Islas Malvinas 19/4/82
Señora Dilia:
Mi querida hermana, […] esto es para hacerte saber que me encuentro acá en las islas Malvinas.
Nadie salió a despedir a Simón Antieco cuando partió hacia Malvinas. Estaba cumpliendo el servicio militar en Comodoro Rivadavia, a 800 kilómetros de su comunidad mapuche en Costa del Lepá, Chubut. Sus afectos se enteraron del traslado con la primera carta, cuando ya estaba en Bahía Zorro, Gran Malvina. Juana Antieco tenía 13 cuando vio por última vez a su primo, el día que se fue a la conscripción. “Fue a mi casa a lavar su ropa, a plancharse, dijo que estaba cansado de cuidar de la abuela. Me voy y capaz no vuelva, le dijo a papá”. Juana atesoró esa anécdota en 1982 y la cuenta cada 2 de abril.
Simón es uno de los primeros excombatientes de Malvinas de pueblos originarios en ser reconocido como tal, y el único caído mapuche de la provincia del Chubut. En Costa del Lepá se inauguró un puente que lleva su nombre y un monumento lo representa vestido de combate, con la bandera argentina a un lado y la mapuche al otro. También llevan su nombre la escuela Nº 93 de Trelew y la biblioteca popular del Centro de Veteranos de Guerra de Rawson que investigó durante más de dos años para armar una biografía suya que incluye documentos, fotos, recortes de diarios y la carta que aquí se publica.
A pesar de esto, Juana dice que no hay un reconocimiento del Estado: “La historia colonial, genocida, racista, siempre nos oculta, siempre cataloga al pueblo mapuche como un pueblo invasor que vino de Chile, no podemos esperar que reconozca que soldados del pueblo mapuche fueron y defendieron las Islas Malvinas, que hubo soldados originarios de diversos pueblos que murieron allá. Es una de las tantas deudas que el Estado tiene con nosotros”.
Para el politólogo e investigador del CONICET Pedro Munaretto “los excombatientes indígenas no son reivindicados como tal por parte de las instituciones del Estado, sobre todo en lo referido a Malvinas”. Pedro está trabajando en su tesis doctoral Los caídos de origen qom en la guerra de Malvinas: representaciones de la muerte comunitarias y su relación con el poder estatal. La relación de las minorías indígenas con el Estado es una de las grandes preguntas de su investigación, para la que dice no tener aún respuesta. “Lo que sí me animo a decir es que es una relación paradójica. Por un lado, hay mucha violencia aplicada por dispositivos estatales, y por otro, está comenzando una autovisibilización como otro estatus para presentarse frente a su comunidad. Ser excombatiente de Malvinas es también una fuente de poder simbólico muy importante”.
“Vos ya lo debes saber lo que pasa con esta isla, pero hay mucho regimiento no solamente en el que estoy yo, así que caminan puro militares argentinos. Te digo que a los ingleses ya los corrimos todos. Ahora no sabemos cuánto tiempo vamos a estar acá. Te digo que cuando nos trajeron para acá nos trajeron en avión y cuando llegamos no sabíamos a dónde estábamos”.(fragmento de la carta de Simón Antieco a su hermana Dilia)
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Simón nació en Costa del Lepá, un pequeño paraje mapuche del departamento de Cushamén, Chubut. Tuvo una infancia dura: su madre Amalia enviudó dos veces y crió sola a Simón y a su hermana Dilia hasta que tuvo que ir a trabajar a Chubut, a la ciudad de Esquel. Simón de dos años quedó al cuidado de sus abuelxs, Dilia fue con otra familia.
Lxs hermanxs vivían cerca, se conocían, iban a la misma escuela, a veces jugaban juntxs. Dilia falleció en 2021 pero cuenta en la biografía publicada por la biblioteca popular Simón Antieco, que su hermano “no llegó a terminar el ciclo primario porque le costó mucho el aprendizaje”, habla de “abandono de mamá”, de “desnutrición” y poco afecto.
Cuando Simón tenía 14, Amalia Antieco murió por “problemas relacionados al alcoholismo”, según la biografía. Dejó tres hijos más, Omar, Nilda Beatriz y Eleuterio. Cuenta Dilia que su madre también dejó un sueño sin cumplir: volver a buscar a los hijos de Costa del Lepá y llevarlos con ella.
A los 16 Simón comenzó de changarín en la estancia donde habían trabajado su abuelo y sus tíos, hasta que a los 18 fue llamado a cumplir con el servicio militar obligatorio en el regimiento 8 de Comodoro Rivadavia.
“Acá es muy lindo, hay de todo, lo que sí hace mucho frío. Estamos bien abrigados pero igual nos pasa el frío. Ya te digo que cuando estábamos en el regimiento y estábamos por salir teníamos miedo que íbamos a venir a morir pero una vez que estábamos acá no sentíamos nada, si morir o matar”.
(fragmento de la carta de Simón Antieco a su hermana Dilia)
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Ese 8 de mayo del 82, el día que Simón murió, Elvio Vargas bajaba del cerro. Volvía junto a su grupo de un largo patrullaje de una semana. Simón subía. Elvio recuerda que se cruzaron. No eran amigos, se conocían de vista, integraban el regimiento 8 de Bahía Zorro y tenían casi la misma edad, pero Elvio era jefe y de otra patrulla —“soldado viejo”— y Simón era conscripto.
