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Lesa Humanidad

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Los fantasmas de Chicha Mariani

El rastro de un marino ladrón y las voces de su nuera Diana, su marido Pepe y su madre, confluyeron una tarde remota en la que María Isabel Chorobick de Mariani se internó por meditaciones metafísicas. A un año de su fallecimiento, y después de cumplir una promesa, un periodista de Perycia y biógrafo de la fundadora de Abuelas de Plaza de Mayo recrea por primera vez esas «apariciones», como homenaje a la mujer que nunca dejó de buscar, siquiera en la vigilia y en los sueños.

Por: Laureano Barrera
Foto: Matías Adhemar
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23/08/2019

Fue una tarde de 2014 la primera vez que Chicha Mariani me habló de sus muertos. Mientras guardaba el grabador en el morral, todavía inquieto por el relato, me dijo que quería que quedara escrito.

—Porque a lo mejor alguien necesita que una exprese estas cosas —consintió con modestia.

—¿Tenés miedo de que si las contás crean que estás loca?

—Más que me digan con tal nombre o el otro, tengo temor de que piensen que son alucinaciones, que no me crean. Y yo sé que no lo son.

Me ofrecí a hacerlo. Ella puso una sola condición.

—No es algo para que aparezca mientras yo esté.

El martes pasado, 20 de agosto, cerca de las nueve de la noche, se cumplió un año desde que la fundadora de Abuelas de Plaza de Mayo cerró los ojos por última vez, envuelta en el calor húmedo que templaba la sala de terapia intensiva del Sanatorio Argentino.

Los integrantes de la Asociación Anahí, su amiga, fundadora y actual presidenta, Elsa Pavón, y un centenar de amigos, amigas y militantes, la recordaron en una vigilia íntima que comenzó a las dos de la tarde y se fue terminando con la puesta del sol. Fue en la casa de la calle 30, el lugar donde hace 43 años fue secuestrada su nieta recién nacida, Clara Anahí, y asesinada su nuera Diana Teruggi junto a cuatro militantes más. Allí, hace 43 años, la vida de Chicha se vio arrasada por la bestialidad del poder militar. Un año después de su muerte, aquellos recuerdos evocados hace algo menos de cinco ya pueden ver la luz.

Corría la penúltima semana de octubre de 2014 y Chicha acababa de recibir una excelente noticia. Le habían recetado unos anteojos que corregían una parte de su ceguera por maculopatía. El dueño de una óptica céntrica le había probado un prototipo nuevo y había podido leer, después de quince años, los títulos del diario.

La novedad le había inyectado tanta vitalidad que el día siguiente había testificado tres horas y media en una causa contra el cura Emilio Teodoro Graselli –cajoneada por el juez Julián Ercolini-, que en diciembre de 1977 les había dicho a ella y a su esposo Pepe que dejaran de buscar a Clara Anahí, porque la estaba criando una familia de bien. Para adaptar la retina a los nuevos lentes, el oculista le había recomendado mirar toda la televisión que pudiera, de modo que iban a acondicionarle una vieja computadora para ver videos en su habitación.

Dos viejas cintas en VHS encabezaban su lista de prioridades: un reportaje de la televisión española sobre una niña zombi en Haití, que había hecho su amigo madrileño, el periodista Vicente Romero; y una filmación de la mamá de Tamara Arce, una de las nietas restituidas, donde un supuesto OVNI dibujaba parábolas imposibles en el cielo de La Paz.

Le pregunté si creía en fantasmas.

—No creo en los fantasmas —contestó, sentada en la cabecera de una mesa ovalada de cedro—, pero los he visto.

Al principio había pensado que eran sueños, o visiones, dijo, pero al final había tenido que aceptar la posibilidad de que fueran apariciones.

—A Diana la vi, no la soñé —juró, con un tono que se había tornado confesional. Fue en una noche de 2009 o 2010.

