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Música de correntada

El Conservatorio Gilardo Gilardi de La Plata fue declarado oficialmente como el edificio educativo más afectado por la inundación de 2013. Sin embargo, hasta la fecha, las obras de reparación nunca se hicieron y cada vez que llueve, los estudiantes practican con sus instrumentos al ritmo de las goteras. La historia de Marco Naya, la de los pianos y la incertidumbre de una institución abandonada por la desidia.

Por: Fernando Brovelli
Foto: Marco Naya
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21/12/19

Es uno de los últimos meses del 2019 y en el Conservatorio Gilardo Gilardi dos estudiantes repasan sus apuntes en los pasillos. Están sentados con las hojas en las rodillas, a punto de rendir un parcial. Ensayaron todo el mes pero no se aprendieron de memoria la partitura: la consigna –y la mejor forma de aprender– es entonar las notas a medida que leen. Carraspean y tratan de afinar la voz. Oyen el sonido seco de las gotas. Ven la tinta corrida y la mancha oscura expandiéndose entre las líneas. El agua ya no cae sólo en los baldes dispuestos en los rincones. Un nuevo desprendimiento les arruina el soneto.

Aquel día fue el de mayor cantidad de lluvia caída en La Plata desde el 2 de abril del 2013, según la Dirección de Hidrometereología. El intendente Julio Garro celebró en sus redes sociales que la ciudad “resistió” las precipitaciones y que no hubo evacuados, en una jornada donde se anegaron barrios y hubo filtraciones en escuelas, hospitales y comisarías.

–Fuimos desplazados a un segundo plano, tanto el edificio como el Conservatorio como institución – indica Gerardo Guzmán, director de la institución de enseñanza artística más antigua de la provincia de Buenos Aires.

El Ministerio de Gobierno provincial licitó obras y dispuso una partida presupuestaria para solucionar las goteras en las aulas y los pasillos por donde pasan 1.500 niños, jóvenes y adultos para estudiar música. Las canaletas no dan abasto y la humedad consume las paredes del Palacio Servente, un patrimonio histórico de la arquitectura platense donde funciona el Conservatorio desde el 2003.

Pero desde julio de este año, según pudo comprobar Perycia, todas las actividades de remodelación están paradas: los auxiliares del instituto tuvieron que sacar el cielo raso para prevenir que el techo se caiga a pedazos en la planta alta.

Los estudiantes se renovaron desde el 2013 pero los docentes y directivos no pueden olvidar aquella inundación histórica, que estropeó el Conservatorio. Cada vez que llueve, recuerdan cómo el agua avanzó sobre el edificio, desbordó las aulas e inundó los instrumentos que generaciones de músicos habían bautizado.

***

Lo primero que pensó Marco Naya, cuando la corriente empezó a filtrarse por debajo de la puerta aquel 2 de abril de 2013, fue cuántos pianos podía rescatar en su casa. Tenía doce, entre los que importaba para vender y los que debía reparar. Calculó que poniendo uno sobre otro sacrificaría los nuevos pero quizás salvaría los ajenos.

Sabía que podía moverlos con poca ayuda. Aunque no llegaba al metro ochenta, era robusto y macizo. Tenía la técnica que le dieron sus décadas afinando pianos hasta llegar al Teatro Argentino y al Colón. Frotaba su cabello y su barba candado. Pensaba. ¿Qué haría con los que había traído de China para vender?

Pero la lluvia continuaba y su prioridad cambió. El agua comenzó a subir desde los desagües; las baldozas de marfil brillante quedaron tapadas por un líquido oscuro. Llevó a su hijo de tres años al segundo piso, donde mantuvo la calma por la presencia de su gato y una orquesta sinfónica de fondo. Cuando desconfió de que las mesas soporten, subió parlantes, muebles, banquetas y guitarras junto a su esposa. Preservó los discos, los álbumes de fotos y algunos juguetes didácticos que utilizaba para explicar el funcionamiento interno de los pianos. La línea telefónica estaba caída y la luz se cortó en su casa, en su cuadra y en su barrio.

