22.5.2022
Quince años después de su cobarde asesinato, el fantasma de Nora Raquel Dalmasso recorre nuevamente los tribunales de Río Cuarto. No el centenario edificio antiguo y señorial que se construyó en 1919 bajo el gobierno radical de Hipólito Yrigoyen, ubicado en pleno centro de la capital alterna de la provincia de Córdoba, por el que pasaron cinco fiscales, cuatro imputados y centenares de testigos. No. El juicio oral y (no tan) público se lleva adelante en el nuevo Palacio de Tribunales, una mole de 14420 metros cuadrados que se expande como una gigantesca U a metros del Centro Cívico del Gobierno provincial y a escasas cuadras de la costa del río que da su nombre a la ciudad, que fue inaugurado por el gobernador Juan Schiaretti en 2019, el mismo año en que el fiscal Luis Pizarro elevaba a juicio la causa contra el traumatólogo Marcelo Macarrón.
De intensa vida social, miembro del Rotary Club, ex jugador y médico del club de Rugby Uru Curé y fundador del colegio San Ignacio, el más caro de la ciudad, desde el 14 de marzo el viudo convive con un puñado de hombres y mujeres que procuran dilucidar si contrató a uno o más sicarios para que asesinaran a su esposa la fatídica madrugada del 25 de noviembre de 2006. En una moderna sala de audiencias, provista de más de trescientas butacas, acompañan al imputado sus abogados defensores Marcelo Brito, Cristian Ayán y María Ángeles Mussolini; y al fiscal de Cámara Julio Rivero sus colaboradores Josefina Cagnolati y Alejandro Roque Achával.
Macarrón está acusado de «homicidio calificado por el vínculo, por alevosía y por precio o promesa remuneratoria».
El tribunal está integrado por Daniel Vaudagna (presidente), Natacha Irina García y Eduardo Echenique Esteve, ninguno nacido en Río Cuarto. Detrás de ellos, ocho jurados populares —cuatro mujeres y cuatro varones— escuchan en silencio las maratónicas sesiones que se desarrollan de martes a jueves entre las nueve de la mañana y las tres de la tarde. En marzo había otros dieciséis jurados populares suplentes, de los que quedan doce (ya hubo cuatro bajas), listos para subir al estrado si no puede continuar alguno de los titulares. En Córdoba, desde 1998, un grupo de ciudadanos sin conocimientos jurídicos integran junto a los jueces técnicos la Cámara en lo Criminal que juzga a personas imputadas de delitos graves y determinan si son culpables o inocentes.
Pasaron por la sala de audiencias casi sesenta testigos, pero poco se habló del crimen y de Nora Dalmasso. En un proceso que por momentos adquiere ribetes kafkianos, el juicio ha sido el reflejo de los quince años de yerros judiciales que lo precedieron, que bien podrían resumirse en dos conceptos que remiten a las obras cumbres del atormentado autor austrohúngaro: la metamorfosis y el proceso.
La metamorfosis
La sorprendente metamorfosis del imputado se produjo en las primeras semanas del juicio: Marcelo Macarrón mutó de personaje frívolo, distante y soberbio, que derivaba a su vocero el trato con la prensa, a un hombre demacrado, sensible, de llanto fácil —y, según dijo en el juicio, pulsiones suicidas—, predispuesto al diálogo con los periodistas. Hoy es la viva imagen de la desolación: se sienta entre sus abogados y llora cada vez que un testigo habla bien de él o se refiere a su esposa. Se pone colorado y cruza las manos cuando escucha algo que lo incomoda.
Para los vecinos de Río Cuarto que poco tiempo después del crimen de Nora lo vieron exhibirse en boliches, restaurantes y pubs con su nueva pareja Pía Cardoso —la abogada que terminó presa por estafar indigentes para evadir impuestos—, la transformación del viudo fue casi tan llamativa como el brusco cambio de actitud del hermano de la víctima, Juan Dalmasso, que hasta el inicio del juicio nunca había ocultado la desconfianza hacia su cuñado. Sin embargo, a semanas del comienzo del debate y de común acuerdo con su hermana Susana y los hijos del imputado —Facundo y Valentina Macarrón— decidió excluir a su madre Delia “Nené” Grassi de la querella.
