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Arte y Justicia

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«Detrás de las vías», un libro sobre la lucha en tiempos oscuros

Presentamos un capítulo del libro «Detrás de las vías» de Julián Pilatti. Son 11 crónicas sobre la historia de personas de Ayacucho, la ciudad natal del autor, que fueron víctimas del terrorismo de Estado. El libro recupera, en un ejercicio de memoria colectiva, los crímenes que se cometieron durante la última dictadura militar y las historias de aquellas personas que los padecieron.

Por: Julián Pilatti
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Luchando en la primera fila

Ladridos de perros, ruidos de motores, algún grito lejano con voz castrense. Rubén esperaba a Cristina junto a una compañera, conocida como “la gorda”. La mesa estaba servida. Era tarde, las diez de la noche ya. La hora acordada era a las nueve, pero Cristina no venía. Afuera seguía ese murmullo incesante que inquietaba. 

Rubén decide subir al techo y observar con cuidado qué pasaba en la calle. Alcanza a ver a unos cuantos uniformados, un camión del ejército, varias armas largas. Era un operativo y estaban rodeando su casa. Rubén baja de inmediato y va por su compañera. Tenían que irse ya. Él la ayuda a saltar el paredón que tenían en su patio, empujándola para que se sostenga de la pared y pueda pasar hacia el otro lado. Hacia un baldío, para huir, porque ya estaban por ingresar a su casa la noche en que habían secuestrado a Cristina Coussement.

 Salen por una calle en la que todavía no se veía presencia militar y tienen la increíble fortuna de encontrarse un taxi. Se suben. Sin embargo, no hay escapatoria, deben pasar por el operativo. Al aproximarse al lugar, el conductor se alerta por el movimiento de soldados, pero estos -sorpresivamente- le hacen seña para que siga. Rubén y su compañera, que eran el motivo de semejante despliegue militar, pasan así por entre sus narices, en una escapatoria de película. 

Después del disimulado alivio en el asiento trasero del taxi, Rubén comprende que todo aquello había sido producto de la detención de Cristina. No se entendía sino, su retraso y la llegada de los militares a su propia casa después. La efímera alegría se transformó en una punzada lenta, que golpeó en su estómago, una y otra vez. Haciendo olvidar el hambre de esa noche, en la que no se había podido cenar por el acto de sobrevivir. 

“Necesitan que la ayuden”

Antes de incorporarse a la Juventud Peronista, antes de que se sume a esa marcha de villeros en las calles céntricas de Ayacucho, antes de ser el líder de la militancia local, Rubén fue niño y joven, como todos. Hugo Bauer, su hermano nueve años menor, cuenta uno de los recuerdos que más conserva de Rubén.

—Cuando él tenía 15 años se fue a trabajar a la cosecha con mi viejo. Su primer sueldo lo gastó en regalos para la familia. A mí me regaló un triciclo y un camión de juguete para reyes. Esos recuerdos jamás te lo olvidás porque él podría haber hecho cualquier cosa con la plata.

Hugo además cuenta el detalle de que Rubén hizo cocer bolsitas, para que el camión simule tener carga propia. Inspirado en el trabajo de su padre, que trabajaba en Vialidad. 

Ese mismo año sus padres se separan y él se va a vivir solo con Mario Andraca, un viejo amigo con el que comparten un modesto departamento al que después denominan “la guardilla”, por tener este un altillo con una pequeña ventana en su frente. Rubén era un “radioaficionado” y también leía en abundancia. Eran años en los que había necesidad urgente de comprender al mundo, de saber por qué había estallado el “Cordobazo”, de por qué había peronistas de izquierda y de derecha, de por qué ya se empezaba a escuchar tímidamente la palabra “lucha armada”.

 —Era super inteligente. Cuando hablaba, sabía qué estaba diciendo. Sino preguntaba y leía —narra su amigo Mario. 

Una tarde del 72´él, Rafael Pérez y algunos más estaban sentados en la puerta del negocio de Carlos Quiroga, en 25 de mayo e Irigoyen. Vieron con incredulidad una turba de personas que se acercaban gritando y cantando algunas consignas peronistas. Se trataba de una columna de unos cuantos vecinos y vecinas de Villa Aurora. Iban por esas calles del centro, con banderas y el sonido de algún redoblante desparejo. Rubén nunca había estado en política, incluso todavía no tenía definido su identidad, pero aquella marcha desordenada de vecinos de uno de los barrios más pobres de la ciudad, lo conmovió.

 —Esta gente necesita que la ayuden —dijo. Y se fue con ellos. 

Rafa cuenta que los que estaban allí se quedaron mirando con caras desconcertadas, como diciendo “este está loco”. Porque aquel acto no era común para la época, porque tampoco se entendía qué había pasado por la cabeza de Rubén en ese instante en que evidentemente su vida cambió para siempre. Porque desde entonces nunca dejaría la militancia. Desde esa lejana tarde en Ayacucho hasta el día de su desaparición. 

Su hermano agrega que, a las pocas cuadras, Rubén “ya era uno más”, en la primera fila, cantando. 

