Cobertura conjunta con Revista Litigio
Antes de delimitar el terreno y dar la orden para poner en marcha las retroexcavadoras, Silvana Turner tuvo que pedir permiso. Era 2018 y la masacre de Napalpí empezaba a formar parte de la agenda judicial después de noventa y cuatro años de silencio. A pesar de estar al tanto de la investigación, la llegada de cualquier persona ajena a la comunidad alertaba a sus miembros.
Nadie puede hurgar la tierra sin su aprobación: es un paso que no se puede saltear, y Silvana lo sabe: “El acuerdo con las personas y las comunidades es una prioridad, porque la gente es la que tiene la mayor cantidad de información sobre los hechos que se investigan”, explica a Perycia y Litigio, y adelanta detalles sobre los métodos de búsqueda de las fosas comunes que todavía no hallaron.
—¿Qué aporte se puede hacer desde nuestro lugar en un caso como este?—, se preguntaron en el Equipo Argentino de Antropología Forense cuando en 2018, Diego Vigay, uno de los fiscales que instruyó la causa, y Juan Chico, un historiador Qom que dedicó su vida a indagar la historia originaria, les pidieron que intervinieran en la investigación sobre la masacre de Napalpí.
Unos meses después, la antropóloga social, Silvana Turner, junto a otrxs cuatro integrantes del EAAF, visitaba por primera vez Colonia aborigen: el lugar donde —se estima que— casi cien años atrás fueron asesinadas y enterradas en fosas comunes entre 300 y 400 personas de las cuales todavía no hay rastros certeros. Para Silvana no es un tema nuevo: en sus más de treinta años como parte del Equipo, visitó decenas de países e investigó masacres colectivas de campesinos e indígenas en países como Guatemala y El Salvador.
—¿Cómo se investiga un hecho que sucedió hace casi cien años?
— La investigación histórica, testimonial y documental estuvo a cargo de la oficina de Derechos Humanos de Chaco. Además, hay un trabajo hecho por otros actores que son peritos y van a dar testimonio en el juicio (por la Verdad). No tuvimos que empezar de cero, sino aproximarnos para hacer un análisis forense de la información que ya existía, para valorar con qué tipo de elementos contábamos y sobre cuáles necesitábamos profundizar. Nuestras intervenciones se dan siempre en el marco de un proceso de justicia o una Comisión de la Verdad, porque formalmente nosotros respondemos, en general, a una autoridad judicial. En este caso, no hay un proceso penal como lo conocemos tradicionalmente, sino que se busca hacer un proceso de memoria histórica.
Para dar inicio a nuestra intervención hice la primera visita al lugar en 2018 y conocí a los actores. Ese siempre es el primer paso: trabajar con el acuerdo de las víctimas, sus familiares, sus representantes y/o sus comunidades. Con el aval de la Fundación Napalpí y los elementos de esa visita, pudimos planificar el trabajo del año siguiente.
—¿Cómo fue el ingreso a la comunidad?
—Nosotros habitualmente trabajamos en este tipo de problemáticas, hay una experiencia con poblaciones rurales de otras masacres colectivas de campesinos e indígenas, en Guatemala y El Salvador, por ejemplo. Esta necesidad de acuerdo con las personas y las comunidades es una prioridad, porque la gente es la que tiene la mayor cantidad de información sobre los hechos que se investigan. Se realizan reuniones informativas y explicativas sobre lo que se hizo, lo que se está haciendo y lo que se va a hacer. Ahí se plantean dudas y preguntas. Así fue todo el proceso, con los mismos cánones con los que trabajamos las violaciones a los derechos humanos más contemporáneas.
—¿Cómo fue el proceso de excavación?
—Hicimos un trabajo exploratorio, de introspección en Colonia aborigen, un paraje de campo donde hay viviendas de pocos pobladores. Fuimos cuatro personas y trabajamos alrededor de un mes buscando intrusivamente —excavando— los sitios que estaban señalados por las fuentes testimoniales, que habían indicado lugares puntuales o más o menos delimitados en donde podrían estar estos entierros. Se trabajó excavando trincheras con máquinas retroexcavadoras y de forma manual, con pico y pala.
