municipio de Quilmes— en operativos relámpago ejecutados de noche. De esas redadas surgieron varias detenciones que sorprendieron tanto por el perfil de los acusados como por el trato que recibieron.

El 25 de junio, la policía allanó la casa de quién sería la primera detenida: Alesia Abaigar. Su madre, Eva Pietravallo, fue demorada por tener la cédula azul del auto involucrado, aunque fue liberada 48 horas después sin cargos. Alesia, en cambio, pese a padecer una enfermedad autoinmune, fue trasladada directamente al penal de Ezeiza, imputada de atentar contra el orden público, amenazas coactivas agravadas e incitación al odio por motivos políticos.

Bullrich celebró la detención en redes sociales:

 “A la mañana trabaja en el Ministerio de la Mujer y de la Diversidad de la Provincia de Buenos Aires, y a la noche tira caca a la casa del diputado. Un Ministerio con presupuesto enorme y los únicos resultados son mantener delincuentes. Vamos por el segundo.”

El posteo marcó el tono político del operativo. En redes y medios oficialistas se buscó amplificar el perfil de las personas detenidas, reforzando el encuadre criminalizante del episodio. La dimensión del operativo podría hacer pensar que se estaba frente a una célula insurgente. Como si el pasacalle anunciara un Octubre Rojo. El despliegue fue desproporcionado, más propio de un thriller geopolítico que de una causa con simbología escatológica y sin daño material.

La Justicia puso la mira en seis personas presuntamente involucradas en el escrache. La más nombrada fue la directora provincial del Ministerio de la Mujer. También fue detenida Eva Mieri, concejala peronista de Quilmes, presidenta del bloque de Unión por la Patria y secretaria general del PJ local. Aldana Muzzio, militante peronista de 45 años y trabajadora social, fue arrestada en simultáneo. Lo mismo ocurrió con Candelaria Montes Cató, de 24 años, también militante. Joaquina Santos, otra joven detenida, permaneció durante los primeros días fuera del foco mediático, aunque su nombre figura en el expediente. El sexto es Iván Díaz Sánchez, estudiante de fotografía de 22 años

La cruzada de la jueza

A quienes participaron del escrache se les imputaron distintos delitos, según su presunto grado de intervención: amenazas coactivas agravadas, atentado contra el orden público (art. 213 bis), daño agravado, discriminación por motivos políticos (ley 23.592), abuso de autoridad y violación de deberes de funcionario público —en el caso de Eva Mieri, también se agregó el uso indebido de bienes del Estado.

El expediente tiene cientos de páginas, pero gira en torno a una sola idea: convertir el escrache en amenaza institucional. El fiscal habla de un “plan común”. La jueza, de una “asociación transitoria”. El Código Penal no contempla esa figura. Pero alcanzó para ordenar detenciones, allanamientos y rechazos sistemáticos de excarcelación.

Las pruebas, dice la defensa, son endebles: cámaras de seguridad, testimonios vagos, fotos en redes sociales. Añaden que, a lo sumo, el pasacalle rozaría los delitos contra el honor —una injuria-, no una amenaza institucional. En el fallo que mantuvo presa a Alesia, se admite que “el hecho investigado no presenta una entidad violenta manifiesta”, pero aun así se dispuso la prisión preventiva para evitar nuevas acciones.

Sandra Arroyo Salgado

Las críticas se acumularon. Organismos de derechos humanos y juristas alertaron sobre el uso ejemplificador del castigo judicial. El Centro de Estudios Legales y Sociales (CELS) advirtió que el caso forma parte de una “escalada punitiva contra las formas de protesta política”. La Procuración Penitenciaria fue más directa: tenerla presa con una enfermedad grave, en una prisión sin recursos, es inhumano.

La Asociación Pensamiento Penal también lo dijo claro: nada justifica una reacción tan desproporcionada. Señalaron el uso forzado y distorsionado de figuras penales, y cuestionaron que la causa se haya llevado al fuero federal, abiertamente incompetente para intervenir en contravenciones o daños de baja entidad. La intervención judicial, lejos de buscar justicia, pareció más interesada en escarmentar.

El escrachador escrachado

José Luis Espert no es solo un diputado libertario, es un profesional del agravio. Su estilo no solo interpela desde la diferencia política: directamente estigmatiza, desprecia e incita. En su discurso hay una exaltación sistemática de la violencia, incluso cuando traspasa el umbral de lo legal.

En televisión, en redes, en el congreso, sus intervenciones repiten un patrón: criminalizar al adversario, deslegitimar la protesta, banalizar la represión. Propuso que a quienes cortaban calles “hay que meterles bala”, y “a los delincuentes hay que llenarlos de agujeros”. En otra ocasión, aseguró que para terminar con los piquetes había que “colgar de una plaza pública” a cinco personas, y con eso “se acababa todo”. 

