Publicado 14/12/2019
Permanecer en un vagón de tren en hora pico, sin que la puerta se abra. Pasar el día allí. Dormir en un vagón de subte. Comer, cagar, bañarse mientras los otros pasajeros te miran, mientras los otros pasajeros también comen, cagan y se bañan delante tuyo. Eso es lo más cerca que podría estar un sujeto libre del hacinamiento carcelario, y aun así estaría lejos.
Contando las cárceles de todo el país, según las nuevas estadísticas oficiales producidas por el Sistema Nacional de Estadísticas sobre Ejecución de la Pena (SNEEP) del Ministerio de Justicia y Derechos Humanos de la Nación, ya hay más de 100.000 personas presas. 103.209 a octubre de este año, para ser exactos. Un número que se acerca al doble de la población carcelaria que había en el país en 2008, cuando se registraron 54.537 presos.
“La población no aumentó desde 2015 para acá, viene aumentando desde 2009, 2010. La población carcelaria viene en aumento en Latinoamérica, pero en Argentina los últimos cuatro años aumentó sostenidamente. Los números no bajan nunca, y es un problema de la región”, asegura a Perycia la abogada Lucía Gallagher, secretaria del Sistema Interinstitucional de Control de Cárceles.
Según el relevamiento del SNEEP, entre 2008 y 2015 se sumaron 18.156 personas privadas de su libertad, mientras que en el período 2015 – 2019 fueron 30.516, lo que significó un incremento del 42% de la población carcelaria argentina en los últimos cuatro años de gestión del gobierno de Mauricio Macri. Una política de Estado.
“El nivel de población en el Sistema Penitenciario Federal (SPF) está desbordado. De hecho, a principios de este año por una resolución del Ministerio de Justicia se declaró la Emergencia Penitenciaria y uno de los motivos es la política criminal adoptada en los últimos años. Una política criminal que no fue acompañada por más plazas. No hubo construcción de cárceles y eso generó más sobrepoblación”, explica Gallagher.
No hay derechos
En las cárceles argentinas, la pérdida de la libertad no es la única –como debería ser- sino la primera de un sinnúmero de privaciones.
Según el estudio del SNEEP “durante su experiencia en el encierro, la mayoría no accede a los pilares básicos de la resocialización: el 51% no asiste a educación; y el 77% no realiza ningún tipo de actividad laboral o de formación”.
Según Gallagher, la sobrepoblación produce violencia, y de ahí para abajo todo lo que se pueda imaginar: produce que no todos puedan acceder al trabajo, ya que no hay cupo suficiente y eso hace que no puedan mantener económicamente a sus familias afuera. Tampoco hay cupo para que todos puedan acceder a educación.
El último informe del Comité Nacional para la Prevención de la Tortura (CNPT) asegura además que en el caso de las mujeres “sufren la violencia de género sobre sus cuerpos, desnudos, observación de sus áreas genitales”. Asimismo, advierten que “la violación de derechos sexuales y reproductivos repercuten en la salud física y mental de las presas”, y que ante la denuncia de estos hechos aparece la sobremedicalización y la sujeción como medidas de fuerza. “Hemos encontrado mujeres sujetas en camillas”, relatan.
El riesgo también es de vida. Desde el Comité remarcan que “el hacinamiento pone en riesgo a las personas privadas de la libertad”, y afirman que “han fallecido personas debido a incendios producidos en lugares hacinados, por ejemplo en Entre Ríos, Buenos Aires y Chubut”.
Los espacios de alojamiento existentes no son suficientes. “Las infraestructuras carcelarias ya no pueden sostener a más personas. Se inauguran unidades penitenciarias que están destinadas a 400, 500 personas y a los dos años ya alojan el doble”, advierten desde el CNPT.
Como en el 73
Es marzo de 1973. Héctor Cámpora ganó y después de 18 años el peronismo regresa al poder. Pronto volverá Juan Domingo Perón a la Argentina. El nuevo presidente ordenó liberar a todos los presos políticos.
Quien también volvió, pero al penal de Olmos, fue el padre Rubén. Ese día viste los hábitos. Odia hacerlo pero es consciente que de otra forma no lo dejarán pasar. En la puerta dos guardias lo retienen. Para evitarlos dice que es el capellán. Miente. Pasa el primer filtro y llega al segundo. La ciudad de muros y rejas es un hervidero. El padre Rubén lo sabe. Lo intuyó cuando dejó la cárcel en 1971, expulsado por las autoridades del Penal por defender los derechos de los presos. Las condiciones de los detenidos ya eran deplorables por entonces.
El hombre vestido de cura es Rubén Capitanio. Un joven seminarista que llegó a la cárcel de Olmos como parte de sus estudios religiosos. Ingresó con los mismos prejuicios que cualquier ciudadano argentino de clase media. Y de a poco fue entablando una relación cercana con muchos de los detenidos. Tal es así, que algunos se convirtieron en sus amigos. La mayoría vio en él a un mediador. No entre Dios y el hombre, como cualquier cristiano vería, sino entre los internos y los directivos.
El padre Rubén pide entrar. Los directivos se dirimen qué hacer. El cura no puede esperar más. Camina junto a la reja y le pide al guardia que le abra. Un funcionario lo escolta. El guardia mira al hombre de traje, que hace una venia.
El penal es grande. El cura camina atravesando puertas de hierro que suenan con estruendo al cerrarse tras sus espaldas. Los sonidos metálicos retumban en los rincones más remotos de los pabellones. El padre sigue, entre cuerpos cansados que se le abalanzan con reclamos balbuceantes, hasta llegar a la terraza, donde están los organizadores del motín y la mayoría de los internos.
