Publicada: 23/4/17
Cuando S. comenzó con el proceso de narrar tenía que hacer pausas para ir al baño y vomitar. Fue en noviembre de 2016 que esta mujer logró denunciar a su tío paterno por haber abusado sexualmente de ella desde que tenía 13 años. Lo hizo de forma sistemática hasta casi sus 20.
En esa oportunidad, la causa recayó en la oficina del juez Pablo Raele, titular del Juzgado de Garantías en lo Penal N° 3 del Departamento Judicial de La Plata, que declaró que el delito ya había prescrito y que no era posible seguir investigando. Raele había argumentado que en la legislación argentina el plazo de prescripción es un principio que no puede ceder frente al derecho de las víctimas, aunque éste se encuentre avalado por el derecho internacional.
“El juez planteó un dilema falso: ´Yo entiendo todo este derecho de las víctimas pero está en contraposición con el derecho del imputado´. Entonces a ese primer dilema lo que nosotras planteamos es que el Estado y las normas representan un único interés que es el interés social, y el interés social se construye también a partir de todos los estándares internacionales”, explica a Perycia Sofía Caravelos, abogada de la víctima.
Junto a Analía Carrillo, su socia, apelaron la resolución. Y en marzo de este año la Sala IV de la Cámara de Apelaciones y Garantías de La Plata estableció que el plazo de prescripción de un delito no puede ser argumento para desestimar la investigación de un caso de abuso sexual. Así sentó un precedente histórico en casos de abusos en medio de la lucha contra la justicia machista.
Los abusos contra esta mujer –cuya identidad se resguarda por motivos judiciales- comenzaron en 1993, cuando un tío paterno logró la confianza de sus padres para llevarla a dormir a su casa con el pretexto de que él podía acercarla a la escuela, a la que también asistía su hija.
Las invitaciones comenzaron a ser cada vez más continuas y en ese lapso empezó a abusar sexualmente de ella, con un grado tal de dominación que terminó influyendo en la constitución de la personalidad de la niña que estaba entrando en la adolescencia. Es decir, influyó en su vestimenta, en sus cortes de pelo, comenzó a fumar y tuvo una vida social e íntima perturbada.
El tío ejercía un control para que ella se mantuviera en silencio, aprovechando su cercanía con la familia y la confianza que había generado. Los abusos fueron volviéndose más violentos con el correr de los años hasta que ella logró develar la situación, primero de forma confusa a alguna amistad y luego con más claridad a sus hermanas y a sus padres.
El primer asesoramiento que recibió fue de parte de profesionales de la salud mental, porque al mismo tiempo que ella logró contar la situación se produjo una crisis en su psiquismo.
En el fallo de la Cámara, donde se declara la imprescriptibilidad, la letrada María Silvia Oyhamburú argumentó que la víctima “padeció una etapa donde –a posteriori de los años en los que sufrió los abusos sexuales- no fue dueña de su vida, ni de ella misma, con esto me refiero a lo relatado por la víctima, quién narró que cuando por fin pudo hablar y pedir ayuda a sus 20 años de edad, tuvo una crisis psiquiátrica donde fue medicada, estaba carente de voluntad y no se encontraba en condiciones de realizar acto jurídico alguno…”.
Mucho tiempo después, ya recibida de su carrera universitaria, S. se preguntó: «¿Qué pasaría si denuncio?». Y ahí vinieron las consultas en el ámbito del Derecho, porque el primer obstáculo o miedo que se le apareció fue el de la prescripción del delito.
La abogada Sofía Caravelos le dijo que tenía que intentarlo.
—Estaba en una situación muy crítica —recuerda Sofía—. Lo cuento como anécdota pero ella venia acá, iba al baño y vomitaba porque era insoportable a nivel físico el asco que le producía poder revisar toda esa situación.
La estrategia judicial apuntó a la construcción de un relato sólido, algo que les llevó mucho tiempo.
“No son términos políticos ni psicológicos. El relato para mí es creíble, no tengo ninguna duda y allí vamos por el reproche penal, que no es solamente la cárcel para el tipo sino, fundamentalmente, establecer un orden de verdad: qué es lo que pasó, qué es lo que toleramos socialmente que pueda pasar o no y, en consecuencia, cómo se llama eso que pasó y cuál es el reproche”, dice Caravelos.
—El que hace la primera defensa es el juez Raele. Eso es paradigmático. Pero también es cierto que eso limita la capacidad recursiva del acusado, al no plantear el tema de la prescripción al principio.
Sofía Caravelos es abogada hace 17 años y su ejercicio profesional siempre estuvo vinculado a su actividad militante en Derechos Humanos. Es hija de desaparecidos de la última dictadura cívico militar y creció con el descrédito hacia la Justicia, propio de quien tuvo que padecer las leyes de obediencia debida y punto final. El escrache a los genocidas y otras herramientas impulsadas por HIJOS le permitieron entender a la justicia como una dimensión que no pasa solamente por los tribunales. Actualmente, es abogada militante del Colectivo de Investigación y Acción Jurídica (CIAJ).
