El 23 de diciembre de 2015 dos hombres intentaron matar a Laura Elena Moyano en La Plata. Fue en un departamento, el mismo escenario que otros eligieron dos meses antes para acribillar a puñaladas a la activista travesti Diana Sacayán. Igual que con Diana, los agresores de Laura escaparon sin ser vistos. Igual que con Diana, se atrapó sólo a uno. Sin embargo, Leonardo Agustín Bermúdez camina libre por la ciudad y en la investigación judicial –que lleva más de tres años de acumular fojas sin que la fiscalía la eleve a juicio- no hay rastros de la reclamada figura de intento de transfeminicidio: quedó reducida a una carátula de ‘lesiones graves’. “Justicia es una palabra vacía”, dice Laura más de tres años después, en su departamento del barrio Mondongo, cuando se anima a contar por primera vez su historia: “justicia es una palabra que no puedo llenar con nada”.
La historia clínica del ingreso al hospital San Martín de La Plata dice: “Laura Elena Moyano. 37 años. Politraumatismo. Heridas profundas en el cuero cabelludo. Pérdida de piezas dentarias. Heridas cortantes en labios y cara. Lesión en pupila derecha. Herida de arma blanca en región lumbar y glúteo derecho. Perforación de pulmón izquierdo”. Lo que no dirá es que Laura lleva gastado el valor de una casa en operaciones, tratamientos, prótesis y todo lo que la obra social se niega a cubrirle. Lo que tampoco cuenta es que a veces no logra coordinar los movimientos, se choca el borde de los muebles. Que perdió el olfato. Que es maquilladora social pero a causa de su lesión en la pupila hay cosas que ya no puede ni podrá hacer nunca más. Que hay días en que quiere recordar y no puede.
“En un momento me largaba a llorar, porque intentaba recordar y no podía”, cuenta. El shock postraumático dejó lagunas en su memoria. Mientras algunos recuerdos se vuelven escurridizos, otros regresan sin que los llamen. “Dos veces reviví el ataque en sueños. La primera vez desperté a mis viejos de los gritos”. La encontraron en la cama, abrazándose las piernas. Tenía terror de dormir con la luz apagada. Tenía terror de dormir. Vito, su perro salchicha, fue quien le dio confianza. “Fue lo que me salvó la vida”, dice.
Ese 23 de diciembre, como el resto de los días, Laura se levantó a las siete para ir a trabajar a Las Mirabal, la ONG que acompaña a mujeres víctimas de violencia de género. Aunque ese miércoles tuvo un aire a viernes: era el último día laboral, previo a los feriados navideños. Laura se hizo un mate y guardó los regalos del arbolito para sus compañeras. La mañana estaba calurosa. Todo eso pudo reconstruir Laura, a duras penas, tiempo después. Que se puso un pantalón azul y una blusita con flores. Sandalias. Que tuvo una reunión en el trabajo. Después se despidieron, se desearon buenos augurios para las fiestas. No iban a verse por un tiempo. Hizo las cuadras que la separaban del departamento a pie: todo le quedaba cerca, “por el centro”.
A la tarde organizó más pedidos de su otro trabajo como vendedora de cosméticos por catálogo. Separó prolijamente el dinero que debía depositar a los proveedores y lo dejó a mano. También la primera cuota del tratamiento de ortodoncia que comenzaba al día siguiente: cerca de 15 mil pesos. Mensajeó a una amiga para que pase por unos mates. Se cambió: Laura esperaba el mensaje de un chico que había quedado en escribirle más tarde para verse.
Pasaron las horas y Laura, que iba a dormir esa noche en el departamento, cambió de idea cuando habló por teléfono con la madre. Al día siguiente su padre iba a llevarla al ortodoncista temprano. Resolvió irse a casa de ellos. Se cambió. Sabe que llamó un remise. No recuerda si le informaron alguna demora. Esperó, no sabe qué hizo mientras. Matar el tiempo.
Supone que serían alrededor de las diez de la noche cuando sonó el portero.
—¿Sí?
—Soy Agustín.
—No me mandaste mensaje.
—No tenía crédito.
Cuando Laura bajó, Agustín, el chico de la cita esperaba en la puerta pero no estaba solo. Otro chico, bajito y menudo, con cara de nene, apenas la saludó. Laura dice ahora que si en aquel momento le hubiesen advertido algún peligro, no lo hubiese creído. Los dos mintieron que salían de jugar al fútbol ahí nomás y preguntaron si podían pasar. Laura les dijo que estaba esperando un remise y ya se iba. Subieron.
Agustín tenía la rodilla lastimada y Laura le ofreció una crema para la raspadura. Cuando se agachó a buscarla, sintió el ruido del termo. No el golpe: el ruido que antecedió al golpe, el tintineo metálico de la manija de plástico sobre el metal: como oír una campanilla que inaugura el primer round. La embistieron con lo que tenían a mano: un termo, una tijera, a piñas, a patadas. “Cuando me golpearon la cabeza, sentí que no podía abrir los ojos, que se me debilitaba el cuerpo, empecé a escuchar cada vez más raro”. Fue ahí cuando comenzaron los golpes en la cara, en la espalda. Laura se cubrió con las manos, como pudo. Otra piña en la cabeza. Un cimbronazo en la espalda, otro golpe en las piernas. “Después de ahí ya no sentí nada más”, recuerda.
—Matálo al puto de mierda éste, que no se levante —gritaban. Estaban desaforados.
