3 de junio de 2022
El 30 de abril de 2021 fue un día histórico para la sociedad catamarqueña: el sacerdote Juan de Dios Gutiérrez se convertía en el primer miembro de la Iglesia Católica de la provincia en ser condenado por abusar sexualmente de una adolescente.
Fue sentenciado por los jueces de la Cámara en lo Criminal Penal de Tercera Nominación a la pena de 12 años de prisión por el delito de abuso sexual con acceso carnal agravado por ser ministro de culto. Pero todavía faltaba un año y tres días para que la sentencia quedara firme y se lo llevaran esposado al penal de Catamarca.
Tras seis años de dilaciones del proceso judicial y uno más de agobiante espera innecesaria, de sufrir el trauma y el escarnio público, también significó un hito en la vida de Agustina Moreno (23), la sobreviviente. Hoy, a un mes del encarcelamiento definitivo, ella por fin puede volver a pensar en su vida.
Agustina recibió a Perycia en el departamento ubicado en la capital de Catamarca, donde vive con sus dos hermanas, Flor y Daniela y su madre, Alejandra Carrizo. Ahí, develó lo que significó para ella el largo proceso judicial que debieron atravesar hasta que “el cura” fuera preso.
Fueron años de espera para poder verlo con las esposas puestas, desde que se radicó la denuncia el 23 de octubre de 2015, en la fiscalía de la jurisdicción del departamento Belén. Agustina no sabe por dónde comenzar a contar. La charla fluye y empieza casi por el final, cuando faltaba un mes, sin que ella supiera, para que lo detengan y encarcelen.
“Me lo encontré cuatro veces en la calle”
La sentencia a prisión de Gutiérrez establecía que se cumpliría de manera efectiva cuando quedara firme. Para conservar esa libertad, se le ordenó presentarse cada semana a “firmar” en la Cámara Penal que lo condenó y se fijaron restricciones de acercamiento. Sin embargo, fotos que publicó Agustina en sus redes sociales, en donde se lo veía comprando en un kiosco, fueron el detonante que derivó en la organización de una marcha de repudio que no se logró hacer porque la decisión de dejar firme el fallo y detenerlo llegó la noche anterior a la convocatoria.
El día que ordenaron la detención fue un momento confuso y de mucha ansiedad. Había trascendido la decisión de los jueces de la Corte de Justicia de la provincia pero sin notificaciones ni detalles de lo que pasaría. Ni la abogada de Agustina, Silvia Barrientos, ni su madre sabían si el rechazo al Recurso Extraordinario Federal que había presentado el cura implicaba que esta vez lo detendrían. Fueron horas de espera. Mientras tanto, se seguía confirmando la marcha de repudio a la Corte que había sido organizada por la Red de Sobrevivientes de Abusos Eclesiásticos y colectivos feministas.
Fue el 4 de mayo. Ese día la Policía de la provincia envió a la prensa las fotos de Gutiérrez esposado. Entonces la espera terminó. Había sido apresado en Belén, el 3 en horas de la tarde y llevado a la cárcel provincial.
“Yo me lo había cruzado varias veces, y por suerte iba acompañada en esos momentos. Mi mamá se lo cruzó en el colectivo y en Belén (lugar donde sucedieron los hechos). Lo que me molestaba es que era siempre cerca de casa y me estaba asustando”, cuenta Agustina.
La primera vez fue cerca del lugar donde estudia, sobre calle San Martín, cuando iba con una amiga a hacer un trámite.
“Venía charlando con ella, mandando audios a mi mamá. De repente levanté la mirada y ya lo tenía al frente. Me quedé paralizada. Me puse a temblar. Mi compañera me preguntó y alcancé a decirle que había pasado el cura”, cuenta.
Lo que más la afecta de él es su mirada. Agustina se acuerda que el día que debía declarar en el juicio había salido a fumar, acompañada por la psicóloga, pero Gutiérrez, quien la escuchó y sin permiso, se acercó pensando que estaba sola. “Me miró así, con esa expresión inexplicable. Mi miedo siempre fue que se acerque y me diga algo”.
Las cuatro veces que lo vio fue con diferencia de días, previo a que lo encarcelen, y siempre cerca de su casa. La última, cuando su hermana sacó las fotos él estaba a media cuadra. Esa vez, había ido con Flor a comprar queso para los fideos que estaban preparando. Pero, por lo que ya había sucedido las tres veces previas, Agustina no podía salir sola.
“Llegamos al kiosco y él estaba comprando. Me quedé quieta y empecé a llorar. Me asusté y me desvanecí y me quedé ahí en el piso hecha un bollito mientras que Flor lo grababa. Son las fotos que yo después publiqué. Creo que eso fue por la bronca, la impotencia de saber que no podía movilizarme tranquila cerca de mi casa”.
Ella sabe que eso no debió pasar. Sabe que seguramente él averiguó dónde vivía y por eso rondaba esas cuadras cercanas.