—Así como yo me crié durante estas leyes, empecé a ser profesional cuando comenzaron los Juicios por la Verdad y los juicios a los genocidas. No puedo pensarme por fuera de eso —dice, en un esfuerzo por definirse.
Sofía trabaja junto con sus socias en un estudio sobre Calle 8, muy cerca del Poder Judicial platense. Afuera, en el vidrio, un vinilo de corte anuncia ABOGADAS. Cuando lo pusieron, un vecino se detuvo frente a la vereda, lo leyó y dijo en voz alta: “Abogadas. Habrase visto”.
A partir de la revisión que las mujeres vienen haciendo de las situaciones de abuso que vivieron de niñas, en su mayoría intrafamiliares, aumentaron las consultas vinculadas con la posibilidad de denunciar a sus victimarios.
En el actual contexto aparecen nuevas búsquedas y nuevos ensayos por parte de profesionales del Derecho, en su gran mayoría mujeres, de insistir en los juzgados a través de distintas estrategias y así lograr que los delitos de abuso sexual puedan sortear la prescripción.
La prescripción de los delitos sexuales es un tema devenido en problemática, ya que cada víctima tiene sus tiempos para poder reconocer y aceptar que lo que le sucedió en su infancia o adolescencia fue un abuso sexual.
En 2011 se sancionó la Ley Piazza (26.705) que estableció que para estos delitos la prescripción comenzaba a correr a partir de la mayoría de edad de la víctima. Luego, la Ley 27.206 de “Respeto a los Tiempos de las Víctimas”, de 2015, incluyó todas las doctrinas y jurisprudencias de los últimos tiempos, y las normas internacionales a las cuales Argentina adhiere, tales como la Convención sobre los Derechos del Niño (1989) y la Convención sobre la Eliminación de toda forma de Discriminación contra la Mujer (1980).
Esta última ley establece que la prescripción de los delitos contra la integridad sexual y de trata queda suspendida mientras la víctima sea menor de edad. Si la víctima hubiera cumplido la mayoría de edad, también queda suspendida hasta cuando pueda hacer la denuncia.
Para Caravelos, “la prescripción está íntimamente relacionada con el tipo de delito, ya que no es lo mismo un abuso simple que un abuso sexual con acceso carnal, o un abuso agravado por el lugar de ascendente del abusador. Hay diferentes formas de calificarlo que prevén penas distintas y esos son los plazos que se van a computar para la prescripción”.
La víctima junto a sus abogadas hicieron la presentación el 9 de noviembre de 2016 ante la fiscalía de Betina Lacki, quien estaba de turno y aceptó el relato, convocando a una audiencia. Comenzaron a tomarse algunas medidas de prueba y fue entonces que el juez Pablo Raele planteó que la causa estaba prescrita.
—Nosotras fuimos a Cámara y planteamos que no, que no estaba prescrita. Y no porque el delito se transformara en un delito imprescriptible, porque eso es una categoría que está vinculada a los delitos de lesa humanidad, sino que no prescribió por poder entrelazar el derecho interno con otros estándares del derecho internacional para construir lo que significa el sentido del tiempo en el Derecho —cuenta Caravelos.
En la última instancia, les tocó una sala compuesta por tres jueces. El voto del magistrado Carlos Argüero, quien mencionó la aplicabilidad de la Convención de los Derechos del Niño, y el de la jueza María Silvia Oyhamburú, quien cambió el criterio que tenía hasta el momento, dando a entender que era aplicable la Convención Interamericana para Prevenir, Sancionar y Erradicar la violencia contra la mujer y el Pacto de San José de Costa Rica, terminaron configurando la mayoría de esa sala.
—La búsqueda de justicia para quienes ejercemos el derecho en términos de violencia institucional y en el feminismo genera esto, digamos, la posibilidad de establecer un orden de verdad. Nos enfocamos en el valor de la justicia para poder ordenar socialmente lo que estamos dispuestos a tolerar y lo que no.
Para Caravelos, el movimiento de la marea verde, de la que ella también se siente parte, va forjando nuevas grietas donde entra la luz y se puede iluminar, pero por otro lado, y como reacción, aparece toda una corriente «moralizante» dentro de la justicia, como ocurrió con el caso de Lucía Pérez.
Esos mensajes, dice la abogada, son los que pretenden que las mujeres no conquisten la autonomía sobre sus propios cuerpos, haciendo aparecer el debate por el consentimiento.
“¿Qué es o no es consentimiento? ¿Qué significa resistirse? ¿Cómo tiene que manifestarse para estos moralizadores la resistencia? El otro día veía un fallo que decía que sólo podía haber resistencia cuando era física, activa y persistente. De lo contrario, no había dudas de que había consentimiento. Esta frase que nosotras enarbolamos políticamente de NO ES NO, efectivamente está teniendo una reacción preocupante, de la que hay que estar alerta”, reflexiona.
Ahora dice que continúan trabajando en la estrategia que le permita a la víctima S.R. nombrar la violencia:
—Ella ahora está en otro proceso. Hay que entenderla. Está enojada con la justicia, quiere vomitar a la justicia —concluye Caravelos.