—Estaba pensando, acostada, porque casi todas las cosas importantes que hice en la vida las decidí acostada, y de repente veo una figura a los pies de la cama. Y pensé: ¿un ángel?, porque tenía el aspecto de uno, pero yo nunca creí en los ángeles. La miré y de repente me di cuenta que era Diana. Tenía una túnica de tul muy fruncida y ella tan desgreñada: como si hubiera andado siglos corriendo por los caminos. El pelo, que ella tenía un poco ondulado y siempre se planchaba, era una crasitud total. La cara también. Los brazos no se los vi bien, sólo las mangas de la túnica. ¡No la conocí porque nunca la había visto tan sucia! Y ahí estaba, como salida de un basural. No me miró en ningún momento, miraba para abajo, pero dijo una palabra: Ciré. No le vi mover la boca pero la oí. Ciré. Mirándola fijo pensé: con cé o con ése. Entonces apareció a un costado escrito… ¿viste los adornos de las tortas que se ponen con la manga ésa, eso blanco? Apareció escrito Ciré con cé, en manuscrito y con acento. Alcancé a verlo. Y cuando volví los ojos Diana ya no estaba.

—¿Qué significaba?

Chicha siguió la narración. Su evocación se había vuelto minuciosa.

—Yo la quería mucho a Diana. Era tan hija mía como mi hijo Posky. Cuando me recompuse del impacto empecé a buscar qué había querido decirme. Durante un tiempo no encontré nada. En 2013, entre tantos nombres y listas que investigamos en la Asociación, apareció el de un marino que había actuado en la ciudad: Ciré. Y una de las cosas que se dijeron es que a la nena se la llevó al BIM 3.

La pista que Chicha había recibido de los propios labios de Diana encajaba. Un colimba del Regimiento 7, que había estado la tarde del ataque, aseguró que a Clara Anahí se la habían llevado en una camioneta de carrocería celeste como las que veía en el Batallón de Infantería de Marina (BIM) 3 cuando salían de operacional. La Marina había tenido un rol crucial en la represión ilegal de la zona del puerto, Berisso y Ensenada, operando sobre los obreros de las empresas del Polo Petroquímico: Propulsora Siderúrgica, Petroquímica Mosconi, Astillero Río Santiago, YPF, el Frigorífico Swift. Tres capitanes de la Armada habían sido los intendentes de facto en La Plata, Berisso y Ensenada, y otro, el primer interventor de la Universidad. El BIM 3 había funcionado en un predio de la calle 122 y avenida 60, dentro de un edificio blanco con helipuerto donde ahora está instalada la Facultad de Humanidades. En ese lugar había actuado el marino que había musitado su nuera.

—¿Y no te asustaban esas apariciones?

—Fijáte que no. Y no sé cómo lo soporté, porque soy muy miedosa.

Chicha confió tanto en el mensaje brumoso de Diana que les encargó a sus investigadoras seguir el rastro de Ciré. Revisando los estantes del archivo, encontré una carpeta amarilla con su nombre y el número 533. La duda de ortografía que Chicha había tenido en el encuentro con su nuera persistía: “Ciré o Siré – Siré Guillermo Eduardo”, decía la carátula. Tenía unas quince fojas donde se seguían dos pistas. La primera era una denuncia en la Conadep de un ex policía de tránsito de la ciudad de Salta. Acusaba al director del área, de nombre Antonio Ciré, de estar vinculado a la vieja SIDE y participar en la represión ilegal en la provincia.

La segunda era más probable. Un informante de la Asociación había acercado el testimonio de un ex conscripto del Batallón de Infantería de Marina 3 (BIM 3) llamado Pedro. Hijo de un mecánico, Pedro había estado en el sector del Taller del BIM bajo las órdenes de un muchacho de 25 años: el “contador Siré”. Allí había conocido a un soldado de apellido López y un dragoneante llamado Terrazas. El pasaje más importante de su relato decía:

“Me empezaron a proponer salir con ellos junto al guardiamarina Siré las noches en que no estaba afectado al Servicio. (…) Ellos llamaban a esas salidas “El grupo” (…) Nunca expresaron directamente en qué consistía dicho grupo o por qué salían de noche, sólo decían ‘salimos de gira’”. 

