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Violencia institucional

Excarcelar

Pandemia y cárceles: un poder que celebra la muerte

¿Y si en realidad delincuentes somos todos y todas? ¿Y si lo que revela el actual debate sobre excarcelaciones es más «racismo» que otra cosa? ¿Por qué no conmutar penas, si lo que hay en el sistema penitenciario es un «negocio» de «exterminio»? En esta nota de opinión para Perycia, Azucena Racosta, referente del Colectivo La Cantora y experta en criminología mediática, asegura que «el odio que sostiene a las clases en el poder les hace pensar que el Covid 19 es una buena manera de librarse de los miserables».

Por: Azucena Racosta*
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La humanidad se debate entre la vida y la muerte; el exterminio o una posible mutación. Entre la soberbia del hombre y la primacía del virus que arrasa sobre la madre agonizante.

Esa mujer tiene desgarrada la vagina, el rostro destrozado, los senos partidos, la marca de los grillos en los pies, la entraña caliente. Cuervos y chimangos le comen los ojos como al pibe Rey, el fusilado a balazos por el Estado que lo tenía bajo su custodia, alojado en la Unidad Penal 23 de Florencio Varela, perteneciente al Servicio Penitenciario Bonaerense, una agencia “independiente” del poder político y judicial, que ha hecho del encarcelamiento uno de los grandes negocios en las últimas décadas.

Mano de obra de la limpieza ecológica ejercida por el sistema de control social al tiempo que utiliza los cuerpos de los y las encarceladas como materia prima de la industria de la pobreza. Carne humana como moneda de cambio en la sociedad de mercado. Marginados, excluidos, descartados del aparato productivo formal, con los que generan un movimiento de dinero en cantidades exponenciales desde la corrupción que rodea a todo ese mecanismo: un entramado mafioso que involucra todo tipo de negocios.

La vida misma, que es esa mujer y su prole, tiene las piernas, los brazos y el rostro perforado por el disparo eterno de los mono postas; los huesos quebrados a patadas y los pulmones afectados por la humedad y el frío. Sobreviven en celdas donde la podredumbre habitual se agrava con el hacinamiento. Unos sobre otros, unas sobre otras, bajo los gases lacrimógenos que inundan los espacios nauseabundos donde ya ni siquiera hay fuerzas para resistir. Un silencio mortuorio escalda la piel y penetra por los poros hasta el hueso. Niños y niñas golpean la reja para que los dejen ir a jugar con sus mamás a sus casas. El hambre doblega. El desamparo cosifica. El humo del cigarrito se aborta en la garganta. El insomnio elucubra una muerte prematura.

En tanto, púas afiladas, afinadas, facas arpones lanzan fuego desde sus lenguas a través de los massmedia, asestan en el corazón de las leyes penales, las convenciones internacionales y las normas constitucionales hasta la muerte.

Y así surgen palabras como fusiles disparados por violadores seriales, hombres y mujeres a los que pareciera que ninguna ignorancia los atraviesa, vestidos elegantemente, “ciudadanos y ciudadanas” que huelen rico, a fragancias importadas. Sujetos dóciles encandilados por un par de reflectores se erotizan con la violencia y reproducen lo peor del sistema de poder. Son esos medios, envenenadores de conciencias, la peste misma. Trapos de piso de los poderosos que dirimen entre la expiración de miles de necesitados en apuro y sus privilegios.

Este que sufren les “feos”, “olorosos” y “mugrientos” no es un martirio voluntario. Es un martirio producido por un sistema que descarta a millones de sufrientes en los basureros de lo que va dejando el sistema capitalista. Tachos de basura para restos humanos, cárceles, campos de concentración devenidos en campos de exterminio.

El odio que sostiene a las clases en el poder les hace pensar que el Covid 19 es una buena manera de librarse de los miserables. Están convencidos que su dominio económico, político y comunicacional será la barrera que los liberará del contagio. Se consideran inmunes y, conjuntamente con el poder judicial, deciden cuántos miles morirán en las prisiones. Como si el muro y los alambres acerados frenaran la transmisión del virus.