Cuando se despertó e intentó abrir los ojos, Laura sintió que lloraba sangre. Le habían desgarrado la pupila. “Cuando me incorporo, empiezo a sentir un ruidito. Purf. Atrás, cuando me movía. Purf”. Le faltaba el aire: le habían perforado un pulmón. “En ese momento sentí que me moría”, recuerda. La puerta del departamento estaba abierta. Todo estaba revuelto. Alcanzó a verse en un espejo: “No lo podía entender. Pensé, ‘¿por qué me pasó esto?’”. Vio el celular sobre la mesa, no se lo habían llevado. Después sabría que no habían robado nada. Con las últimas fuerzas que le quedaban se arrastró, tomó el teléfono, llamó al 911. Y esperó.
El delito de lesiones, en el Derecho penal, se configura por un daño provocado en el cuerpo o la salud mental de la víctima, y se mide en una escala: existen cuatro niveles de gravedad en un ataque antes de cometerse un homicidio. Para la fiscal Leila Aguilar, que llevó el caso desde la UFI 5 de La Plata, el ataque a Laura no es el nivel tres ni el cuatro: si bien caratuló la causa como “lesiones graves”, representa apenas un nivel más que las lesiones leves. En caso de que las pruebas lo convirtieran en culpable la escala penal va de uno a seis años: Leonardo Agustín Bermúdez podría no pisar la prisión.
“Para nosotrxs, esto es una tentativa de transfeminicidio”, relata por wassap Silvina Perugino, la abogada que patrocina a Laura. “Nos negaron sistemáticamente que esta causa tramite por la fiscalía especializada en violencia de género, y se tomaron todo el tiempo para investigar cuando a Bermúdez lo agarraron a pocas cuadras del hecho, empapado en la sangre de Laura”. La estrategia será insistir con ese cambio de calificación. “Esperemos tener algún tipo de respuesta del tribunal que juzgue, porque esto es parte de la misoginia y el trans odio del poder judicial”.
A Perugino le parece fundamental el concepto de “necropolítica” del filósofo camerunés Achille Mbembe para explicar los crímenes de odio. “Los estados capitalistas tienen una potestad de determinar quiénes deben vivir y quiénes deben morir. Lo que sucede con causas como la de Laura es un ejemplo: para el poder judicial de la Argentina, una persona trans, una persona travesti, no es más que un cuerpo que está destinado a morir. Por eso no hay una persecución clara de este tipo de delitos: hay un ‘dejar hacer’ del Estado y del poder judicial”.
Según el informe La revolución de las mariposas -publicado en 2017 por el Ministerio Público de la Defensa de la Ciudad de Buenos Aires- las mujeres trans y travestis fallecen promediando los 32 años, producto de la violencia y exclusión social, política y económica. Una cifra que se sostiene hasta la actualidad. “Hay que empezar a reconocer estos actos como crímenes de odio. No importa si el responsable es un viejo amigo que esa noche le pegó mal, no importa si es uno nuevo que quería sexo gratis, no importa si eran dos tipos que buscaban diversión y se fueron de mambo. Lo que importa es que se sintieron con la impunidad de cometer el asesinato. ¿Cuántas veces se investigan los asesinatos de travas?”, escribió en el informe la también activista travesti Lohana Berkins.
Doce meses atrás, el juicio por el asesinato de la activista travesti Diana Sacayán tuvo una sentencia histórica: perpetua para Gabriel David Marino, el único imputado. También sentó precedente respecto a la relevancia de la identidad de género como agravante. “El ‘travesticidio’ se trata del asesinato de una persona cuya identidad de género autopercibida es la identidad travesti y constituye una forma específica de violencia de género que se enmarca en lo que denominamos ‘travesticidio social’, que es el mecanismo llevado adelante por el Estado y la sociedad a través de la discriminación, la violencia, la segregación, la represión y la violación sistemática de los Derechos Humanos de las personas travestis”, se lee en el informe.
Después de Laura, los ataques de odio a las identidades trans travesti no cesaron: a Silvana Sosa le perforaron el busto, a Vicky Minaj le revolearon un piedrazo. Laura cuenta que después del cambio de gobierno, por la calle les gritaban “ustedes son los votos de Cristina”. Revive la angustia de aquellas dos semanas que pasó internada: “Qué va a pasar con el país, pensaba yo, qué va a pasar con mi trabajo, si no tengo este trabajo cómo voy a sostener un alquiler, esto que ya se decía que iba a haber un recrudecimiento de la derecha, que se iba a arrastrar con los derechos conquistados”.
Al horror del ataque lo perpetuaron otras violencias. Alguien que no era médico, con la excusa de ‘revisarla’, le metió un dedo en el ano. “A cada rato me hacían repetir mi nombre. A cada rato. Hasta que les dije que basta, que no podía ni hablar”. En el hospital se enteró también que estaba desempleada. La ONG “Las Mirabal” recibía apoyo municipal, pero eso terminó cuando cambió el color político y la precariedad laboral se convirtió en vacío. Desde el municipio desmintieron luego la desafectación de la ONG, pero entre las primeras declaraciones que hizo el intendente electo Julio Garro, de la coalición PRO, fue que “a los travestis no se le ocurriría darles trabajo”, aunque sí “ayuda psicológica”.
“¿Qué espero? —se pregunta Laura, mientras Vito le cuida las espaldas y todas las respuestas posibles son nuevas preguntas— ¿Una manera de justicia? ¿Que Bermúdez vaya preso? Que estén los dos presos. Pero la verdad es que no me lo puedo imaginar. Que como se está dando, no va a ser nunca posible. Quienes hacen justicia son las personas que reclaman y que siguen peleando, porque en sí el sistema funciona por presión, porque la justicia no existe. Sólo puedo creer en el karma”.