Sin noticias confirmadas sobre lo que ocurría ni la presencia de autoridades oficiales, con la caída monótona de la lluvia que se disipaba y acostado en la misma cama que su familia, esperó sin cerrar los ojos a que terminara la noche. Después de la caída de más de 400 milímetros en cuatros horas, el 3 de abril amaneció nublado y sin precipitaciones. El agua bajaba en algunos barrios pero seguía subiendo en otras zonas por las depreciaciones del terreno donde fue fundada La Plata.

Marco vivía en una parte del casco urbano en el que sólo quedaban charcos sobre las baldozas flojas o en las bocacalles. Decidió comenzar el circuito que lo llevaría a la casa de sus padres, su hermano y su cuñada. La gravedad se medía según los centímetros que habían quedado tapados: 75, 150, 170.

Transitó por las calles sin electricidad y sin efectivos policiales o funcionarios municipales. Todos los comercios estaban cerrados. Vio los autos dados vueltas e incrustados en juegos de plaza, los vecinos tirando sofás y televisores a la vereda, los árboles caídos sobre los cables. Presenció sollozos y abrazos en cada esquina. Notó en todas las paredes, tanto en los hogares como en las escuelas y en los clubes, la marca negra del nivel de la inundación.

En el camino recibió el mensaje: el Conservatorio Gilardo Gilardi donde él estudió, donde afinaba instrumentos y al que le gestionó su primer piano nuevo, estaba sumergido en el agua podrida. Quedó todo tapado: el acceso por Camino General Belgrano, el vallado, el jardín de naranjos, los bancos donde los estudiantes improvisaban música, las escalinatas y el zaguán. El revestimiento de ladrillos fue atacado por la humedad en cada torre y módulo del edificio. La tormenta quebró los amplios ventanales y colmó de residuos las canaletas de los techos a cuatro aguas.

La lluvia se filtró y se acumuló en la planta baja; el subsuelo fue devastado. Allí la correntada forzó las aberturas y las hendijas y alcanzó el techo. Hundió los 19 salones donde los niños aprendían a tocar sus primeros compases. Inundó las computadoras, los materiales didácticos, los instrumentos de percusión y once pianos, con un costo superior a los U$S 70.000 pero invaluables por las generaciones que practicaron con ellos.

Tuvo que esperar hasta el viernes 5 de abril, cuando volvieron a quedar libres los accesos, para poder ir al Palacio Servente.

Un camión cisterna estaba estacionado en el jardín de acacias, devenido en un lodazal lleno de ramas y basura. Colocaron mangueras hacia las ventanas del subsuelo. El chirrido del motor crecía mientras el tanque del vehículo se llenaba y se revelaba lo que sobrevivió al líquido grasiento que colmó la ciudad.

Marco lloraba. Miraba la marca negra que quedó después de que los bomberos quitaron el agua del subsuelo. Estaba sobre los marcos de las puertas, los pizarrones y los archiveros. Habían trabajado siete horas para que el lago aceitoso baje a medio metro.

De los salones donde se aprendía historia de la música sólo quedaron las paredes mohosas y el abrasador olor a humedad fétida que se impregnaba en los cuerpos de todos los voluntarios. Los barbijos y las linternas de sus celulares les permitieron hacerse paso a través del cementerio de bombos.

Marco observaba los pianos arrojados sobre una pila de sillas teñidas de gris. Habían sido levantados del piso hasta estrellarse contra las láminas. Tenían las teclas desvencijadas, los bastidores deshechos y los rastros oleaginosos de la inundación en el atril y la tapa.

—Hasta ahí había podido ser fuerte, pero cuando llegó ese momento y vi los pianos así ya no pude aguantar; me puse a llorar como hacía mucho tiempo no me pasaba.

Las huellas de los colaboradores eran lo único blanco allí. Recorrió salón por salón, pensando en que los instrumentos estuvieron sumergidos tres días, que no había esperanza. En el subsuelo, docentes y bomberos separaban muebles y timbales que podían ser rescatados. Él continuó sumergiendo sus botas por las aulas apagadas mientras caía la noche.