—¿Cuál fue el resultado?
—Se excavaron dieciocho lugares en total, incluyendo el área principal donde antes había una cruz y después de las excavaciones se instaló un memorial. En un solo sitio se encontraron los restos incompletos de un hombre adulto que, según la información que teníamos, completa un cuerpo que se había exhumado parcialmente en años anteriores por parte de unos criminalistas de Chaco. Lo sabemos porque los restos que excavó el EAAF y los que anteriormente se habían recuperado, fueron enviados a nuestro laboratorio de antropología donde, a través de muestras genéticas, pudimos re asociarlos. Es decir: una muestra de las partes óseas que se habían recuperado hizo match con los restos encontrados por el EAAF. Esto implica que genéticamente pertenecen al mismo individuo, pero no podemos comprobar científicamente que los restos de esa persona correspondan a una víctima de la masacre de Napalpí. Sí es consistente con la información histórica y documental que existe sobre posibles entierros individuales en las cercanías del asentamiento donde estaba concentrada la gente al momento del ataque.
Cuando se terminó esa primera etapa de trabajo, se elaboró una pericia y se elevó a la autoridad judicial. Teníamos planificadas tareas para el año 2020 que implican una estrategia de búsqueda más extensa y con otras metodologías, pero no pudieron llevarse adelante por la crisis sanitaria.
—¿Cuáles fueron las limitaciones en este caso?
—No hay métodos de datación para poder determinar un período de tiempo muy acotado. Esto es una limitación, porque normalmente las dataciones para poder definir un momento histórico, se hacen a partir de elementos asociados al cuerpo. Sí pudimos identificar que se trataba de un hombre joven y que no era un entierro de tipo arqueológico, entonces es consistente con que podría tener alguna vinculación. Pero no tenemos más elementos que los que surgen del análisis de la evidencia: que se trata de un individuo masculino y joven. Este hallazgo corresponde a un evento fortuito en donde una pobladora, haciendo una tarea doméstica, excavó la tierra y encontró restos. Ahí dejó un señalamiento de ese lugar, no lo volvió a perturbar y pudimos encontrar ese sitio.
—¿Cómo se imprime la masacre en las comunidades?
—Creo que es muy importante la posibilidad de contar estas historias porque integran a las comunidades, dan una continuidad generacional de las luchas, del conocimiento de su historia, de historias muy trágicas, y generan un compromiso en las nuevas generaciones de seguir adelante con la lucha. Hay temas vinculados a la identidad cultural, a la lengua, un montón de aspectos para los que este tipo de investigaciones suman un elemento que genera conciencia sobre la historia de la comunidad.
Fue una experiencia muy positiva, porque me parece muy importante documentar científicamente estos hechos (al margen de todo lo que ya existe). Es una manera de reconstruir las memorias, y de que sean un mecanismo reparatorio para las comunidades. En Argentina estamos vinculados a este tema por el tratamiento que se ha hecho sobre los casos de desaparición forzada durante la última dictadura cívico militar.
—¿Cuáles son los próximos trabajos del EAAF en relación a la masacre?
—Todavía no hemos dado con los hallazgos que esperábamos, que son los entierros múltiples en fosas comunes. La propuesta es seguir avanzando con otra estrategia utilizando herramientas geofísicas, como análisis topográfico, imágenes aéreas y análisis de los cambios de la superficie del terreno, para seguir la búsqueda de los sitios de entierro. Eso es algo que, al no haber información precisa, requiere un trabajo extenso y que esperamos poder retomar este año. Al haber agotado la información testimonial —que fue la que se utilizó en la primera etapa—, estamos valorando empezar a trabajar con nuevas metodologías para encontrar los lugares de entierro y recuperar esos restos.