Era el mediodía del domingo 19 de octubre de 1975, día de la madre, y el teniente coronel Raúl Guillermo Pascual Muñoz comunicaba a la central policial que la casa que habían intentado evacuar desde la noche anterior ya había sido demolida. Al teniente lo habían convocado de urgencia por ser el Segundo Jefe del Regimiento 7 de Infantería de La Plata y tenía la orden de realizar, en menos de una hora de trabajo, lo que decenas de efectivos policiales no habían podido hacer durante horas.
Las ocho barras de trotyl detonadas no habían sido suficientes para que el sujeto se rindiera. 20 minutos después del arribo de Pascual Muñoz se dinamitaba la casa volando por completo el frente, permitiendo el ingreso de los oficiales. Ahí estaba el extremista, cuerpo a tierra sobre las baldosas rojas y amarillas de la cocina, bajo una mesa, empuñando una escopeta. Todavía respiraba. Sin importar si algún vecino de los que no habían sido evacuados podría escuchar, le dispararon a quemarropa.
El tiroteo duró 18 horas. El operativo 36.-
En el acta de defunción el médico de la Policía de la provincia de Buenos Aires, Juan C. de Falco, firmará que Juan Martín Jáuregui falleció como consecuencia de una hemorragia interna y externa por proyectil de arma de fuego. No se hará mención alguna a las detonaciones que ese 19 de octubre destruyeron la casa.
Las pericias establecieron que los disparos que habían asesinado a Juan Martín Jáuregui fueron cuatro: uno en la región occipital izquierda, y tres en la región paravertebral izquierda. Varias décadas después, cuando se reencuentre con el cuerpo para trasladar los huesos de su padre de la tierra a un osario en el cementerio de La Plata, su hija Marta mirará los balazos en el cráneo y pensará en ese instante brutal en el que, más allá del inmenso operativo, lo mataron disparándole por la espalda.
La madrugada del viernes 17 de octubre de 1975, Juan Martín “El Negro” Jáuregui caminó hasta la esquina de la avenida 44 y la calle 131 del barrio El Retiro de La Plata, para encontrarse con el camión Chevrolet negro y amarillo de Vialidad de la Provincia de Buenos Aires, que lo llevaría en la caja volcadora hasta Magdalena.
El Negro era un obrero “güinchero” desde 1961 y trabajaba en las canteras operando las grúas hasta media tarde. Desde allí emprendía el mismo viaje de regreso a su hogar: cuando había plata lo hacía en colectivo, casi siempre en el mismo camión, y a veces en la bicicleta que cargaba junto a él.
Ese viernes había sido distinto. No lo esperaban los mates amargos de su compañera Lucy, ni sus tres hijos, Marta, Juan Martiniano y Carmen, dispuestos a hacer los deberes del colegio. El día anterior habían detenido a unos compañeros que estaban haciendo unas pintadas por el Día de la Lealtad Popular. La Unidad Básica de Hernández, donde imprimían el periódico del Movimiento Revolucionario 17 de Octubre, organización peronista en la que era uno de los cuadros, estaba en la mira de la represión.
El Negro tenía sospechas: había analizado y escrito durante meses sobre el accionar represivo de la Triple A (Alianza Anticomunista Argentina). Creía que lo tenían marcado. Entonces comenzó a organizar lo que iba a ser la resistencia a su muerte.
La noche de aquel sábado, Máximo, un joven del barrio donde vivía El Negro, había decidido no salir y estaba reunido con sus amigos en una esquina. De repente vieron que tres autos se acercaban a la casa de los Jáuregui. Después escucharon el primer tiroteo. La memoria suprime algunos datos, y lo que suele quedar en el filtro, es el impacto. Los autos y el tiroteo. Ambas cosas sucedieron. Pero entre una y la otra pasaron varias horas.
Cerca de las diez de la noche oficiales de civil en dos autos particulares frenaron frente a la casa de Jáuregui, en la calle 47 entre 159 y 160. Se cree que eran de la banda parapolicial de la Triple A. Buscaban al Negro. Pero hubo un elemento que cambió la estrategia del operativo: él se resistía a salir de su casa, incluso a escapar.
Esa noche, el Negro tenía una carabina calibre 22 y un revólver 38, pero no eran su única defensa. La casa que había construido con mucho esfuerzo se convirtió en una suerte de fuerte de doble revoque con ventanas y puertas electrificadas. La había levantado después de vivir varios años con su familia en una casilla en ese mismo terreno de la calle 47. En ese momento el barrio era un gran campo cortado por algunas calles de tierra y con viviendas dispersas, un lugar perfecto para que este integrante del MR17 desarrollara su actividad social y militante.
