Dejó de limpiar y se puso a buscar pasajes en oferta por internet. Cerca de las diez Marisa comenzó a cerrar las ventanas para frenar el calor de enero. El sol pegaba de frente y la casa se tornaba insoportable. Escuchó al marido rezongar en la puerta de entrada, luego una puteada a cada paso y cómo revolvía el mueble del pasillo. ¿Qué buscás?, preguntó desde el comedor. Él no respondió, sacó una pila de papeles, dejó el cajón abierto y se fue tan acelerado como entró. Marisa acomodó las carpetas antes de cerrar el cajón. ¡Mierda!, dijo cuando vio las facturas. Con lo que llevaban gastado en el canil nuevo y las inscripciones a los concursos podría haber visitado a sus hijos por lo menos dos veces… ¿Qué estarán haciendo? Tendría que estar allá, en invierno es imposible…Ay! Se agarró la boca del estómago con las manos hasta llegar a la cama. Sacó de la mesa de luz el último antiácido y se recostó. Mientras lo masticaba pensó en el farmacéutico, le faltaban pelos y altura, pero la miraba con ganas, además le sonreía.
Se le fue pasando el dolor hasta quedar con la molestia de siempre. Soportable. Encendió el velador para ver la hora. Los retratos de la cómoda le trajeron otra vez a los hijos y la voz de Daniela: “Vení mamá te va a encantar”… Si pudiera, por lo menos ellos dos están juntos. Se detuvo en la foto siguiente. El marido joven, atlético, con ropa de playa sosteniendo una corvina de unos veinte kilos… ¿De qué carajo se ríe? Del otro lado del pescado Ignacio, con siete años y cara de susto, los ojos entrecerrados y mordiéndose los labios… Pobre Ignacio… sacarle el miedo de esa forma. ¿Cómo permití que lo subiera a esa lancha?… Ignacio, durante toda la travesía había esquivando los peces que tiraban a sus pies a medida que los iban sacando. Impresionado, miraba cómo boqueaban sus últimos minutos. Se le ocurrió que le pedían auxilio con los ojos abiertos, el padre lo trató de “cagón” y todos rieron, menos Ignacio. Cuando llegó a la casa el hijo se colgó de su cuello y se largó a llorar. “¡Puto, lo vas a hacer puto!” le había gritado el marido. Miró el retrato de Daniela… ojos de guerra, fatal, mejor que sea así, no como yo… ¡Ay! otra vez el estómago, se lo masajeó hasta relajarse. Dormitó un rato. ¡La comida! Pegó un salto.
De lunes a viernes el marido almorzaba a la una, masticaba rápido frente al televisor, a veces hacía algún comentario, se acostaba una hora veinte, se levantaba de la siesta sin despertador y se duchaba durante dos o tres minutos antes de volver al negocio. Los sábados por lo general no comía en la casa, los empleados hacían un asado en el depósito del negocio. Ella aprovechaba para no cocinar. Ese sábado de enero comía en la casa.
—Quiero ver a los chicos, hay oferta de aéreos —dijo mientras sacaba el pollo del horno.
—No hay plata.
— ¿No hay plata?
— ¿Por qué te crees que suspendimos los asados? Las ventas bajaron, siempre bajan mucho en enero.
—Pero… —el nudo en la garganta le impidió continuar, intentó frenar las lágrimas.
—No hay plata, en febrero seguro que repunta un poco y vemos —cambió de canal y se tiró en el sofá.
***
Marisa empujó el ventiluz para que entrara aire de febrero, todavía caliente. El vapor de la ducha no le permitía mirarse en el espejo. Escuchó la voz ronca de su marido y las carcajadas del resto. El ventanal del quincho daba al mismo patio interior. Le pasó la mano al espejo, confrontó con su propia cara y comenzó con los masajes ascendentes. Aunque dudaba de los efectos mágicos de la crema que había comprado por internet, seguía las instrucciones al pie de la letra; dos minutos para un lado, dos para el otro. Con los antidepresivos había aumentado de peso, finalizado el tratamiento el descenso se hizo visible y algunas arrugas más también. Se puso una máscara verde. Otra vez la risotada de su marido, seguramente se burlaba de alguien.
Le duraba la ofensa de la mañana. Estaba sacando las cajas con la ropa de invierno y como no llegaba al estante más alto le pidió ayuda; el marido entró a la pieza refunfuñando, ella acostumbrada, siguió sacando la ropa de abrigo trepada a una silla.
—Estás más flaca —dijo.
—Sí, de a poco —respondió contenta.
—Se te cayó todo —dijo mirándole el culo. Ella no respondió, siguió de espalda frente al anteúltimo estante del placar. —Todo se te cayó… hasta las ideas —insistió. Ella se dio vuelta para responderle, pero se arrepintió, no quería dar pelea, sólo quería el aéreo, se bajó de la silla y le cedió el lugar. Él se subió para llegar al último estante.