Aquello era todo. A mitad de 1978, el BIM 3 se había movilizado hacia la Cordillera por el conflicto limítrofe con Chile y habían cambiado los mandos. La Asociación había encontrado al “contador Siré” trabajando en una empresa constructora de Córdoba. Pero ahí moría la pista.

—No hice nada más, no he podido —reconoció Chicha la tarde que me lo dijo—. Tendí redes, pero no pude saber.

Diana no era la única muerta que Chicha había vuelto a ver. Siguió contando sin que le preguntara.

—A Pepe lo vi dos o tres días después que murió. Yo estaba en la habitación de mi casa anterior, en Gonnet, y lo vi como en una especie de montaña que tenía una abertura parecida a una caverna. Todo era medio confuso. Estaba parado con unos pantalones muy angostos, y al lado había un hombre esperándolo. Me miró, como haciendo un puchero, un gesto triste, se dio vuelta y desaparecieron en la oscuridad.

Luisa, su madre, la había visitado dos veces. La primera a pocas horas de morir, en septiembre de 2004. Chicha sintió un viento repentino en su habitación y un segundo después la vio parada en el vano de la puerta. Se veía igual a una fotografía antigua que ella conservaba: con cuarenta años y un peinado que nunca más usó. Esa vez solamente la miró.

—La segunda vino cuando yo estaba preocupada porque tenía problemas con unos amigos —me contó—. Sentí otra vez el ventarrón a los pies de la cama. Y mamá que entraba… tan rara. Muy colorada, muy hinchada, muy…fea: desesperada. Tenía los ojos fuera de órbita. Llevaba un saco azul que yo detestaba y ella me había pedido. De nuevo, no dijo nada. Sólo miró a mi amiga, que también estaba, dio media vuelta y se fue.

Sus muertos no hablaban. Se comunicaban con ademanes, señales, o insinuaban algo con su aspecto. Nunca había visto a su padre Juan ni a su hijo Daniel, me dijo después. La conversación se prolongó bajo la luz cada vez más débil filtrándose por el patio de invierno, en medio de una atmósfera hipnótica en la que perdieron importancia el resto de las cosas. Chicha había entrado en un túnel tan vívido hacia el pasado, que sus recuerdos ya no parecían evocaciones sino episodios que estaban volviendo a suceder. Nunca lo había hablado tan en detalle con nadie, dijo después, excepto con su hermano Blas.

—Los dos sabíamos que no eran sueños —repitió, esforzándose por probar su verdad—. Cuando te pasan cosas como las que me pasaron a mí, no tenés más remedio que admitir que hay algo que no conocés, pero existe.

Bajó el tono todavía más. Las astillas de voces que llegaban de la cocina terminaron de apagarse. Sólo brotaba del patio delantero, en intervalos antojadizos, el gorjeo nítido de sus canarios.

—Pepe había muerto ya, y su departamento de Santa Rosa había quedado amoblado. Tuvimos que ir con Elsa a sacar todo en dos o tres viajes. Volvíamos de uno con el remisero que siempre me llevaba, un día de lluvia espantosa, esa lluvia que te hace una cortina. Íbamos por la ruta totalmente despiertos, eran como las ocho de la noche, estaba muy oscuro y llovía y llovía. Camiones y camiones y camiones. Yo iba asustada en el asiento del acompañante, y él, con mucha precaución. Por ahí, cuando un camión nos daba espacio, cruzaba adelante. Llegando a Buenos Aires, yo siempre preocupada por ver el camino, siento atrás algo que entra por la puerta y se sienta. Pensé que era algo que había caído ahí, pero el vidrio estaba cerrado. Entonces giré, y con el rabito del ojo vi una persona atrás. ¿Te acordás de Michael Jackson? Bueno, muy parecida a él. Un hombre joven, muy esbelto, con una malla negra y ojos amarillos. Yo sin verlo lo veía. Y escuché al hombre preguntarme: ‘¿estás lista?’. Yo dije ‘¡no!’, un poco exaltada, y el hombre desapareció. Unas cuadras después encontramos un auto y dos camiones chocados, uno dado vuelta, seguramente con muertos y todo. Un accidente horrible.