Verlo tantas veces le generó un cuadro de ansiedad. “Me ponía los auriculares y salía mirando al piso. Si venía alguien caminando y su figura se parecía a él, me quedaba quieta, con mucho miedo”, cuenta y repite: se debería haber evitado.
“Me di cuenta que sigo con miedo”
-¿Qué sentiste cuando lo detuvieron?
– Necesitaba verlo esposando. Eso fue desde siempre, desde que se hizo la denuncia. Me decía a mi misma que una vez que lo metan preso yo iba a estar en paz, tranquila. Cuando vi esas fotos lo pensé y así lo sentí. Fueron días hermosos, en donde salía y era todo luminoso por fin, aunque hubiera sido un día gris. Pero, pasaron unos cuantos días y me di cuenta que sigo con miedo. Es que en el fondo siempre pienso que tienen (los curas) privilegios y capaz le puedan dar una salida del penal.
Agustina sonríe y habla pausado. Su voz se escucha segura y admite que así no era antes, que hubo una época en que además del miedo y de la ansiedad había mucho dolor y oscuridad y que no podía pensar en la vida. Reconoce que cada vez que escucha las palabras: “Iglesia” o “abuso” ella vuelve atrás. Enciende un cigarrillo para darse fuerzas y sigue contando.
Escapar del pueblo para sobrevivir
Recuerda cuando la señalaron las mismas personas que tras la condena postearon en sus muros “se hizo justicia”. El dolor del escarnio, la violencia verbal y simbólica hacia ella y su familia es algo que aún no sana. Cuestionaron su forma de vestir, decían que estaba mal que fuera con calzas a la Iglesia.
“Lamentablemente las primeras que me señalaron fueron las mujeres. Agradezco que hoy en día se esté cambiando ese pensamiento. Por ahí hasta me cuesta creer en el movimiento feminista porque en el fondo me sorprende que todas esas mujeres que a mí me señalaron, que hicieron tantos escritos en Facebook tan libremente y juzgándome, criticándome, etiquetándome de muchas cosas, nunca pidieron disculpas. Podrían admitir que estaban equivocadas y ahí les podría creer, pero ninguna se acercó a hacerlo. Se dieron el derecho de ser jueces, de opinar como si fuese una película”.
Tras la violencia que vivieron en Belén, su pueblo natal, Agustina, sus hermanas y su madre debieron dejar su casa, sus mascotas, la tierra, recorrer 300 kilómetros y mudarse a la Ciudad de Catamarca. Para poder hacerlo, Alejandra dejó su trabajo y una posibilidad de ascenso. “No me gusta ir a Belén. Lo primero que pienso es que dicen `ahí va, esa es la chica abusada por el cura´. La gente grande te mira, no puedo ni ir a un super”.
Aún hoy y pese a la condena, muchos pobladores de Belén que fueron instruidos desde el púlpito de la Iglesia del lugar, comentan a favor de Gutiérrez, siguen juzgando a Agustina y a su familia y ponen en duda la violencia y el abuso.
“Leí que algunos escriben que no había pruebas porque no hubo embarazo. Pero qué carajos les importa, me parece algo morboso de la gente”.
“Hasta el día de hoy vivo con culpa”
El otro dolor que no sana es el que viven la mayoría de las sobrevivientes de abusos: “Hasta el día de hoy vivo con culpa. Cuando pienso en la manipulación de la que fui blanco me reclamo por no darme cuenta a tiempo. Fui tan ingenua y me cargo con eso, porque pienso que capaz yo lo pude haber evitado. Pero ya está. Las cosas pasaron”.
Ella tenía 15 años cuando conoció y fue manipulada y ultrajada por el sacerdote. “Sentía que era mi papá quien me había abusado. Habíamos creado un vínculo y yo creía tanto. Mi papá biológico era un desconocido. El único padre que yo tenía era él. Creo que inconscientemente sabía que estaba mal, por eso me autolesionaba constantemente hasta que tuve un intento de suicidio y ahí se descubre todo. No quería aceptar que era mi papá el que me estaba haciendo eso”, dice.
En los argumentos de la sentencia de primera instancia, los jueces y el fiscal señalaron: “Entre la niña y el acusado Gutiérrez se estableció al comienzo una relación fraternal, ‘papá-amigo’, ‘cura-papá’, tal es así que la niña lo llamaba no por su nombre sino por ‘pa’. En ese contexto, con el fin de agredirla sexualmente, en base a una desigualdad de poder que ejercía el acusado como sacerdote, afectó la dignidad, la libertad sexual y la integridad psicológica de la víctima cuando comenzó a hablarle de temas de índole sexual, a besarla, inventando el beso del trino para hacerlo con un sentido erótico por parte del agresor, llevándola a lugares como ‘el rincón de papá'».
El beso “trino” inventado por Gutiérrez, consistía en besarla en la frente, en la nariz y en la boca en el nombre del “padre, del hijo y del espíritu santo”.
