1- La Náusea
Escribo con náuseas. Acabo de pasar como todos los días por la Plaza San Martín, y vuelvo a ver a estos ¿100, 200? efectivos policiales, que supieron ser ¿500?
Un abrazo represivo a una plaza. ¿Cuál será el perímetro? ¿500 metros? ¿Un milico por metro? Sin contar el despliegue de Infantería y motorizados en las calles aledañas, y los camiones de fuerzas especiales y comandos, y sin contar los tres móviles de la Dirección Nacional de Migraciones.
¿Acaso viene un mandatario extranjero? ¿La gobernadora? No, se trata de ¿40? familias que desde hace unos meses se instalaron en la Plaza San Martín a vender sus ropas usadas: jubiladas, amas de casa, trabajadoras informales y precarizadas en servicios domésticos y que no les alcanza lo que ¿ganan? para vivir.
Venden sus ropas (usadas), y en muchos casos, las trocan. Pantalones y remeritas, blusas, algún calzado. Y café, tortas, sanguchitos. Muchas vienen de Ensenada y Berisso. Algunas dicen que estaban en espacios similares en sus lugares de origen, hasta que se llenaron de revendedores y decidieron salirse.
Con los tarifazos y la inflación irrefrenable, más y más familias se fueron acercando a la plaza. Acá no es una feria, son manteros. Los organizadores no cobran canon y venden todo tipo de vestimenta de segunda mano. Dicen que tienen “normas de convivencia”, que no dañan el espacio, que limpian y conservan la plaza. “Juntamos hasta el último papel”, aseguran. Hacen olla popular y merendero para los niños los días de frío. Eso explica que en un momento hayan llegado a ser 200 familias.
Las últimas semanas, con la ola polar, armaron roperitos comunitarios. En síntesis, hacen lo que hacen siempre, pero en vez de hacerlo en el barrio lo hacen en el corazón de la ciudad. Por las mismas razones que se instalan otros (los bancos, las heladerías, los milicos): porque por allí circulan los laburantes, que con los mangos que sacan en la changa del día puede pechearla y no llegar a la casa con las manos vacías, llevarse un regalito, un chiche lleno de luces, una pilcha, clavarse un café o una crema de Thionis.
En la vereda de enfrente (no de 51 sino de la vida), la conciencia solidaria de la Federación Empresaria de La Plata responde con un comunicado donde plantea la necesidad de defender a los comercios que pagan impuestos, debidamente instalados en los centros comerciales de La Plata y que «la están pasando mal por la crisis económica». Nadie se salva, pero pisémosle la cabeza al de al lado. Pero bueno, de eso se trata su oficio. Perdón, se dice libre competencia. En todo caso el problema, la náusea, no viene de allí. Sino de las respuestas que puede articular el responsable de la crisis y de la situación de las manteras: el Municipio. Pues, como no era de sorprender, no pierde oportunidad de hacer lo que mejor (lo único) sabe: mano dura y negocios inmobiliarios.
2- Trabalenguas
Desde hace un tiempo, en las radios platenses, suena una publicidad del Municipio que me intriga bastante pues no logro descifrarla. Dice “donde otros solo vieron plazas, nosotros vemos espacios donde juegan nuestros hijos”. Cada vez que la escucho, me invade la extrañeza, algo suena. Porque por más que la claridad y la firmeza de la locutora creen un halo de transparencia, siento que está mal redactada y no logro comprender donde. Y pienso…
¿Quiénes son “los otros”? ¿qué significa que “solo vieron plazas”? Obvio que “los otros” no somos “nosotros”, y que la publicidad está jugando a dividir a la sociedad platense entre los que “solo vieron plazas” y los que vieron “espacios donde juegan nuestros hijos”, ¿pero cuál es la diferencia? ¿Acaso la plaza no es el lugar donde juegan niños? ¿Qué es una plaza?
De alguna manera pareciera que no es así, que “nosotros” (los que la publicidad llama “los otros” porque, obviamente, yo entiendo que el que habla es el gobierno municipal y yo no soy el gobierno municipal ni me identifico con él), de nuevo, de alguna manera pareciera que “nosotros” somos los que no vemos o no queremos que los niños jueguen en esos espacios porque solo vemos ahí una plaza. Y aunque, absortos, pensemos que una plaza es un espacio donde jueguen niños, el gobierno nos dice que no es así, que nosotros no queremos que los niños jueguen en las plazas porque vemos allí otras cosas.