En 1974, las hileras de bloques hechos por él mismo con cemento y conchilla traídos de la cantera con autorización de Vialidad, pasaron a ser la casa del Negro Juan, de su esposa Lucia Álvarez y de sus hijos. Era una Unidad Básica donde se leía a Lenin, a Marx, a Mao, donde se enseñaba a leer y a escribir, donde se dictaban talleres de costura y se brindaba la copa de leche para los más chicos del barrio; la casilla fue acondicionada y se convirtió en la sala de primeros auxilios, donde Perla, una compañera, hacía asistencia médica para todo el barrio.
No pudieron disfrutarla demasiado.
Al lado de la casa de Juan vivía su padre, Martiniano, un armero de 140 kilos, insulinodependiente, que usaba bastón para caminar. Estas características lo hacían un hombre solitario que poco opinaba sobre la militancia de su hijo y dedicaba mucho tiempo a reacondicionar armas y otros elementos de uso doméstico, como planchas y lámparas de kerosene.
La noche del operativo los efectivos ingresaron a la casa de Martiniano. Lo interrogaron. Se negó a brindar información sobre el paradero de su hijo y como castigo fue atado a un árbol, con los ojos vendados. Además de golpearlo, lo sometieron a escuchar cómo se tiroteaban con Juan Martín hasta el final. Pero no sólo eso: le robaron sus armas y le inventaron una declaración en la que confesaba ser el responsable del arreglo y el mantenimiento del armamento de la Organización.
Esa declaración, junto con otras manipulaciones de los hechos que justificaban el accionar de la policía y del ejército, fueron publicadas el 20 de octubre de 1975 en el diario local El Día y en los diarios nacionales La Nación, La Prensa y Clarín. En El Día se publicó una pormenorizada crónica basada en el informe policial brindado a la prensa, que resaltaba el momento en el que arribó al lugar el Jefe de la Policía, comisario general Enrique Everardo Silva, acompañado por el director de Seguridad, el comisario general Máximo Moradillo, al momento de producirse la segunda explosión. Es decir, cincuenta minutos antes de que terminara el operativo, que había durado más de medio día.
El 10 de septiembre de 1979, el Presidente de facto, Jorge Rafael Videla, en el decreto N°2243/79 ordenó la modificación de la forma de arresto de ciertos detenidos a disposición del Poder Ejecutivo Nacional. Martiniano Máximo Jáuregui, con 70 años, se encontraba privado de su libertad desde la noche del operativo y, a raíz de ese decreto, pasó a cumplir arresto en la localidad de La Plata, pudiendo desplazarse dentro de la ciudad bajo control de la Policía de la Provincia de Buenos Aires.
Doce días después del decreto, el Jefe de la Unidad 9, Prefecto Mayor Abel David Dupuy, informó al Jefe de Policía que habían otorgado la libertad vigilada a Martiniano. En principio, se instaló en la casa de uno de sus hijos, en Villa Elisa. Luego de su detención clandestina en Arana y de los malos tratos que había recibido en la Unidad 9, su enfermedad había empeorado y dos años después de recibir su libertad, el 16 de noviembre de 1981, falleció.
Los primeros pasos que dio Juan Martín Jáuregui en la militancia fueron en el peronismo: desde los veintitrés años integró la llamada resistencia peronista. El Movimiento Obrero Peronista (MOP) originó la resistencia al Gobierno Militar de Eduardo Lonardi, que tomó el poder el 16 de septiembre de 1955 y que tiempo después fue sucedido por Pedro Eugenio Aramburu. El MOP anhelaba y trabajaba por el retorno de Juan Domingo Perón, que luego del golpe militar debió estar exiliado por más de 18 años.
En 1964, Juan Martín se sumó definitivamente a la línea revolucionaria del peronismo integrándose al Movimiento Revolucionario Peronista (MRP). Este grupo, que proponía una salida para llegar al socialismo, venía de la Juventud Revolucionaria Peronista (JRP). Uno de los fundadores y líderes, tanto de la JRP como del MRP, era el Secretario General del gremio de los Jaboneros y Perfumistas de Capital, Gustavo Rearte.
Rearte dio un vuelco en 1970 donde planteó a través de su escrito “Violencia y Tarea Principal” que “la historia de nuestra resistencia -como la de la lucha de otros pueblos-, nos enseña que la lucha armada sin inserción en el marco de ciertas premisas teóricas, políticas y organizativas puede deparar al movimiento revolucionario nuevas derrotas más trágicas que las conocidas hasta hoy”. Concluía con que “la tarea principal es dar respuestas adecuadas a esta maniobra, y para ello el esfuerzo fundamental debe orientarse en la búsqueda de una política que una al Peronismo Revolucionario mediante métodos organizativos que permitan estrechar sólidos vínculos con la base, aislando de ella a la dictadura y a los traidores del Movimiento” .
