Publicada el 02/11/2021
En el lugar del país donde decidió volver a empezar, Fernando Ariel Carrera descansa. Se podría decir que tiene suerte porque duerme en la habitación que comparte junto a su compañera de vida y no en una celda carcelaria, como lo hizo durante siete años y medio. Ahora, además, tiene menos miedo: se levanta a la mañana, abre su taller y se pone a trabajar. Nadie lo conoce o lo conocen, sí; pero no saben sobre la trayectoria que hizo la bala que le cruzó la mandíbula. Solo ven la cicatriz, hundida en su maxilar derecho, amenazándole la sonrisa.
Al menos ya no le explotan molotovs en el portón de la casa familiar o tiene que desconfiar de la custodia policial que lo sigue. Está un poco más tranquilo.
Todo esto lo cuenta Jennifer, su hija. Porque Fernando ya no quiere recordar. Una semana atrás, se cumplieron cinco años desde que la Corte Suprema de Justicia lo absolvió por los delitos de robo, homicidio, lesiones culposas y portación de arma por los que había sido condenado en la causa conocida como la “Masacre de Pompeya”. Supuestamente es libre.
¿De qué?
Nadie pagó por los ocho balazos que recibió en la corrida mortal por avenida Sáenz. Ningún Estado o persona física hasta el momento afrontará los gastos de la cirugía de reparación estomacal que tiene pendiente, hoy, dieciséis años y nueve meses después. Tampoco alguien le devolverá los más de siete años que pasó encerrado en Marcos Paz preguntándose: “¿en el lugar de quién estoy?”.
Y lo más importante, no hay responsables penales por la muerte de los tres peatones que Carrera arroyó —inconsciente, tras ser herido por una bala de plomo— con su Peugeot 205 en el mediodía del 25 de enero del 2005 en la Ciudad de Buenos Aires. El ruido de los cuerpos sigue resonando contra el capot.
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Jennifer Carrera tiene 27 años. Es abogada y es parte del equipo interdisciplinario del programa Acceso a la Justicia. “Creo que el haberme rodeado de abogados desde tan chica y todo lo que pasó con mi papá tuvo que ver con que eligiera esta profesión”, cuenta la joven que, como su padre, prefiere reservar los datos que pudieran exponer a la familia.
Sin duda, la vida de esa nena de diez años dio un giro abrupto cuando ocurrió la masacre. “Yo lo vi por la tele, reconocí el auto todo chocado y lo primero que pensé era que mi papá estaba fallecido”, recuerda. Es que su familia se enteró por los medios de comunicación de la tragedia, y los primeros relatos del periodismo —e incluso los que mantuvieron hasta mucho tiempo después—, avalaron la versión policial de que un delincuente, escapando de la policía, había atropellado y dado muerte a una mujer y su pequeño hijo y a otra mujer más.
“Recién pude quedarme tranquila a los diez días cuando mi mamá nos llevó a Devoto para verlo; recién ahí les creí que estaba vivo”, cuenta Jenny. “Ese día fue el más triste de mi vida; lo encontré bastante desmejorado, con toda la cara lastimada y los dos brazos enyesados. Recuerdo que se esforzaba por charlar con nosotros como si fuera un día normal, pero no lo era”, expresa.
«La perrita de la foto es el cable a tierra de mi papá y se llama Vilma», cuenta Jenny
Esa mañana de 2005, la vida cambió en cuestión de horas para Jenny y sus hermanos Nicolás y Fabricio y para Guadalupe, su mamá. Siendo Fernando el sostén económico de la familia, debieron mudarse de localidad para que unas tías pudieran cuidar de los pequeños mientras su compañera trabajaba fuera de casa. También se cambiaron de escuela y vendieron el auto para pagar el primer abogado. “Mi papá era muy presente, me llevaba a la escuela, me iba a buscar, me llevaba a natación, se disfrazaba para los actos y si tenía que pintarse los labios mientras jugaba con nosotros, lo hacía. Así que no lo tuvimos más; ni en los cumpleaños ni en nada; fue difícil”, dice.