“Gestó un vínculo en el que la niña quedó atrapada, que se prolongó en el tiempo, y que concluyó en abuso sexual con acceso carnal», detallan los jueces.
«A causa del abuso sexual, el niño/adolecente se enferma porque no tiene posibilidad de defenderse, no logra darse cuenta por qué se entró violentamente en su cuerpo y se lo expropió. Agustina por su condición de vulnerabilidad, no podía gritarlo, manifestarlo porque quien lo circundaba había delimitado su poder y su propiedad».
Sentencia de primera instancia
«Agustina no consintió el acto sexual, fue violentada en su libertad, la agresión sexual ejercida por el acusado fue en contra de la voluntad de ella, y así quedó comprobado en el juicio al detallar la modalidad comisiva”, señalaron los jueces.
La estrategia del abusador
Días antes de que comience el juicio, el sacerdote y su abogado decidieron “estratégicamente” dar una entrevista a Diario El Ancasti. Gutiérrez había decidido abstenerse de declarar durante la etapa instructiva de la causa y era la primera vez que trascendía públicamente su voz. En ese contexto, adelantó lo que sería su defensa durante el debate: dijo que “estaban enamorados”.
La familia de Agustina tuvo que prepararla para que lo pudiera escuchar. Su imagen y la filmación trascendieron rápidamente y en algún momento ella lo vería. “Me contaron que el cura había salido a hablar. Por suerte en ese momento yo estaba super fortalecida y decidida a dar mi declaración en el debate y contar cosas que quizá, en ese tiempo, no pude contar. Cuando lo escuché me molestó. Pero pensé que si él era capaz de salir y decir tantas mentiras, por qué yo no podía ser capaz de decir la verdad”.
Igualmente admitió que la asustó verlo, aunque por primera vez pudo darse cuenta de su pose, de sus gestos y de su manera de manipular. “Es como si hubiera visto a una persona distinta a lo que era mi papá. Pero pude verlo como era realmente, una persona capaz de decir muchas mentiras. Eso me fortaleció”.
“Llegué hasta acá y llegué viva”
La condena también le dio fuerzas.
“Cuando salí del juicio y vi toda esa gente que me esperaba y estaban orgullosos, me cayó la ficha. Pensé ` llegué hasta acá y llegué viva´. Logré que se dé una condena”.
Escuchar la sentencia para ella fue liberador. “Fue como si me aseguraran que sí fui víctima de abuso y no lo decía yo sino tres jueces y, además, decían que esta persona merecía una condena. Me quedé tranquila de saber que yo decía la verdad y siempre la dije pero necesitaba que esté preso porque ya terminaba siendo una justicia a medias”.
En los argumentos de la sentencia, los magistrados también consideraron pertinente resaltar, ante la abrumadora cantidad de pruebas en la causa, y a diferencia de lo que ocurre en la mayoría de las sentencias, incluso las de abuso sexual, que “no se encontraron ponderaciones positivas para atenuar la pena, por todo ello su condena amerita un quantum alejado de la pena mínima que se establece para el caso”.
Frente al altar
Los intentos de suicidios que tuvo es algo de lo que Agustina quiere hablar. Fueron más de 16 en el lapso de espera de la condena. En medio, tuvo ayuda psicológica y psiquiátrica.
“Llegué a consumir 7 pastillas por día y me resultaba agotador. Eran mi mamá y mi hermana mayor quienes me las daban porque yo no podía manejarlas. Me daba bronca conmigo misma y pensaba en por qué yo tenía que andar consumiendo todo esto y él andaba como si nada”.
También le parecía injusto tener que ir a psicólogos y psiquiatras “cuando ellos, los manipuladores, psicópatas, son los que tienen que tratarse”.
Una vez, cansada de que no la escuchen y de levantarse cada día sin tener noticias de la causa, decidió que lo haría en el altar de la Catedral Nuestra Señora del Valle. “Vi tanta sangre que me desesperé. Me ayudaron los que estaban en la ambulancia que siempre está fuera de la iglesia. Esa fue la primera vez que me hicieron puntos”.
Los brazos de Agustina, además de cicatrices, tienen tatuajes con colores. En uno están dibujados los dos perros que debió dejar en su casa de Belén. Pero no se los hizo con el objetivo de tapar las marcas, “porque me recuerdan los momentos en los que pude salir adelante. Las veces en que padecía, pero sigo acá”.
Desde hace tres años estudia arte y ahora tiene “muchas metas”. “Quiero contar mi historia a través de mis obras e irme a perfeccionar a otra provincia. A veces me sorprendo porque si hago una mirada hacia atrás ya no me enoja la que fui antes. Estoy orgullosa de que no logré suicidarme porque ahora sé que puedo ayudar a alguien más y eso sana”.
Como corolario de las imágenes que lleva impresas en su piel, de la condena y el encarcelamiento, Agustina se tatuó la palabra “survivor”, que en inglés significa sobreviviente.