—No, no, las ideas no… para que se caigan, primero hay que tenerlas— insistió él, señalando con el índice derecho su propia cabeza. Lanzó una risotada. Bajó la caja, la apoyó sobre la cómoda y se fue. Desde la puerta de calle gritó que había dejado plata para los mandados sobre la mesa de la cocina. Marisa se sentó a los pies de la cama haciendo fuerza para no llorar. Permaneció un buen rato con la vista clavada en las fotos de la cómoda, chiquitos, adolescentes, más grandes… Año y medio año es mucho tiempo, quiero verlos, tengo que verlos… El primero en irse fue el varón, triste, peleado con el padre. Le dijo que se metiera la ferretería en el culo y se fue. Se instaló en Ushuaia, no volvió más. Al cabo de un año lo siguió la hija. Tampoco se fue bien, pero esta vez fue el marido el que se quedó mal. Marisa estaba juntando las tazas del desayuno mientras la hija le leía los correos de Ushuaia y le comentaba sus planes. El marido se asomó a la cocina para increpar a la hija.
— ¿Para qué le querés sacar plata a tu madre?
— ¿Sacar?, se la pedí y me la dio- respondió molesta
— ¿Qué te dio?
—Sus ahorros.
—No digas boludeces, ¿se puede saber para qué querés plata?
—Para un aborto —dijo y desafiante miró al padre. Salió de la cocina como si nada pasara. Marisa se agarró del respaldo de la silla. Los ojos del marido, encendidos como brasas la atravesaron, se fue al negocio pegando un portazo. En una semana la casa quedó vacía. Ella lloró por todos los rincones. Él se compró dos perras de raza.
La única visita a Ushuaia la había hecho con el pasaje que los chicos le mandaron para el cumpleaños. No podía permitir que le pagaran otro, le resultaba doloroso, inaceptable. Si no hubiera dejado la escuela… “Vas a ganar mucho más atendiendo la ferretería” le había dicho él cuando se casaron y como tenía razón le hizo caso. Trabajar con él resultó más agotador que enseñar a leer y a escribir a los chicos de primer grado. Después el negocio creció, su marido tomó dos empleados, agregó alquiler de maquinarias, contrató más gente, siempre hombres. Cuando nació el primer hijo ella fue menos horas y cuando nació la segunda el marido le pidió que se quedara en la casa. Lo que en principio fue un alivio dejó de serlo muy rápido bajo su ojo supervisor, cambios de humor y manejo del dinero. Muchas veces pensó en irse, le faltó coraje.
***
Miró el reloj, llevaba veinte minutos en el baño, le faltaban cinco para quitarse la máscara. Más carcajadas, sobresalía la risa contagiosa de Raúl, el mecánico. Sonrió y se le quebró la arcilla verde de los pómulos. Casi todos los jueves su marido cenaba con “la barra del taller”, rotando los lugares se turnaban para cocinar. Cuando le tocaba al marido ser el anfitrión, él hacía las compras, preparaba el fuego, ponía la carne en la parrilla, preparaba la ensalada, atendía la puerta. Ella no tenía que hacer nada, tampoco podía asomar la nariz por el quincho. Mejor, esos tipos le desagradaban, menos Raúl, el mecánico; cuando se lo cruzaba por la calle la saludaba con una sonrisa, le preguntaba cómo estaba, hacía comentarios amables: “me enteré que a su hijo le va muy bien en el sur”, y cosas por el estilo; en cambio los otros, apenas un hola y chau seco, después de tantos años. Lo único bueno que había tenido ese grupo eran las salidas de dos o tres días para las carreras de Turismo Carretera. Marisa estaba pendiente del calendario del TC, aprovechaba su ausencia para planificar salidas con la hija. Ignacio tenía que ir con el marido, eso no estaba siquiera en discusión. Con la pesca se había dado por vencido, pero no con las carreras, hasta el día en que el hijo se plantó, empezó a elegir por sí solo. Al poco tiempo tuvo que dejar la casa.
Por el ventiluz entró el olor de los cigarrillos de hoja que fumaba el marido en ocasiones. Un impulso la llevó a apagar la luz y quedarse a oscuras sentada en el inodoro. Hablaba con otro:
—¿Cuántas veces te lo canté? Te va a cagar, esa mina te va a cagar, con verle la cara nomás — decía su marido.
—Y sí, las minas son…
— ¡Son todas iguales! —exclamó el marido—, las únicas hembras que no te dan dolores de cabeza son éstas.
— ¿Cómo las distinguís?
—Lila es la más grande y Daisy tiene la trompa más oscura.
— ¿De qué raza son?
—Rodesianas, con papeles.
—No conocía
—Son de Sudáfrica, pelo corto, no ladran, no joden y son buenas para parir.
— ¿De dónde las sacaste?
—Se las compré a un cliente —dijo el marido y bajó la voz. Marisa no alcanzó a escuchar.
— ¡¿Cuánto?! —preguntó asombrado el amigo. El marido volvió a susurrar una cifra. — ¡Ni en pedo gasto esa guita en un animal! —agregó.
—La recuperé con la primera parición.
— ¿Vendiste todos?