Allí le cuentan que no tienen luz ni agua, pero aún les sobra comida. Quieren hablar con las autoridades, exigirles mejoras en las condiciones de apresamiento. El padre propone elaborar una lista que él mismo entregará en mano al director. La escriben, tras un largo debate. Un punto de exigencia es la renuncia de los directivos. Rubén pide que dos testigos lo acompañen, para certificar sus palabras.
Ahí van los tres, desandando el camino del penal, entre ropa sucia, colchones desechos y hombres desparramados recorriendo sin rumbo el lugar. Otra vez las puertas que estallan a sus espaldas. Otra vez un descenso laberíntico. Y la oficina.
Los directivos lo escuchan y le piden al padre tiempo. Él duda pero sale del penal. Una vez afuera ya no podrá volver a entrar, por lo que se dirigirá hasta la gobernación, en el centro de la ciudad, y sin golpear abrirá la puerta del despacho del ministro de Gobierno, que se encuentra en una reunión.
El hombre de espaldas es Roberto Pettinato. Es la tercera vez que vuelve a la función pública, ahora más grande y a punto de su retiro. Vuelve porque lo necesitan. Desde que inició su tarea, con Perón en el 45, todo cambió, menos su visión sobre el Servicio Penitenciario. Pettinato fue el hombre que cerró la cárcel de Ushuaia, le quitó a los presos el traje a rayas, cambió la comida, eliminó los grilletes y habilitó los talleres para los internos. Ahora debe trabajar a contrarreloj, tiene un motín de casi 4000 detenidos en una de las cárceles más grandes del país.
En su camino de vuelta a Olmos con el cura a su lado, por la infinita avenida 44, Pettinato ya decidió que nombrará a Capitanio como director de la cárcel. No se lo dice. Solo escucha todo lo que el padre tiene para contarle. Lo comunicará más tarde delante de los presos.
Pragmático, el histórico dirigente peronista llama esa misma noche a un joven Raúl Zaffaroni, por entonces procurador general de San Luis, y lo cita en su oficina al día siguiente. Le pide que elabore un proyecto de ley para modificar el régimen de excarcelaciones. En los próximos días los motines se multiplicarán por la provincia. Mercedes y Devoto serán otros nodos de conflicto.
Zaffaroni elabora un borrador ¿Estás seguro, Roberto? Preguntará el joven jurista. Prefiero ir preso y evitar cientos de muertes, responde el funcionario. El borrador se convierte en la ley de excarcelación extraordinaria. En los próximos meses, se concretará la salida de presos más importante de la historia Argentina: cerca de 3000. El hecho que produciría el fin de la sobrepoblación existente hasta ese momento.
El marco legal
El incremento de personas privadas de la libertad tiene una explicación. Más allá de la retórica represiva del Gobierno de Mauricio Macri en materia de seguridad, existió un correlato en la elaboración de marcos legales que permitieron el apresamiento masivo. Concretamente, el cambio en la ejecución de las penas y el sistema de flagrancia.
A mediados de 2017, el Gobierno nacional promovió la modificación de la Ley de Ejecución Penal (24660), que fue aprobada por el Congreso y promulgada por el Ejecutivo. La nueva norma eliminó el régimen de progresividad de la ejecución penal para la mayor parte de los condenados y lo redujo a su mínima expresión para el resto. Asimismo, estableció la imposibilidad para determinados delitos del acceso a salidas transitorias, semilibertad, libertad condicional y libertad asistida, al tiempo que la lista de delitos se amplió.
“La eliminación de la progresividad de la pena no hace más que agravar la situación de sobrepoblación carcelaria”, advirtieron desde el Instituto Internacional del Ombudsman y aseguraron que “el concepto de agregar facultades al SPF en un sistema de calificaciones ya de por sí opaco, en lugar de promover la ampliación de los Juzgados de Ejecución y dotarlos, además, de gabinetes técnicos y científicos interdisciplinarios que estudien las personalidades y sostengan una opinión fundada sobre la peligrosidad, pronósticos de reinserción social de las personas, es desaconsejable y destinado a una mayor perversión de los procesos”.
Gallagher es optimista respecto de una reversión inmediata, en caso de que el nuevo Gobierno lo decida. “Cuando se reformó la ley de ejecución hubo un inciso del artículo 35 que se retiró de facto, es decir, nadie sabe por qué, que posibilita la conversión de penas cortas en tareas comunitarias. Ahora hay mucha gente —que es primaria— que está cumpliendo penas cortas, y eso antes no sucedía. La posibilidad de volver a tener ese inciso liberaría bastantes lugares. Es una cosa que sería muy simple”.
Por otra parte, a principios de este año, en el marco del Nuevo Código Procesal Penal Federal, se implementó un nuevo sistema de flagrancia mediante el cual, según el relato oficial, se buscaba acelerar las causas judiciales de las personas que son detenidas en el mismo momento que cometen un delito.
Este tipo de procedimientos se aplican en ilícitos que prevén penas menores a los 15 años. Los detenidos por casos de flagrancia pasan entre 24 y 48 horas presos, plazo durante el cual un juez debe iniciar el juicio oral, que dura una o dos audiencias, para luego definir si detiene o libera al imputado.
La nueva regulación otorga la celeridad deseada pero también amplía el rango de criminalización. Ingresan al sistema judicial causas por delitos menores, como aquellos en los que un individuo roba un paquete de arroz o una lata de cerveza, que implican costos y procedimientos innecesarios para el Estado, a lo que se agrega la estigmatización sobre el sujeto que cometió el ilícito.
La detención de la persona mientras se resuelve la causa o el cumplimiento en prisión de una condena de pocos días, aumentó la sobrepoblación de detenidos en las alcaidías y comisarías, y empeoró aún más las condiciones de hacinamiento.