El muro tiene unos espacios así, con púas cuadradas. Yo podía subir mi pie, pero la vista te engaña. Del otro lado se miraba bajito pero realmente no.
Mi pantalón se traba. Yo subo el pie pero el otro no se destraba. Cuando mi hijo me destraba, mi peso en automático me tiró para el otro lado. Y la primera impresión de uno es agarrarse. Me empezó a sangrar todo esto, se miraba el hueso. Bien feo. Me dolía, me ardía. Sangrando, mi mano me dolía.
Empezamos a caminar pues para entregarnos a Migración. Ni siquiera nos iban a agarrar. Caminamos, caminamos. Bajó el de Migración que hablaba español y dice:
—¿Qué es lo que vienes a buscar?
—Yo vengo a buscar asilo —le dije. Yo llevaba toda mi papelería.
—Bueno, quítense las agujetas. ¿Qué te pasó en la mano? Te tienes que aguantar, muchacha -me dijo.
Nos llevaron a la hielera. Son unos cuartos fríos donde te llevan y solo te dan para taparte como que fuera la bolsa de un risito y con eso te tienes que tapar. Y me dijeron que si me llevaban al hospital me deportaban, pues que me aguantara. Yo no lloraba delante de mis hijos pero sudaba, no podía estirar mi mano. Y luego todavía me agarraban mis dedos para tomar mis huellas.
Nos llevaron como a tres lugares diferentes. En el último nos humillaron bien feo, a toda la gente, que no nos íbamos a quedar aquí, que éramos unos tontos, que éramos de lo peor. Nos trataron de basura.
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La mujer que habla se va a llamar, para este texto, Elena. Ella no quería migrar. En el año 2018 los hombres que abusaron de su hija, y que ella acusó en la Justicia, consiguieron su dirección y las empezaron a perseguir. Un día, la intentaron subir al auto para llevársela. Ese fue el día que Elena agarró a su hija y a su hijo, vendió un celular y decidió irse de Guatemala.
Migrar no debería ser un delito. Migrar es buscar una salida posible a años y años de violencia, de hambre, de catástrofes naturales, de políticos corruptos.
Hace meses que llevo cubriendo migración en Estados Unidos, México y Guatemala. Conocí familias guatemaltecas que llegaron, conocí un venezolano que cruzó el Darién y llegó a Nueva York pero lloraba desconsolado porque su marido había quedado varado en Panamá sin dinero y sin comida por una decisión del presidente Joe Biden. Conocí haitianos, cubanas, hondureños, salvadoreñas, mexicanos.
Conocí familias de migrantes que no llegaron. Un padre que aún busca viva a su hija aunque no sepa nada desde que se comunicó por última vez hace 13 años. Una hermana que tenía dos años cuando Bernabé, el mayor, salió hacia el norte en 1998 y nunca más supieron de él.
No conocí a un chico de 18 años que salió de su casa en un pueblo indígena de Guatemala para instalarse en Estados Unidos y mandar dinero para que su familia viva mejor, pueda comer algo más que frijoles y tortillas. A él no, no lo conocí, porque murió en el desierto.
En los bancos de Guatemala hay videos de personas sonriendo. Personas que migraron y sonríen, bailan, trabajan en un ambiente limpio, cómodo. Una mujer que agarra su teléfono y envía dinero (las famosas remesas) a su madre con un click, sonríe y sigue haciendole la manicura a una clienta rubia. Todo es luminoso.
En Guatemala, el 38 % de sus 18 millones de habitantes sobreviven con el cobro de remesas, de acuerdo con datos de organismos internacionales. En 2022 alcanzó un nuevo récord anual: el monto de divisas recibidas en remesas entre enero y noviembre llegó a los 16.398 millones de dólares, la cifra más alta de la historia del país.
“El gobierno alaba las remesas, pero demoniza la migración”, me dijo una psicóloga que acompaña a familias de migrantes que desaparecieron o murieron camino al Norte.
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Migrar no es un delito. Nadie es ilegal. Migrar es un derecho. Estas frases de tres o cuatro palabras son lemas, son banderas, estandartes de la lucha por los derechos humanos. Pero quienes llevan esas banderas no son los gobiernos por los que los migrantes pasan. Todo lo contrario.
Quienes levantan esos ideales son organizaciones de la sociedad civil, voluntarios y voluntarias que ayudan, la mayoría sin una retribución económica, a llevarles agua o comida a quienes atraviesan el desierto, a darles acompañamiento psicológico cuando llegan, o a sus familias cuando los migrantes no lo logran.
Las organizaciones son las que después buscan a esos desaparecidos. El gobierno no. El gobierno mexicano en Ciudad Juárez los encerró, copiando el modelo de los centros de detención de Estados Unidos, ayudando a ese país a que los migrantes no terminen de llegar, deportándolos.
El gobierno de Estados Unidos encierra a los migrantes que buscan asilo en centros de detención, los maltrata, los insulta, los hace pasar frío, y luego los deporta o los libera a su suerte. El gobierno de México hace lo mismo.
Uno de los 39 migrantes que murieron en el incendio en el centro que depende del Instituto Nacional de Migración de México se llamaba Bacilio. “El sábado 25 cayó en manos de Migración. Después ya no tuvimos ni un aviso de él y el lunes vimos la noticia de la tragedia. Nos preocupamos mucho. Empezamos a llamar a hospitales, nos dijeron que no podían dar mayor información. Nos dieron un número y ahí dijeron que sí, su nombre apareció en la lista”, dice su mujer a cámara.
Bacilio vivía en Chimaltenango, Guatemala, era fletero. Su mujer dice que se fue para salir de las deudas. Ahora ella pide, frente a cámara, a las autoridades guatemaltecas y mexicanas que la ayuden a repatriar el cuerpo. “Por buscar un futuro mejor ellos murieron calcinados. Los guardias no hicieron nada por sacarlos, ellos saben que el humo intoxica rápido. Eso fue ya casi a propósito que los mataron a los que estaban ahí”.