En un mundo de ladrones y homicidas el muerto se asusta del degollado. Me pregunto si dentro de los tipos penales está el robo de los 50 gramos de carne en cada kilo que perpetra el carnicero, el del empleado estatal que se roba la resma de papel, el tóner de la computadora o la birome de la oficina, el del personal del hospital que se lleva a su casa el termómetro, el estetoscopio y los medicamentos que necesitan los sectores más humildes. El de quien pone en riego al consumidor al venderle mercadería vencida; el que aumenta el litro de leche todos los días en medio de la emergencia sanitaria arguyendo las reglas del libre mercado y hurtándole a la doñita el subsidio que le otorgó el gobierno.

Ni hablar de las mafias que manipulan presupuestos, licitaciones, cobran coimas; de los y las funcionarios que manipulan concursos, extorsionan trabajadores y utilizan a las instituciones del Estado para su propio beneficio y el de sus parientes. Qué decir del buen vecino que evade los impuestos, le paga en negro al jardinero y a la empleada que realiza los quehaceres de su casa, el “empresario” que no realiza los aportes jubilatorios correspondientes, el que lleva su dinero al exterior y cada tanto lo lava, podríamos hablar aquí de los delitos que cometen los bancos y hasta del libro que no devolvimos. Sería deseable investigar quiénes son los responsables de las muertes de los y las niños, o ancianos fallecidos por patologías tratables o producidas sencillamente por falta de alimentación.

Completaríamos páginas y páginas con una larga lista de delitos que a diario cometen los hombres y mujeres “honestos”. La paradoja es que son quienes conforman el coro de odiadores que piden castigo, sangre y cárcel para las víctimas del abandono, la exclusión, el analfabetismo y el hambre. Son los que pudieron convivir con torturadores y genocidas y no pueden convivir con un simple ratero.

En realidad, no están pidiendo cárcel para los/las delincuentes porque de ser así, no estaríamos cumpliendo con el aislamiento social, estaríamos purgando las condenas que corresponden a los delitos cometidos. Los criminales blancos, aplaudidores y caceroleros lisa y llanamente piden el exterminio de los negros. Aquí no se dirime la “buena” moral de una sociedad, lo que impúdicamente se ha puesto de manifiesto es el racismo que atraviesa a los “incluidos”. La sociedad delictiva posa sobre los jóvenes pobres sus mugres para sentirse liberados de sus propias vergüenzas.

En este contexto la clase política rinde tributo al capitalismo punitivista. El poder judicial, claramente selectivo en la cuestión de clase, juega a la ruleta rusa con miles de vidas humanas en la pulseada que lleva adelante con el gobierno provincial, que deviene también selectivo en cuestión de los derechos humanos.

Ambas partes de una misma moneda quieren arrebatarle tiempo al avance del virus desde la más descabellada omnipotencia. Por un lado, sosteniendo de penas inconstitucionales, prisiones preventivas abusivas y negaciones arbitrarias de morigeraciones. Por el otro, el aparente desconocimiento de un gobierno de las facultades que le otorga la Constitución Provincial a su gobernador para la conmutación de penas, contemplada en el artículo N° 144. Se dice de tres poderes. Y, en ese contexto, el Poder Legislativo ya había hecho lo suyo: sólo dejó los rastros de una demagogia punitiva que ahora estamos lamiendo.

Todos ellos vendrán por nosotros y serán las víctimas de las muertes que pudieron evitar. Muertes por goteo, un nuevo genocidio silencioso. Crímenes de lesa humanidad que no podrán apaciguar a la hembra transgredida.

* Azucena Racosta es secretaria Académica de  la Maestría en Comunicación y Criminología   Mediática de la Universidad Nacional de La Plata. También es referente del Colectivo La Cantora para la protección y promoción de los derechos de las personas privadas de libertad, una organización fundada en 1993. Desde diciembre participa de la Mesa de Diálogo Interinstitucional convocada por el Ministerio de Justicia bonaerense para buscar soluciones a la superpoblación carcelaria.