—Sí, me los sacaron de las manos. Las estoy preparando para concursar en Capital y en Santa Fé.
— ¿Cuánto te sale la joda?
—Casi nada, recupero con las crías.
—Yo, ¡Ni loco! —volvió a exclamar.
—Con que tengan tres en la próxima parición salvo los gastos, tengo todo calculado.
***
Ellos entraron, Marisa prendió la luz, furiosa se restregó la cara para quitarse el barro mientras pensaba en lo desgraciado que era el marido gastando una fortuna en las perras y negándole el dinero para que visitara a sus hijos. Cuando terminó tenía manchones rojos en la frente, las mejillas y el mentón. Le vinieron ganas de llorar. Se metió en la cama, no podía dormir. Fue al comedor, se sirvió una copita de licor de dulce de leche y se sentó frente al televisor en el lugar del marido. El mejor sillón era para él porque tenía que descansar, después de cenar se acomodaba para mirar alguno de los programas de siempre, por tarde que fuera tenía que hacerlo, caso contrario no pegaba un ojo en toda la noche. Se levantó de un salto, fue a la cocina, revolvió el tacho de basura, sacó las pilas gastadas, las limpió, quitó las nuevas del control remoto y puso las viejas. Se acostó y durmió profundamente hasta que las puteadas del marido en el comedor se oyeron desde la pieza. Se dio vuelta, esbozó una sonrisa y siguió descansando. A la mañana siguiente el control remoto estaba despanzurrado sobre la mesa. Hay que comprar otro, universal, dijo antes de salir.
Marisa se vistió, maquilló las manchas rojizas y salió para hacer los mandados. De regreso entró en la ferretería.
— ¿Qué hacés acá? —preguntó el marido, mientras la llevaba de un brazo al despacho.
—Extraño a los chicos.
—Deciles que vengan.
—No pueden, están trabajando.
—Quiero ver a mis hijos y quiero mi plata —arremetió.
— ¿Tu plata? —preguntó entre risas.
—Mi plata, desbloqueame la tarjeta o dame para el pasaje.
—Después vemos, ahora no puedo, tengo mandar unas cosas al contador… En casa hablamos.
Marisa se levantó y sin saludar buscó la salida.
— ¿Aseguraste la puerta del patio? Ojo con “mis chicas”, están por entrar en celo— dijo desde el mostrador. Salió de la ferretería conteniendo la rabia. Él se quedó en la puerta con uno de los muchachos, enterándose de las novedades de la comisión de apoyo al TC.
Se acercaba el otoño, Lila y Daisy entraron en celo con días de diferencia. El canil nuevo había sido construido justo a tiempo, respetando los estándares que indicaba la asociación. El marido de Marisa parecía feliz con el diploma correspondiente. Promediaba abril cuando llegó a la casa con un macho de raza para el servicio, que había conseguido después de mucho buscar, a cambio de uno o dos cachorros por nacer. Los dos hombres siguieron todas las indicaciones del veterinario, pero el perro no fue aceptado ni por Lila ni por Daisy. Ambas le gruñían, lo mordían, lo tenían a mal traer. Les aconsejaron encerrarlo en el canil hasta tanto dieran muestras de aceptación y luego introducir de a una las perras. El celo transcurría y nada parecía cambiar. Excepto los perros callejeros que aullaban del otro lado del portón, interrumpiendo el sueño de todo el vecindario. Cada tanto el marido de Marisa los espantaba con un ladrillazo.
El celo estaba pronto por concluir. Llegó la fecha esperada por la barra del taller. El coche preparado por Raúl tenía chances. El marido de Marisa dudó, no quería dejar a las perras, pero al fin lo convencieron y partieron en varios autos, carpas y un remolque rumbo a Olavarría. Antes de viajar le hizo repetir a Marisa todas las recomendaciones, le anotó el teléfono del veterinario y del dueño del perro. Las tres noches que estuvo ausente llamó para preguntar por las perras, sin novedades fue la misma respuesta. Una vez le preguntó a Marisa si estaba bien… Sí, ¿por?…
***
Las tres noches Marisa le abrió el portón a los perros callejeros que Lila y Daisy supieron elegir.
* Patricia Irene Chabat escribió su primer relato en cuarto o quinto grado, cuando estaba pupila en el Colegio Argentino Danés, cerca de Tres Arroyos. Su etapa más prolífica -y también la más terapéutica- fue en la cárcel de Floresta, donde pasó varios años presa después de estar secuestrada en un centro clandestino de Bahía Blanca, durante la dictadura cívico militar. Desde entonces ha publicado el libro de cuentos «Encuentros pendientes», las novelas «De cuerpos ausentes» y «Cuatro tiros y té de Maracuyá», y participado en varias antologías. Sus cuentos, casi siempre, son protagonizados por mujeres.
«No siempre se puede entrar y salir por la misma puerta» será presentado el viernes 13 de marzo a las 19 horas en el Centro Cultural «Azul un ala» (calle 69 e/ 12 y 13, La Plata).