Rubén, referente regional de Montoneros

Al poco tiempo ingresó formalmente a la militancia desde la Juventud Trabajadora Peronista (JTP). El exintendente Luis Ilarregui, es invitado por Rubén para que se sume a pesar de su procedencia de izquierda. Cuenta que la organización nació arriba de donde por muchos años funcionó la panadería “La Moderna”, en calle 25 de mayo y Arroyo: por entonces, una especie de antro denominado “La Arquería”.

La militancia volvería intensa a la vida del joven. Con tan solo 18 años, Rubén es elegido delegado del barrio 25 de mayo, que recién se estaba construyendo, y también trabaja en un frigorífico, donde lo echan al intentar organizar a los trabajadores. Tras un problema en la escuela secundaria, tiene que terminar los estudios en la vecina ciudad de Rauch y allí también colabora con la conformación de la Juventud Peronista. Más tarde se inscribe en la carrera de Arquitectura en La Plata, pero se vuelve al año. De nuevo en Ayacucho, se transformaría en el líder de la JP-Montoneros luego de la renuncia de su por entonces referente, Alfredo Benito. 

Su hermano menor, Hugo, cuenta que una noche Rubén lo llevó para presenciar un encuentro clandestino de Montoneros en su ciudad. No fue cualquier reunión, estuvo presente el día en que Alfredo “se bajó” de la organización luego de que llegara la orden de su traslado a otra ciudad. “Mi hermano le dijo que era un error, pero que respetaba su decisión”. Alfredo argumentó que tenía un hijo pequeño, que no, que hasta ahí llegaba. Posteriormente Benito sería secuestrado e interrogado en uno de los operativos que realizaron los militares en la ciudad. 

A partir de entonces las reuniones de Montoneros se realizaron en la propia casa de Rubén, donde hasta hace poco tiempo vivió su madre, Angélica Chimeno de Bauer, en la calle ubicada en Brown y Solanet. “Venían tipos de Tandil, Olavarría, serían los líderes de cada regional”, sospecha Hugo. Esta y otras pruebas más pueden servir para comprobar que Rubén tuvo un cargo alto dentro de la organización guerrillera. “El más importante jerárquicamente era Rubén. Y supongo que llegó a ser aspirante dentro de Montoneros”, dijo al respecto Ilarregui. 

La suerte del “alemán”

El joven se casa con Cristina Coussement, amiga de la escuela y ferviente compañera de militancia. Según Mario Andraca, ese fue “el primer sueño” de Rubén, por fuera de los anhelos militantes. Había estado enamorado de ella desde hacía mucho tiempo. 

Ambos se van para Mar del Plata a mediados de 1975, luego de aguantar unos años de clandestinidad en Ayacucho. Vivir en un pueblo en donde “se conocen todos” no era seguro cuando la Triple A y posteriormente las propias fuerzas armadas luego del golpe en el 76, estaban literalmente cazando militantes. Se instalan en la ciudad costera y cada uno ejerce una función específica en la organización.

 El 8 de agosto de 1976 secuestran a Cristina y esa misma noche Rubén se salva de milagro. Rodean su casa en las afueras de la ciudad, logra escapar con una compañera y se sube a un taxi que pasa por al lado de sus verdugos. 

Pero ahora tiene que irse de la ciudad. Debía hacerlo rápido, porque el ejército sabía de su existencia a partir de la detención de Cristina. Por eso acude a su familia, a su madre, Angélica.

Ella recurre a un conocido, “Bataraz” Iturralde, quien a su vez tenía el contacto de un cura que podía pasar los cercos militares sin dar mucha explicación, a partir de una credencial del Ministerio del Interior que llevaba consigo siempre. La idea era buena: Rubén escaparía de Mar del Plata de la mano del cura, quien como muchos otros tuvo conocimiento y complicidad del plan macabro de los militares. Claro que esto no era gratis, había que pagar. 

Sin embargo, el día en que debían comunicarse para encontrar un lugar en común, sucede algo insólito: el sistema telefónico de telediscado en Ayacucho es modificado, y Rubén llama y llama pero no logra hablar con su madre. Ella sale de todas formas para Mar del Plata con el cura y Bataraz, casi sin sentido, porque no sabía a dónde iba o en qué lugar podría encontrarse con su hijo. Un arrebato de socorro solo comprendido por una madre. 

Rubén decide irse por su cuenta, arriesgándose a que lo atrapen. Se va con un compañero al que le decían “el pajarito”, rumbo hacia La Plata. Al colectivo no lo toman en la terminal, lo paran en la ruta, para evitar la presencia de la policía, y se sientan separados para no levantar sospechas. Pero a los pocos kilómetros, el micro es interceptado por un control militar y dos uniformados se suben a inspeccionarlo. Cada uno llevaba una hoja con algunos rostros buscados. Rostros subversivos. Avanzaron lentamente por el angosto pasillo del colectivo, con la mirada agachada en la hoja, con la mirada levantada hacia los pasajeros. Uno de ellos pasa por al lado de Rubén, tan cerca que podrían haber escuchado su respiración agitada. Pero ambos se vuelven, se van, y dejan avanzar el micro por la oscura ruta bonaerense. 