Sin embargo, la pelearon, “gracias a la fuerza de mamá que golpeó cien puertas, se le cerraron noventa y cinco, pero abrió las cinco indicadas”, dice con orgullo. Ese fue el tiempo en que conocieron al abogado del Programa Anti impunidad, Federico Ravina, y la perspectiva de que se trataba de un caso de gatillo fácil comenzó a sonar en una causa que estaba armada por la Policía Federal y, hasta entonces, parecía haber triunfado.
“Por suerte apareció él (Ravina) que no sólo fue un estupendo profesional, sino que tuvo la amabilidad de representar a mi papá de manera gratuita y no dudó en pisar la calle cuando había que hacerlo para reclamar por la causa”, expreso Jennifer. Fue el comienzo para que escucharan a la familia y un recorrido de años hasta alcanzar la absolución de Fernando.
“En el camino, el cineasta y aviador Enrique Piñeyro también nos dio una mano enorme al exponer todo lo que había ocurrido en relación a la persecución policial y cómo le habían plantado el arma para que pareciera que mi papá estaba escapando de un robo”. El documental El Rati Horror Show muestra cómo se fraguó el expediente. Desde la alteración de la evidencia en el lugar de los hechos hasta la manipulación de los testigos.
“Tal vez sea subjetiva, pero siempre le creí a mi papá, a mí nadie me tuvo que explicar nada, fui asumiendo lo que pasaba y nuestra nueva realidad, pero creerle siempre le creí”, sentencia Jenny.
El papá de Jenny recuperó la libertad en junio de 2012 cuando la Corte Suprema de Justicia revisó el caso, declaró arbitrario el fallo que lo condenaba a treinta años de prisión y pidió su revisión. Faltaban cuatro años más para que en 2016 finalmente lo absolvieran. En este segundo fallo, el máximo tribunal consideró insuficiente la decisión de la Sala III de la Cámara Federal de Casación Penal que después de la primera decisión de la Corte solo redujo la pena de Carrera a la mitad, pero no revisó los testimonios policiales «a la luz de su posible interés en encubrir una actuación, cuando menos, antirreglamentaria».
Jenny conoce toda la causa…desde los doce, cuando había decidido ser abogada.
Según pudo probar la defensa, el día de la masacre, la policía confundió a Carrera con un ladrón al que estaban buscando y un grupo de efectivos policiales vestidos de civil a bordo de Peugeot 504 oscuro, sin ningún tipo de identificación, intentó detenerlo realizando disparos, uno de los cuales le impactó en la mandíbula. Ya herido, Carrera siguió su marcha en estado de inconsciencia por la avenida Sáenz y embistió a tres personas que perdieron la vida. Una vez que el 205 que manejaba se detuvo, sus perseguidores desataron una balacera sobre él. Carrera fue trasladado al hospital Penna donde se negaron a atenderlo, y luego, lo operaron en el Rivadavia. Mientras tanto, la policía al notar que lo habían confundido y habían provocado una masacre plantó un arma en su vehículo.
En octubre de 2016, cuando la Corte lo absolvió, Jenny creyó en la justicia todavía un poco más y se dijo ´voy a ayudar a gente como él´.
“Ahora lo veo bien, es un tipo que se ríe, que cuenta chistes, que tiene su trabajo y al que no sé cómo hace, pero no se le nota”, subraya. “Lo que pasó es parte de nuestra historia, es la parte más triste, pero es mejor seguir luchándola con mi papá afuera que preso, y vamos a seguir reclamando para que la causa no quede impune”, recalca. “Ni bien mi papá fue absuelto, la justicia no se preguntó ´quién es el culpable si esta persona no fue´. No hay responsables penales por los tres muertos ni por un inocente preso por casi ocho años”, finaliza.
En 2015 la familia Carrera demandó al Estado Nacional por daños y perjuicios; pero no hay avances al respecto, la causa civil está estancada, advierte Jenny.
¿Cuánto más?