Y este trabalenguas duranbarbiano que nos propone el Municipio sería muy gracioso, un mero enredo semántico, un problema de análisis lingüístico para un trabajo práctico de alguna materia universitaria, si no fuese porque el modo en que expresa su concepción de la plaza es un vallado de 500 policías durante 30 días. Entonces, efectivamente, discurrir sobre qué es una plaza no pareciera ser algo tan trivial.
3- Qué es una plaza
La Plaza y la ciudad son ideas que han ido siempre de la mano. El urbanismo latinoamericano, por su legado español, romano y griego, ha tenido a la plaza como el centro físico y social de la ciudad, en una serie que concatena el ágora, el foro, la plaza mayor y nuestras plazas.
Así, hemos hecho de este espacio físico el sitio urbano por excelencia: la plaza es el lugar de la reunión, y así cómo el ágora era el origen de la vida pública de la polis griega, mercado, centro religioso y administrativo, el Foro romano era el mercado que, estando fuera (fórum) fue quedando en el centro. De allí a las plazas mayores españolas y a nuestras plazas, lentamente hemos reubicado las funciones en la ciudad, pero siempre la plaza ha sido el centro de la vida social: el lugar del encuentro de ciudadanos que acuden a debatir sus asuntos comunes.
Entonces, ese encadenamiento ágora, foro, plaza, no es solo una serie espacial, sino esencialmente serie política. La ciudad y la política se enlazan íntimamente pues tienen ese origen común: hacer ciudad y hacer política es administrar lo que es común. Y lo común en la ciudad es el espacio compartido. Ahora bien, cuando decimos administrar entendemos que esas decisiones sobre lo común se hacen en la tensión entre dos lógicas o modos de pensar. Entre la ciudad y la política hacen síntesis dos fuerzas, las del unir y desunir. La ciudad pensada y gobernada, y la ciudad habitada.
Por un lado las fuerzas del desunir, la ciudad amurallada, que limita y aísla un espacio como cierre y sutura. Cierre hacia fuera de aquello que la enfrenta (lo desconocido, lo indomable de la naturaleza y de lo humano: los bárbaros); sutura hacia dentro, dando un sentido e identidad a lo que reúne (lo conocido, lo domesticado por la palabra y el nombre: ciudadano).
En este sentido, la ciudad es el dominio de la polis, el lugar donde se habla y se discuten los asuntos de la ciudad. Se habla por los que no tienen la capacidad de hacerlo pues no tienen voz, el barbarbar ininteligible que emiten los bárbaros extramuros o el silencio de aquellos que, ocupados en sus asuntos particulares, no tienen tiempo de sobra para ocuparse de los asuntos comunes: los asuntos de la ciudad.
Pero por otro lado, en el cruce del unir y desunir, se instala una tensión que va de la ciudad planificada a la ciudad habitada. Pues, la ciudadanía no puede contenerse en los lugares estancos de la ciudad administrada por el poder policial. Algo excede y desborda, los balbuceos que la palabra oficial excluye se filtran por los subsuelos, toman formas inteligibles: murmullos, frases, gritos. El pueblo quiere saber de qué se trata, mete las patas en la fuente, circula alrededor de la pirámide, cacerolea, piquetea, ocupa el centro (sea Wall Street, o la Plaza del Sol).
Lo que desborda son sujetos que se nombran a sí mismos, que se corren de los nombres que la administración policial de la política les impone, a veces apropiándoselos, otras dotándolos de nuevos sentidos, o inventando nuevas gramáticas políticas. Aquí la polis es poiesis, poesía y política, desordenando lo establecido para visibilizar sujetos “mandados al silencio”.
Estas dos lógicas conviven en la ciudad. Pero no es que encuentran en ella un espacio para emplazarse. La ciudad no es meramente un lugar, sino que es constitutiva de estas identidades. Los manteros no es que “se pongan allí”, y el poder policial del estado pueda “ponerlos en otro lugar”. Los manteros “son allí”, pues la esencia de esa plaza es ser una plaza: un lugar vacío donde pueden hacerse visibles las diversas formas de la ciudadanía, siempre nueva.