Uno de los momentos más recientes y resonantes de esa escalada ocurrió el 11 de junio, una semana antes del escrache en su casa. Durante una charla en la Universidad Católica Argentina, en medio de un clima de fuerte tensión política, atravesado por la detención de la ex presidenta Cristina Fernández de Kirchner, Espert insultó públicamente a su hija, Florencia:

“¿Cómo no vas a estar amargada si sos hija de una gran puta?”

Algunos rieron, otros abuchearon y debió retirarse escoltado. Hasta la propia dirección de la Universidad tuvo que emitir un comunicado de repudio. No fue una excepción, sino una condensación brutal del estilo que lo define.

Todo eso está dicho. Grabado. Documentado. Lo repitió en los medios, lo posteó en sus redes, lo celebró en actos de campaña. Y mientras tanto, acumuló bancas, micrófonos y aplausos. ¿Qué efecto tiene ese discurso? ¿Qué habilita en términos sociales? ¿Qué tipo de respuesta puede generar en quienes se sienten interpelados, atacados, heridos?

En noviembre de 2023, la dirigente de izquierda Myriam Bregman presentó una denuncia contra Espert por instigación a la violencia y apología del delito. El detonante había sido una intervención en plena sesión del Congreso donde, tras una crítica de la diputada del Frente de Izquierda, el legislador respondió desde su banca con un grito: “¡Cárcel o bala!”. 

El episodio tuvo su réplica digital: al día siguiente, desde su cuenta en X, repitió la frase como consigna. Nicolás del Caño, compañero de banca de Bregman, se solidarizó públicamente y denunció la escalada violenta del oficialismo. La denuncia fue remitida al Juzgado Federal N.º 4, a cargo del juez Ariel Lijo, con intervención del fiscal Gerardo Pollicita. A pesar de la gravedad de los dichos, el fiscal dictaminó que no correspondía impulsar la acción judicial. En marzo de 2024, el expediente se cerró sin mayores repercusiones. 

Un escrache no surge en el vacío. Tiene una genealogía incómoda, ligada a la memoria y la denuncia. Para muchas personas, Espert no es una figura pública cualquiera: es un síntoma. Y alguien que les hizo daño. Y frente a ese daño, aparece una respuesta, imperfecta, desprolija, visceral: el pasacalle, la bosta, el insulto.

¿Es protesta? ¿Es consecuencia?¿Es un error? No hay respuestas simples. Pero si se quiere entender lo que ocurrió frente a su casa hay que mirar al diputado. Lo que dijo, lo que sembró, lo que habilitó. Eso también deja marcas..

Volantazos judiciales

El 2 de julio, la Procuración Penitenciaria de la Nación presentó un amicus curiae. Con respaldo médico, describió el cuadro de Alesia Abaigar: linfangioleiomiomatosis, derrames pleurales recientes, disnea severa, riesgo vital ante el estrés. También detalló las carencias del Complejo Penitenciario de Ezeiza: sin guardias médicas permanentes, con demoras en los traslados y sin especialistas adecuados para tratar su enfermedad.

Dos días después, el 4 de julio, la jueza Sandra Arroyo Salgado cedió parcialmente ante los reclamos. Por razones de salud, concedió a Abaigar la prisión domiciliaria, luego de once días en cárcel común bajo régimen de incomunicación. Ese mismo día, los familiares de los detenidos y legisladores del bloque opositor Unión por la Patria presentaron una denuncia ante el Consejo de la Magistratura, acusando a la magistrada de ordenar detenciones ilegales y operativos desproporcionados, violando garantías básicas. Mientras el expediente disciplinario comenzaba a circular en los pasillos del Consejo, la causa judicial daba sus primeros giros.

El 7 de julio, la Cámara Federal de San Martín dio un vuelco. Revocó la decisión de primera instancia y concedió a Abaigar la excarcelación definitiva, sujeta a caución y reglas de conducta. En su voto, los jueces destacaron la falta de riesgos procesales concretos, cuestionaron el uso expansivo del artículo 213 bis y recordaron que, ante penas de escasa magnitud, la libertad debe ser la regla. 

Con aquella firma, la pieza emblemática del operativo dejó la cárcel. El expediente regresó al despacho de la jueza para fijar monto y condiciones. La Sala, sin embargo, fue clara al declarar que la tipicidad del escrache y la retórica incendiaria de Espert “exceden el objeto del incidente”. En otras palabras: se desactivó la celda, pero no la discusión de fondo.