En todo este tiempo, el tribunal convocó a testigos intrascendentes que no aportaron nada a la acusación que pesa sobre el viudo ni tuvieron relación con el hecho investigado.
La madre de Nora tuvo un accidente cerebro vascular (ACV) en 2019 y desde entonces no puede hablar, pero está lúcida. A fines del año pasado, dos funcionarias de la Cámara Primera del Crimen fueron a su casa a preguntarle si sería querellante. Ella, a su modo, les dijo que sí. Pero días después su hijo Juan le hizo firmar un poder renunciando a la querella. Su abogada —que había sido designada de oficio por el tribunal, que nunca dudó de su voluntad de ser querellante— se quedó sin juicio. Y el fiscal, sin auxiliar en la acusación. “Me dejaron solo”, se lamentó Julio Rivero cuando presentó el caso ante el tribunal técnico y los jurados populares.
Fue una premonición.
El proceso: a la deriva
Las primeras semanas del juicio se consumieron en una cuidada puesta en escena del abogado del imputado, que presentó a Macarrón y su familia como víctimas de una oscura conspiración mediático judicial y acusó al (¿ex?) amigo del viudo, el poderoso empresario agropecuario Miguel Rohrer, de ser el homicida de Nora. Rohrer, también conocido como el francés, fue incluido desde un primer momento en la inoficiosa lista de amantes de la víctima que el vocero del viudo, Daniel Lacase, los abogados Tirso Pereyra y Sonzini Astudillo y un periodista de La Docta confeccionaban en el estudio jurídico de Lacase, ubicado por entonces a media cuadra del viejo Palacio de Justicia. Todas las mañanas, el vocero aparecía para alimentar con información falsa la voracidad de los movileros de todo el país, apostados desde primera hora en las escalinatas de tribunales a la espera de novedades sobre el caso policial más mediático en la historia reciente del país.
Casi una década después, para rebatir las acusaciones de Brito, en 2017 el francés se presentó ante el fiscal Daniel Miralles para donar sangre y cotejar su ADN con el hallado en la investigación. La comparación lo excluyó de la escena del crimen. Y de la causa.
Las semanas siguientes del juicio a Macarrón se emplearon en recibir declaraciones vinculadas a las hipótesis de los amantes, que tuvieron al abogado Rafael Magnasco como primer imputado. Casi todos los testigos coincidieron en que la investigación fue direccionada hacia Magnasco por Lacase y que el rumor del supuesto romance con Nora fue “plantado” semanas antes del viaje del grupo de golfistas a Uruguay. También se develó que Lacase no formaba parte de ese grupo —autodenominado “La Peña del 36”— y que, además de colarse, invitó a su amigo Daniel Muñoz, que finalmente desistió de acompañarlo. Muñoz era por entonces el juez de control y tendría a su cargo supervisar la investigación del crimen de Nora Dalmasso, perpetrado el mismo fin de semana que Lacase y Macarrón estuvieron en Punta del Este.
Técnicamente, Macarrón está acusado de «homicidio calificado por el vínculo, por alevosía y por precio o promesa remuneratoria». Pero en todo este tiempo el tribunal convocó a testigos intrascendentes que no aportaron nada a la acusación que pesa sobre el viudo ni tuvieron relación con el hecho investigado. Así, ante los incrédulos jurados populares, desfilaron amigas, amigos, vecinos, vecinas y hasta las empleadas domésticas del viudo que, prolijamente inducidos por Brito, describieron la siempre armónica convivencia del matrimonio Macarrón; pintores y albañiles que trabajaron en la vivienda familiar; policías que estuvieron de guardia el fin de semana del crimen pero no vieron ni de cerca la casa de los Macarrón; profesionales que escucharon el chisme de los amantes de Nora; y las inefables amigas de la víctima, que compartieron la última cena y contaron su distanciamiento del viudo después del crimen. “Marcelo nunca me llamó y eso que yo fui la última que vio a Nora con vida”, le reprochó Poly Fitte de Ruiz en la cara al imputado, que escuchaba impertérrito a escasos metros de la testigo.