Lo que se supo al día siguiente del accidente en el que murió Simón fue esto: su patrulla deambuló ese día bajo la lluvia, encontró una casilla de madera de dos pisos, encendió un fuego para calentarse y secar los uniformes. Algo agarró y en poco tiempo el piso de abajo era solo llamas. Tres soldados que dormían arriba murieron. A Simón lo identificaron “enseguida, por lo chiquito”, dice Elvio. Fue sepultado provisoriamente en el lugar y luego trasladado al cementerio argentino de Darwin. Fue ascendido a cabo post mortem y se le otorgó la condecoración «La Nación Argentina al muerto en combate».
Cuatro galletitas de agua, una barra de chocolate, un poquito de leche en polvo, dos pastillas de alcohol de quemar, una lata de carne. Elvio recuerda que esas eran las únicas provisiones con las que cada soldado contaba por semana. Caminaban todo el tiempo, vigilando que ningún inglés desembarcara en aquel territorio que era hasta el momento exclusivamente argentino. Cada semana volvían al regimiento a pasar una noche, alerta a que los Harriers bombardearan, cosa que sucedía casi todos los días, y que los hacía correr en medio del fogoneo hacia las cuevas de zorro. Dormían, quizás, unas horas. Volvían a salir de patrullaje.
“Bueno hermanita tu carta la recibí antes de venir para acá y no tuve tiempo de contestarte. Te mande a retar un poco, si no me escribís vos, a mí no me dan tiempo para escribir y no tengo un cinco porque estoy más pobre que una rata. Hago empeño de escribirle a todos porque no saben lo que es subir y lo que es estar acá, en este momento me dan ganas de ver a cualquiera de mi familia. Bueno no te cuento más, si dios me da vida te contaré cuando me vaya y si no irán a recibir mis huesos porque acá no estamos seguro si volvemos o no”.
(fragmento de la carta de Simón Antieco a su hermana Dilia)
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No existen registros oficiales de cuántos soldados pertenecientes a pueblos originarios participaron del conflicto del Atlántico Sur, pero consultado por este medio el Instituto Nacional de Asuntos Indígenas respondió que la Coordinadora de Comunicación Audiovisual Indígena (CAIA) llevó a cabo un registro. Contabilizó que de los más de veintitres mil argentinxs que participaron, cerca de cien se reconocen o son nombradxs como pertenecientes a pueblos originarios. Al cierre de esta nota, Perycia no obtuvo respuesta del pedido de acceso a la información pública ante el Ministerio de Defensa sobre este dato.
La fundación Napalpí, una ONG chaqueña que busca la recuperación y visibilización de la historia y la cultura de los pueblos indígenas, también elaboró un registro. Analía Noriega y Juan Chico, dos de sus fundadores, se cruzaron en 2011 con la historia del excombatiente qom Eugenio Leiva, que les contó de otros, y así fue creciendo: se estima que cincuenta y tres personas que participaron de Malvinas pertenecen a los pueblos del norte qom, wichí y moqoit. A partir de ese trabajo, la provincia de Chaco instituyó el 26 de agosto como el “Día del Veterano y caídos indígenas en la guerra de Malvinas”.
Debido a esta ausencia de registros oficiales, hay asociaciones como los Veteranos Mapuches de Malvinas que llevan un registro a partir de los apellidos de los soldados muertos que figuran en el Monumento a los caídos de la Ciudad de Buenos Aires, colocado allí por las Fuerzas Armadas.
Martín Raninqueo también observa, igual que el investigador Pedro Munaretto, que la visibilidad de los pueblos originarios en Malvinas comenzó hace poco. Martín es mapuche, peleó en el regimiento del Monte Wireless Ridge y forma parte del Centro de Ex Combatientes de las Islas Malvinas de La Plata (CECIM). Martín cuenta que la búsqueda de su identidad comenzó en el 80 y con confusión.“Yo pertenezco a una generación de mapuches que nació en la ciudad”, dice. Cuenta que después de lo que se conoce como “campaña del desierto”, “hubo un llamado al silencio de nuestros mayores, en la transmisión oral como siempre fue la transmisión de nuestro kimün, nuestro conocimiento”. Martín cree que puede haber sido en algunos casos para no transmitir el horror que habían vivido tras el genocidio, aunque también y sobre todo para proteger a los hijos, a lxs más chicxs.
En el servicio militar se cruzó con los fusiles remington, los que fueron utilizados para el exterminio de los pueblos originarios y con los libros de la historia argentina que se enseñaba en aquel momento, la que fue escrita por los vencedores. A pesar de todo, decidió ir a Malvinas. “Fue algo visceral”, dice. “Lo sentí como un llamado de la mapu, un llamado de la tierra que estaba en peligro”. Pero en Malvinas nadie hablaba de la cuestión originaria. “En mi caso nosotros conservamos el apellido, pero a la mayoría de los chicos que fueron apropiados durante el genocidio indígena les pusieron el apellido de sus apropiadores”. Martín mira su historia, la historia de sus hermanos con esperanza. Cree que este proceso de reconocimiento identitaria recién comienza: “este es un proceso de ir hacia nuestras raíces que no va a terminar nunca, no tiene vuelta atrás”.
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Esta carta se la envió Simón a su hermana Dilia, el 19 de abril del 82, a poco más de dos semanas de iniciada la guerra. Está publicada en la biografía de Simón Antieco, junto con distintos documentos que recolectó la biblioteca popular del Centro de Excombatientes de Rawson que lleva su nombre. No se sabe si fue la primera, si fue la última. Simón murió el 8 de mayo de ese año.
Sin más para decirte, saludos para todos y para la abuela Juana y lo que pregunten por mí, perdona la letra que estoy escribiendo arriba de mi otra mano y no me alcanza el tiempo. Me despido con un fuerte abrazo y contestame aunque esté muerto, chau hermanita.
(fragmento de la carta de Simón Antieco a su hermana Dilia)