Junto con la prisión domiciliaria de Abaigar, Arroyo Salgado ordenó también la liberación de Candelaria Montes Cató y Joaquina Santos, al no pesar sobre ellas factores de riesgo procesal. Ambas salieron en libertad, recibidas por el abrazo de sus familias tras días de reclusión. Horas después fue el turno de Aldana Muzzio e Iván Díaz, quienes lo hicieron bajo promesa de someterse al proceso y cauciones que fueron de los cinco a los quince millones de pesos. También se les impusieron restricciones: no podrán ausentarse más de 48 horas sin autorización, deberán comparecer semanalmente ante el juzgado y tienen prohibido acercarse a Espert o a su domicilio.

De este modo, Eva Mieri quedó como la única detenida del grupo original: sobre ella pesan los chats que mantuvo con Abaigar, el supuesto “vaciamiento” de su teléfono y la imputación adicional de haber usado una camioneta municipal con la patente tapada para llegar al escrache. Lejos de aliviar su situación, Arroyo Salgado rechazó el pedido de libertad de la concejala quilmeña —alegó riesgo de fuga y de entorpecimiento— y hasta evaluó trasladarla a la misma unidad de la que acababa de salir Abaigar, redoblando así la apuesta punitiva contra quien aparece ahora como la principal implicada.

Según trascendió, en la resolución que mantuvo presa a Mieri la jueza destacó la supuesta gravedad de las pruebas en su contra –como mensajes de texto intercambiados con Abaigar coordinando detalles antes del escrache– y el hecho de tratarse de una funcionaria pública, condiciones que en su criterio aumentan la peligrosidad y justifican la prisión preventiva.

La defensa denunció que el secreto de sumario se extendió de forma excesiva, limitando el acceso a pruebas clave del expediente. El fiscal Iuspa lo justificó como medida para proteger la investigación, pero los defensores lo consideraron un obstáculo que impidió ejercer adecuadamente la defensa. Bienvenido Rodríguez Basalo —representante de Eva Mieri— sostiene que su clienta carece de antecedentes, y que no existe riesgo procesal objetivo. “Ni la pena en expectativa ni la imputación constituyen argumentos suficientes para fundar riesgos procesales”, argumentó, subrayando que mantenerla detenida es un exceso injustificado. Pese a ello, hasta el momento Arroyo Salgado se ha mantenido firme en su postura.

Que se hayan eliminado chats puede ser relevante. Pero su gravedad no es absoluta: debería leerse en proporción con lo investigado. No todo rastro borrado equivale a una conspiración, y no todo silencio digital justifica una celda. La justicia no puede tratar cada sombra como si ocultara una arquitectura subversiva.

Mieri, cercana a Mayra Mendoza, parece concentrar una atención particular. No es una militante más: es un eslabón visible en una cadena que llega hasta las altas esferas de La Cámpora. Quizás el foco no esté puesto en lo que alguien hizo, sino en lo que representa. Y tal vez el expediente no persiga una acción, sino que explore una cercanía.

Los celulares por las dudas

La causa continúa abierta y pesa sobre las personas acusadas una sospecha jurídica inquietante: el uso del artículo 213 bis, un tipo ideado para sancionar asociaciones que impongan sus ideas “por la fuerza o el temor”, sin necesidad de que ocurra ningún daño o amenaza real. Originalmente concebido para perseguir agrupaciones violentas o conspirativas, hoy se usa contra un pasacalle con bosta y algunos volantes.

Una hipótesis no oficial pero inquietante circuló en off desde el Poder Judicial: que el escrache podría estar vinculado con otros hechos —el ataque a la sede de TN y las pintadas contra el juez de la Corte Horacio Rosatti—. Sin pruebas firmes, funcionó como paraguas: habilitó la pesca en celulares, la inteligencia y la posible vigilancia a referentes políticos. Lo que debería ser una investigación ordinaria se puede transformar en un mapa de enemigos en construcción.

El expediente, sigue siendo un rompecabezas armado con presunciones.

Lo que subyace es una pregunta más filosa: ¿qué se castiga, el hecho, el impulso, la coreografía o la palabra? No discutimos la estética de esparcir estiércol, sino la desmesura de convertir ese guiño escatológico en pasaporte a la celda. Como si frente a un grafiti se activara una brigada antiexplosivos. 

¿Y si el foco no estuviera puesto tanto en la escena como en los vínculos políticos de sus protagonistas? ¿Y si el expediente no indagara una conducta, sino una pertenencia política?

El Estado no está para aplaudir el agravio ni para castigar el desacato con prisión. Está para administrar los conflictos sin destruir a quienes los protagonizan. Una democracia saludable no se mide por la ausencia de pasacalles ofensivos, sino por su capacidad para procesar el malestar sin convertirlo en enemigo. Si una bosta y un insulto bastan para encarcelar, lo que está en juego no es el orden público: es la tolerancia del sistema a la disidencia.

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