El fiscal pareció aferrarse a la teoría del sicario, sobre la que, a más de dos meses de iniciado el proceso, no obtuvo siquiera un indicio.
Durante el juicio se puso la lupa en el poderoso triángulo que conformaban en 2006 Macarrón, Rohrer y Lacase. Al francés lo apuntó Brito. A Lacase, prácticamente todos los testigos vinculados a las hipótesis del amante Magnasco y el “perejil” Gastón Zárate, el pintor que al momento del crimen trabaja en la casa de los Macarrón y fue imputado y detenido, acusado de violación, hasta que tuvieron que liberarlo por falta de pruebas. El propio Macarrón, en una de sus esporádicas declaraciones para rebatir testigos, dijo que sus hijos piensan que el asesino de su esposa es Rohrer y que Lacase le armó la coartada. Pero cuando declaró Lacase, admitió que todavía se tramita en su estudio jurídico el juicio sucesorio de Nora Dalmasso.
A pedido de Brito, el tribunal citó y luego desafectó a Rohrer y su esposa de comparecer en tribunales. Fue un papelón: el matrimonio Roher viajó a Río Cuarto para declarar, pero se volvió a Buenos Aires sin poder contar su historia. “No me interesa el testimonio de Roher”, dijo Brito con su habitual cara de poker. Y dejó de acusarlo. ¿El fiscal? Bien gracias. Evitó evaluar la situación para “no adelantar opinión”.
Cómo conviven la hipótesis del sicario y el ADN de Macarrón
Algo similar sucedió cuando se debatió la prueba genética. Los testimonios del forense Martín Subirachs y el bioquímico Daniel Zabala —que hicieron la autopsia y tomaron las muestras del cuerpo de Nora— fueron contundentes: ambos dijeron que Nora tuvo sexo consentido con su victimario, que luego la asesinó con sus propias manos y el cinto de la bata que estaba a los pies de la cama. Y que de las muestras del cadáver se obtuvo semen. Y que del análisis de esas muestras se determinó que el donante del material genético es Marcelo Macarrón, como lo confirmó años después el laboratorio especializado del FBI. Y que ese ADN estaba en el cuerpo de la víctima, las sábanas de la cama en que la encontraron y en el cinto homicida con que la estrangularon. Pero el fiscal, lejos de tomar la prueba genética para replantear la acusación —algo que le permite el Código Procesal Penal cordobés—, pareció aferrarse a la teoría del sicario, sobre la que, a más de dos meses de iniciado el proceso, no obtuvo siquiera un indicio.
Del análisis de las muestras de ADN se determinó que el donante del material genético es Marcelo Macarrón.
Nadie sabe cuánto tiempo más durará el juicio. El tribunal no informa, ni conduce, y los testigos desfilan sin un orden lógico, ajenos a la hipótesis acusatoria. El abogado de Macarrón los interroga durante horas, provocando un desgaste que no aporta información al juicio, dilata el proceso y desgasta a los jurados populares, que terminan a los bostezos las agotadoras jornadas. El fiscal Rivero parece no saber dónde está parado y la mayoría de las veces, por desconocimiento o conveniencia (¿?), se pliega a la estrategia del abogado defensor.
Hasta ahora, la única acción coherente y firme del tribunal —consentida por la Fiscalía y la defensa— ha sido restringir al máximo el trabajo del periodismo: para ingresar al recinto de audiencias hay que entregar el teléfono celular; en la sala de prensa no hay wi fi (¡!), no se puede grabar ni tomar imágenes (un/a policía controla a los periodistas), el sonido es por momentos inaudible, las imágenes llegan de cámaras fijas y la lista de testigos citados se informa quince minutos antes del inicio de cada audiencia. Tanto impedimento logró que los medios porteños y de Córdoba capital emprendieran el regreso antes de lo esperado. Aunque solo un puñado de periodistas locales sigue como puede las instancias del proceso, no se levantaron las vallas que rodean el Palacio de Justicia, ni mermó la cantidad de policías asignados para proteger vaya a saber a quién en un juicio que pareciera encaminarse irremediablemente a consagrar la impunidad. Como en El Proceso, de Kafka, pero al revés.