Por ello, no se trata de “estar a favor de una” o de otra. Cuando los comerciantes hablan desde la política policial pidiendo un orden en los lugares no se equivocan, pero expresan una fuerza cuya concreción es imposible: lo social se desbordará, mutará y volverá bajos nuevos ropajes. Ello no debe sorprender, pues la voz de los comerciantes es una voz privada. Pero ¿cómo pensar la voz del Municipio, cuya función debería ser “dar voz” (representar) a las voces desbordantes?
4-Gamers al poder
Entro entonces en otra disquisición. Recuerdo un juego de computadora que en una época nos apasionaba, el SimCity. Fue un juego revolucionario en su idea, ya que no se trataba de ganar o perder, sino de construir una ciudad. Así, uno dispone de diferentes infraestructuras urbana para ir “colocando” a medida que los ciudadanos van poblando. Uno coloca una carretera y llegan colonos, y luego va colocando casas e infraestructura productiva, servicios, y así va desarrollando la ciudad con acueductos y fuentes que mejoran la salud, y servicios como bomberos y policías, etc…
Lo que me llamaba fuertemente la atención, era justamente, el problema de la pobreza (en el juego aparecía como indigencia, osea, vagabundos). Por razones propias del juego, el control de la indigencia era un problema. Se dispone de policías y universidades, industrias y autopistas, pero los vagabundos siguen llegando. El problema era tal que un filósofo y periodista, Matteo Bittanti, ha escrito nada menos que un tratado de 600 páginas bajo el título “Cómo deshacerse de la indigencia”, pensando en el SimCity. En el juego, “los vagabundos se representan como figuras bidimensionales amarillas, sin género definido, que cargan con sus fardos. Su presencia incomoda a los habitantes de SimCity y devalúa el precio del suelo”. No es el delito, no es la inseguridad, no es la pobreza o los niveles educativos, no, el problema es estético: devalúan el precio del suelo.
Pero así como en el juego, la vida real. En Los Ángeles, la zona del centro histórico (el down town) llamada Skid Row, “hacia 1975, el Ayuntamiento adoptó una política de «contención» e intentó concentrar a la mayoría de la población sin ingresos o vagabundos en el área para garantizar, en teoría, un mejor acceso a servicios sociales. Decenas de refugios y organizaciones que ofrecen comida y ropa se instalaron para atender a la creciente población de personas sin recursos que acudían a Skid Row desde otras zonas de Los Ángeles y de fuera del condado (…) Ahora, El Ayuntamiento tiene un gran plan de revitalización del centro histórico que comienza justo en la frontera noreste de Skid Row. Y las tiendas de campaña, los refugios y los puestos de comida gratis están ya tan sólo a una calle de distancia del nuevo Los Ángeles «manhattanizado» con lofts y cafeterías de diseño” (El Confidencial, 14/4/15).
Y así como fue allá, ahora lo es acá. Por eso, nótese que la discusión no es que la gente no tiene para comer, ni siquiera si compiten con los comercios o no (porque no se les prohíbe la venta, solo la venta “en ese lugar”); el problema para el municipio es “dónde venden”. La obscenidad policial es doble. Por un lado, por lo obsceno de aparato represivo estatal frente a 40 familias (y la naturalización con la que esta sociedad platense se plantea el problema: todos discutimos si está bien o mal la venta ambulante, pero nadie se pregunta por las condiciones de la misma).
Por otro lado, porque esa presencia no nos está cuidando de un peligro, sino que está protegiendo la estética de la ciudad. Está protegiendo la ciudad como nueva mercancía. No está prohibiendo la venta, solo la desplaza, porque esos cuerpos deben circular por otros espacios, no éstos que son donde juegan “nuestros” niños. La plaza, con la vacuidad de significante que porta, y por ello, la potencia de nombres que podemos ponerle, es sólo éso: nuestro lugar. Se han apropiado de la ciudad como una mercancía, para “ponerla en valor”: pintarla, adornarla, regularla, ordenarla.
Desde el Municipio, con Julio Garro a la cabeza, manejan la ciudad como si jugaran al SimCity.
*Sociólogo de la UNLP. Docente de Sociología de las organizaciones y territorio. Autor de «Misceláneas de ciudadanía: La tensión, contradicción y tragedia de lo social». Miembro del Colectivo de Investigación y Acción Jurídica (CIAJ)