Finalmente lo encontró: el piano que él había gestionado tres años antes fue el único que se mantuvo en pie, respaldado contra la pared.

Corrió hacia él. La tabla armónica estaba intacta; el armazón y los tirantes también. Las cuerdas tenían apenas algunas manchas de óxido y no se habían despegado los fieltros. Sólo le quitó la máquina, que resguarda la ingeniería donde se produce el sonido del instrumento. Debería dejarla secar naturalmente, limpiar la humedad y ajustar los martillos para que después de algunos meses pueda volver a crear música.

Al terminar ese fin de semana ya estaban todos convocados. Estudiantes, padres, docentes y directivos se reunieron en ronda, cada uno con alcohol, trapos y barbijos. Vecinos de Tolosa, Villa Elisa y City Bell se acercaron con bizcochuelos e insumos de limpieza. Hacían falta. Escaseaban la lavandina y el algodón en la ciudad por la demanda de todos los perjudicados y por el cierre de supermercados por temor a los saqueos.

Primero arrojaron los muebles arruinados a la vereda. Llenaron decenas de bolsas de consorcio con las ramas de los árboles y con la basura arrastrada por la correntada. Neumáticos, botellas, carteles de las calles y juguetes: todo junto y obsoleto. Los instrumentos no. Aquellos que no podían ser rescatados fueron dispuestos al aire libre frente al Palacio Servente para ser recogidos por el camión recolector.

Después volvieron a entrar al subsuelo para buscar los instrumentos que tenían una segunda vida. Despejaron el jardín de naranjos, apoyaron lonas sobre el barro y los acomodaron en fila, a cierta distancia el uno del otro para que puedan secarse con el sol y con el viento.

Los más sencillos eran tomados por los niños que colaboraban. Con otros tuvieron que realizar trabajos específicos. Cada lámina de los xilofones fue repasada con prolijidad, al igual que el encordado de las arpas. Algodón, alcohol y paciencia. Adentro tuvieron que trapear la planta baja hasta cuatro veces para desinfectar todo el embaldosado blanco y negro con forma de rombos.

Sonaba Debussy cuando los auxiliares docentes se subían a las escaleras de tres metros para llegar las arañas y los rincones de los techos. En el auditorio para 200 personas en el primer piso, directivos y padres escurrieron días seguidos con compuestos con hipoclorito y yodo. Los estudiantes volvieron a llenar las aulas para quitarle la mugre a los bancos y los pizarrones. Un docente jubilado frotó con un trapo viejo hasta sacarle brillo al busto de Gilardo Gilardi.

Los trabajos de limpieza duraban lo mismo que la luz natural porque el sistema eléctrico del edificio quedó inservible después del temporal. El Conservatorio ya había sido declarado oficialmente como el edificio educativo más afectado por la inundación. La Dirección General de Cultura y Educación bonaerense tuvo en cuenta los más de U$S 100.000 por daños materiales en instrumentos y amueblamientos, las condiciones de higiene inhabitables y la baja exponencial de la matrícula. No consideró lo que iba a pasar con los pianos.

Uno por uno, fueron llevados desde el subsuelo hacia la vereda. Se amontonaron allí, frente a las vallas enrejadas del Palacio Servente. Había verticales, de cola y con pedales. Ordenados en fila, todos con las patas enclenques y los hongos consumiendo la madera. Estuvieron dos semanas arrojados a la intemperie hasta que el camión de basura los recogió, junto con bolsas llenas de frutas podridas y trapos usados.

***

— Un piano no es como un mueble que lo dejás en la calle, se lo lleva otro y sirve para otra cosa. Un piano tiene como un alma, una presencia, que cuando se muere uno no sabe qué hacer.