Chicha hizo una pausa insignificante. Aproveché para respirar.

—Pasa un tiempo, no sé cuánto, pero ya estaba en esta casa, acostada en mi cama, y de repente siento fsshhh. Y esta misma figura cae sobre la cabecera de la cama de al lado, pero ya no con una forma humana sino más bien como un traje. Cruza una pata o la levanta, un gesto muy propio de la gente joven, y le veo en una de las piernas del traje negro una abertura, un tajo, y adentro metal. Un brillo metálico. Tenía los ojos amarillos, amarillos, amarillos. Y yo, instintivamente, hice el gesto de la persona cuando se está muriendo. ¿Nunca viste morir a nadie?

En el exacto momento en que morían no, dije. A nadie.

—Yo lo he visto en todos los míos. Extienden este brazo —dijo alzando con cierto esfuerzo el brazo derecho—. Papá, me acuerdo patente, lo extendía con los ojos desorbitados y se quería levantar, buscaba aire, con la boca abierta, tratando de alcanzar algo. Con Pepe yo no me di cuenta que se estaba muriendo. Estaba acostado en la cama de al lado y estiró la mano, también. Lo veía yo tan ansioso que le tomé la mano para tranquilizarlo, me miró como a una desconocida, volvió a extender la mano y murió. Así que ese gesto lo he visto varias veces. Bueno, yo, instintivamente esa noche, no sé por qué, tendí la mano hacia ese hombre. Y el hombre puso su antebrazo y rechazó el mío. Después desapareció.

La pregunta era casi redundante. Si había sido la muerte. Con tono suave, silbado apenas, Chicha dijo que sí.

He podido confirmar cada cosa que me dijo con otros protagonistas. Sara Cánepa, su abogada de muchos años, recordó con una sonrisa de ternura que alguna vez había hablado de las apariciones. Entre nosotras podíamos conversar de esas cosas, reforzó. De la visita de Diana nadie puede dudar: una investigación se puso en marcha después de aquella visión. Revisando los diarios, encontré un artículo de La Nación sobre cuatro accidentes en rutas bonaerenses que habían dejado muertos y heridos pocos días después de la muerte de Pepe. Uno lo habían protagonizado un Peugeot 405 y un camión Mercedes Benz en la ruta provincial 41, en un trayecto posible entre Santa Rosa y La Plata. Elsa Pavón confirmó el episodio del ánima que se posó en el asiento trasero del auto.

La sustancia del relato era idéntica —el temporal, la voz que la invitó a partir, el accidente fatal kilómetros más adelante—, aunque difería en un detalle: no había sido desde Santa Rosa sino desde Buenos Aires, dijo.

 —A mí me había pasado con mi hija —añadió Elsa inmediatamente después—. Hasta no hace demasiado tiempo, algo de diez años, yo sabía la fecha exacta en la que había partido, porque vino a despedirse a la ventana de mi casa. Yo la vi y supe que se iba a descansar. Nos queríamos con suficiente fuerza para que vinieran a despedirse.

Cuatro años después de esa conversación en el living de su casa, cuando Chicha estaba internada en el Sanatorio Argentino, fui a verla dos veces. La primera asintió a mis comentarios y me tomó con su mano violácea e hinchada por la mala circulación. La segunda fue distinta; no movía el cuerpo ni respondía a los estímulos, y parecía sumida en una duermevela de la que ya no iba a despertar.

Le pregunté si me escuchaba, y puede que haya sido la sugestión, el dolor o el deseo, o todo eso junto, pero pareció aspirar una bocanada del aire que ya no tenía y concentrar sus últimas fuerzas para estirar hacia mí su brazo derecho. Fue la última vez que la vi. Unos días más tarde Gabriela Bularte, una de sus más fieles compañeras e investigadoras más sagaces, la tomó de la mano y le dijo que todo estaba bien, que había hecho demasiado y podía irse tranquila.

Esa noche se conoció su muerte.