De esta manera y por medio de este planteo se creaba el Movimiento Revolucionario 17 de Octubre (MR17). La nueva prioridad era la formación de un partido político de la clase obrera a través de un trabajo revolucionario en sus bases, logrando una simbiosis del peronismo con aportes del marxismo.
El 16 de octubre Juan Martín había escrito en su cuaderno de militancia su disconformidad respecto a las medidas de seguridad dentro y fuera de la Organización. Prácticamente acusaba que eran nulas:
“A veces no discuto como se debe hacerlo, fraternalmente, y comprendo mi falla de conciencia revolucionaria en ese aspecto, ya que controlar nuestro dominio también es una formación revolucionaria de alcanzar, si vivo lo lograré. Esta vez la causa es la superficialidad con que se discute y se aprueban determinadas cuestiones de la seguridad. Cuanto más avancemos, más lamentaremos determinadas cuestiones no suficientemente compartimentalizadas. Lo más difícil para la Revolución es la preservación que sobre ella logren desarrollar los revolucionarios y en este aspecto existen cuestiones que entendemos en los razonamientos que debemos corregir, pero que no comprendemos en la práctica que debemos por una necesidad realizarlas. La seguridad de la organización exige, por la necesidad de su desarrollo mismo, un extremo cumplimiento de todos y cada uno de sus requisitos. Es por ello incorrecto explicar a compañeros cuyo compromiso no es tan definido ni aceptado por la Organización, el método de su funcionamiento. Cuando uno le explica a un simpatizante el mismo se podrá quedar o se podrá ir, pero la organización no le podrá hacer olvidar lo que le confió. De igual manera que la seguridad no es saber recitar una cartilla, esto exige una práctica, un entrenamiento y lo que es más, una toma de conciencia de la necesidad de utilizarla como forma de supervivencia en las tareas de la revolución. De aquí mi mala manera de discutir con el compañero Pepe; alguna vez el compañero comprenderá que quien no toma en meses recaudos de cosas sumamente sabidas no puede en una clase ser diplomado de seguridad; entonces el compañero sabrá que mi fraternidad hacía él está contenida en nuestra afinidad de formación revolucionaria y no en mis gritos no muy fraternales. Si vivo me corregiré, sino la Revolución se ha perdido la oportunidad de educarme”.
Según consta en el expediente, los efectivos pidieron la presencia de un experto en explosivos. Al lugar arribó el Subinspector Mariano Meroni quien, al querer abrir la puerta de la casa del Negro Jáuregui, recibió una perdigonada.
Mucho tiempo después, la defensa de Lucía Álvarez (durante el pedido de contemplación de la Ley N° 24.411 de Indemnización por desaparición forzada o fallecidos por el accionar del terrorismo de Estado, aunque el caso, por ser anterior a 1976, no está contemplado en dicha legislación), cuestionará que Meroni haya sido herido, pero la descarga eléctrica de la puerta provocó que se organizara un descomunal operativo que contó con la presencia de efectivos de la Unidad Regional, del Comando Radioeléctrico, del Cuerpo de Infantería Motorizado de la Policía provincial y una patrulla del Regimiento 7 de Infantería del Ejército “Coronel Conde”. El crimen del Negro Jáuregui sigue aún en la más absoluta impunidad: no hubo una investigación judicial seria ni ningún detenido ni imputado por el hecho.
Y eso que la desproporción del enfrentamiento había sido gigantesca. Los efectivos barrieron la finca con ametralladoras UZI. Desde adentro de la casa, Juan respondía con sus dos armas. Lo conmovedor es que, consciente de que estaba en un callejón sin salida, el Negro escribió sus últimas palabras cerca de las cinco y media de la tarde, con letra desprolija:
“Querida Compañera: creo que no debo abandonar este lugar y presiento que no te volveré a ver, pero no quiero que sufras por mi muerte, pues si es de morir en combate es la forma más honrosa a la que puede aspirar todo militante revolucionario que esté convencido de porque lucha y de porque vivió. El sistema es quien más claramente se encarga de demostrar la seguridad de la victoria revolucionaria y trabajadora y socialista, con el adelantamiento de las FFAA y subordinación en sus manos de todos los resortes que le permitan centralizar y generalizar la misma, pese a todo no podrán evitar ni detener nuestro avance, avance en que la lucha del Pueblo vencerá. Querida compañera pese a que casi nunca te lo he dicho, junto a ti he vivido feliz, y si no he podido brindarte más tiempo a esa felicidad ha sido porque veinte años de lucha, de sobresaltos y de tensiones no han sido el mejor marco para disfrutarlos, a nuestro hijos mi admiración y orgullo por su comportamiento, a todos los compañeros trabajadores mi solidaridad en la lucha que ellos llevan para la victoria, a mis compañeros de organización un abrazo militante y revolucionario. PATRIA O MUERTE. VENCEREMOS”.