Marco recuerda cómo muchos conocidos lo contactaron para restaurar sus pianos. La mayoría sabía que ya no podían tocarlos más, pero querían robarle algo a la inundación. En el 2013 los platenses sólo pensaban en superarla. No podías dejar de hablar de ella ni de los 2.200 evacuados que llenaban los centros de donación; de las 51 víctimas que aseguraron el Municipio y la Provincia, que después pasaron a ser 89 por una medida judicial, aunque hay 106 casos denunciados; de la morgue clausurada y los cuerpos enterrados sin identidad; del intendente Pablo Bruera twitteando desde Brasil y anunciando una mochila de herramientas por si llovía mucho otra vez; de Mariano Bruera, su hermano, golpeando a familiares de fallecidos en la Catedral.

En La Plata, el 2 de abril nunca más volvió a ser el aniversario de la Guerra de Malvinas.

También se habló mucho de los pianos del Conservatorio. Más que de los perdidos, de los recuperados. Martha Argerich regaló uno de cola y los humoristas de Les Luthiers donaron tres eléctricos: en total, se consiguieron 14. Para el segundo semestre del 2013, el Conservatorio volvía a recibir estudiantes. Primero los más avanzados, que tenían sus aulas en la planta alta, y progresivamente los demás.

El director Gustavo Guzmán pensó que se necesitaba otra cosa para recuperar el ritmo habitual de los pasillos. Imaginó que podría convocar a artistas plásticos y que se podrían resignificar los instrumentos que ya no podían producir notas. Susana Lombardo y Gustavo Larsen cruzaron el jardín con césped recién crecido. Ella vestía una blusa floreada y tenía rulos hasta los hombros; a él le colgaban los lentes sobre una camisa mangas cortas y usaba un largo cabello canoso en combinación con sus bigotes extensos. Se tomaron una foto con el busto de Gilardo Gilardi y bajaron al subsuelo.

Fue durante el receso de verano del 2014; los salones permanecían a oscuras. La marca de la humedad continuaba en la caldera. Vieron el piano escuálido, frágil y silencioso que iban a intervenir. Querían desarmarlo, quitarle los martillos y atravesar la caja de resonancia. No lo podían hacer sin lastimarse y sin quebrar el instrumento. Entonces Gerardo Guzmán los comunicó con Marco Naya para que los asesore. Durante un mes programaron la ceremonia.

El 27 de marzo del 2014, Susana y Gustavo entraron al subsuelo del Conservatorio con la cabeza gacha. Lo hicieron en silencio y vestidos con mamelucos descartables y guantes de goma. Los espectadores estaban sentados alrededor del piano envuelto en una lona de plástico transparente. Permanecía el olor a humedad, atenuado por el de pintura fresca. Comenzaron a inspeccionar el instrumento. Lo frotaron y le rezaron.

Estudiantes improvisaban con violines y flautas traversas. Él mojaba todo el piso con agua sucia y ella simulaba revivir entre sogas que la sujetaban. El ritmo de la percusión le indicó a Marco que era su momento. Se levantó y empezó a desajustar las cuerdas con una llave metálica. Después de cinco horas de intervención, la estructura de 170 kilos se convirtió en tablones dispares y clavijas desparramadas en el suelo. El alma del piano se esparció como un estallido por toda la sala. El jam de música continuaba, ahora fundido entre aplausos y flashes. Las piezas fueron dispuestas para su rescate y su descarte.

A la intervención le siguió un proceso de clasificación que Gustavo y Susana realizaron todos los martes del 2014. Por un lado, las cuerdas y las 88 teclas del piano. Por otro, distintas partes vistosas que fueron colocadas dentro de 40 cajas de madera realizadas por un auxiliar docente. Todo fue repartido a artistas plásticos del país para que realicen 128 obras distintas.

Ese mismo año se exhibieron y se subastaron. Los ingresos fueron destinados a la cooperadora del Conservatorio para seguir comprando instrumentos.

***

Los violinistas y los coritas coordinaban la melodía funeraria. Las bailarinas vestidas de negro iniciaban su coreografía en el jardín del Palacio Servente. Los estudiantes se ubicaron a los costados de un sendero imaginario que terminaba en un gran pozo. Hacia él iba una procesión de luto. Sostenían las partes del descarte del piano. Las arrojaron y las prendieron fuego. Después tiraron tierra y Gustavo Larsen simuló tocar los acordes de una sonata.

En julio del 2014 las llamas enterraron un ciclo de devastación del agua. Sin embargo, el 2 de abril volvió más de una vez.

20 de enero del 2016; 29 de agosto del 2017; 16 de diciembre del 2018; 22 de febrero del 2019. En estas fechas hubo temporales que provocaron inundaciones en los mismos barrios y localidades que en el 2013.

Desde el 2008 existen estudios hídricos de la Universidad Nacional de La Plata y de entes privados que proponen un plan de obras para evitar que desborde la ciudad, que se encuentra en una zona de depresión atravesada por una veintena de arroyos y al lado del río más ancho del mundo.

Los informes son explícitos: el agua no va a llegar tan alto ni va a acumularse tanto tiempo, pero la ciudad va a volver a inundarse con una lluvia similar. Y la gente, al igual que hace seis años, no sabrá qué hacer si está en la calle o si su hijo está en la escuela, el club o el Conservatorio.-

A cinco días de las elecciones generales del 27 de octubre, Julio Garro presentó el Plan de Reducción del Riesgo por Inundaciones. El proyecto estuvo bajo la dirección del ingeniero Pablo Romanazzi, quien encabezó comisiones de investigación hidrológica que fueron creadas en 2016, desfinanciadas en 2018 y reorganizadas al final de la gestión.-

El informe contien un estudio de 350 manzanas donde se precisa la forma de circulación del caudal de agua y las probabilidades de anegamientos. El mapa indica que existe un riesgo medio en las zonas aledañas al Conservatorio y que, más allá de algunas cuadras aisladas, sólo un barrio de Ringuelet tiene un peligro alto de inundarse.

Pero en el asfalto se vive otra cosa. Cada vez que llueve más de media hora, los abuelos y los niños tienen que mojarse los pies porque no pueden evitar los charcos que se acumulan en las veredas. Los autos se abren paso entre el agua que crece. Se corta la luz y desbordan los desagües. Los vecinos corren para encerrarse; se preocupan, temen: recuerdan.

El plan de contingencia es un reclamo permanente de las distintas asambleas de inundados que existen en La Plata. Son vecinos autoconvocados que desde el 2 de abril del 2013 se movilizan el segundo día de cada mes frente al Palacio Municipal. Reclaman obras, indemnización y justicia: hasta el momento, la única condena por las 89 muertes y los incontables daños materiales fue a Sergio Lezana, titular de Defensa Civil platense el día de la inundación. La sanción dispuesta por el Poder Judicial fue un año de inhabilitación para ejercer cargos públicos y una multa de $12.500. Con esa plata se puede comprar una banqueta musical o pagar la décima parte de un piano usado.

Ahora las asambleas reclaman porque los espacios verdes estatales son vendidos para emprendimientos inmobiliarios. La tala y la construcción indiscriminada provoca que el sistema pluvial no dé abasto y se reduzca la capacidad de absorción del suelo. Entre sus distintas medidas de fuerza, que incluyen permanencias en la Municipalidad y cacerolazos en los predios subastados, realizaron una jornada de plantación en los terrenos en disputa.

Su última movilización fue por unas manzanas rematadas en avenida Antártida y 528, a tres cuadras del Conservatorio, donde cada vez que diluvia los estudiantes practican escalas de saxo y contrabajo mientras escuchan las goteras intermitentes. Los docentes explican metodología de investigación de las artes pensando en baldes y filtraciones. El subsuelo sigue siendo castigado por la humedad que penetra.

A pesar de la llovizna, Marco Naya acelera. Piensa en que su hijo lo espera en el Palacio Servente y los accesos de Tolosa están bloqueados. Calcula. ¿Cuánto tiempo más va a pasar para que lo único que suene en los días de lluvia sea Piazzolla o Shostakovich y no la música de correntada?