En poco tiempo, Rubén se había topado dos veces con sus captores, casi cara a cara, pero se había salvado. La primera en un taxi, la segunda en un colectivo. El colectivo que lo llevaba hacia su último lugar de paradero, antes de su desaparición. 

Brindar por ella

Días después, Rubén apareció por la pensión estudiantil de calle 54, en La Plata. Inmediatamente el ambiente se puso espeso. Quienes sabían de la importancia de Rubén en Montoneros y de la reciente detención de Cristina, su mujer, comprendían que el peligro estaba cerca mientras él permaneciera en la casa. Habló algo a solas con Luis y otros compañeros, y se fue. La fugaz visita fue para pautar un encuentro posterior, al día siguiente, en su pequeño departamento. Los invitados fueron Luis y Rafa Pérez, su otro viejo amigo de Ayacucho.

 Cuando llegaron, la cara de Rubén no era la de ese referente conocido. Ya no estaba blindada de seriedad y convicción como generalmente se la veía. Era gris, sin alma, a penas con color. Algo había pasado.

—Mataron a Cristina —alcanzó a decir.

Lo había escuchado por radio Rivadavia mientras intentaba acomodar la hora de su reloj. No faltó lágrimas, para qué, si él ya era un llanto, un semblante oscuro que apenas hablaba, que decía: “Mataron a Cristina”. Que murmuraba: “Mataron a Cristina en Bahía Blanca. Dicen que en un enfrentamiento”. Eso dijeron. Eso dijo Rubén. Eso oyeron Luis y Rafa. Después, silencio.

—Compré un salamín y un vino —señaló a la mesa, mientras miraba la nada, rendido en una silla.

Luis cuenta que eso comentó Rubén, pero no explica bien con qué motivo. Para pasar mejor el taladrante momento de la muerte recién conocida, quizás. Para beber, emborracharse y perderse por un rato en algún mejor sueño. Para festejar la vida que todavía tenía, que todavía existía, sin embargo, junto a sus amigos. Para brindar por ella. 

Volvieron a estar juntos

Después de que Rubén volviera a instalarse en La Plata, Angélica lo pudo ver solo un par de veces más. En enero de 1977 junto a Hugo, y el 30 de mayo de ese mismo año, por última vez, cuando ella viajó sola. 

El 9 de enero de 1977, cayó domingo. Era el segundo domingo de ese año. Angélica y su hijo Hugo fueron a La Plata para encontrarse con Rubén. Pero no fueron directamente a la ciudad de las diagonales por temor a que los estuviesen persiguiendo. Angélica todavía tenía el recuerdo caliente de lo que había sido su secuestro en octubre de 1976. Así que primero pasaron un día con la familia Gigena en Rauch. Al siguiente día se dirigieron para Las Flores. Y recién un día después se encaminaron hacia La Plata.

 —El problema era mi cabeza, que era un llamador. Por eso me tiñen el pelo —explica Hugo, quien al igual que su hermano Rubén, nació con una cabellera intensamente rubia. Para Angélica, cualquier detalle era importante cuando se trataba de visitar a su hijo, que perseguido por todo el aparato militar del Estado, corría peligro si no se hacían bien las cosas. La tintura le deja un color grisáceo a la cabeza del joven, pero al menos ya no llama la atención.

 A las cinco de la mañana de ese domingo 9 de enero, arriban a La Plata. Caminan bastante para llegar puntual al lugar de encuentro, que era la esquina del Hospital de Niños de la ciudad, un sitio bastante recurrente para Rubén y otros militantes de Ayacucho. Al minuto llega una chica, joven, con una cartera tejida y de anteojos negros. Ella se acerca lentamente a Angélica y Hugo

.—Me mandó él. Síganme a mí. No miren para atrás y no se detengan. Vayan a una parada de colectivos a dos cuadras —les dijo, mientras disimulaba que les pedía fuego.

Hugo cuenta que mientras caminaban pudieron advertir que había otros compañeros haciendo guardia. En ese instante, llegó Rubén. Se dieron un saludo tibio y antes de subir al colectivo les pidió encarecidamente que no prestaran atención en nada, que evitaran ver las calles, que incluso miraran para el suelo. Años más tarde, Angélica se lamentaría de haberle hecho caso. Ya arriba del micro, en la siguiente parada subió Susana Pegoraro, la chica que les había indicado el camino.

Tanto Angélica como Hugo no conocían a Susana, menos aún que se trataba de la actual pareja de Rubén. Cuando bajaron del colectivo, caminaron alrededor de quince cuadras por calles de tierra para llegar a su casa, la cual quedaba a las afuera de la ciudad. En aquel domicilio de pasillo al fondo almorzaron unas pastas y miraron la carrera de Fórmula 1 que se corría en Buenos Aires. El ganador fue un sudafricano, Jody Scheckter, quedando tercero el argentino Carlos Reutemann. 

Después de la carrera, Angélica se puso hacer un helado. Mientras lo hacía llamó a su hijo -como lo hacen todas las madres- por su nombre. Susana sintió curiosidad y se quedó escuchando atentamente. Rubén se abalanzó para evitar que se siga pronunciando aquella palabra. 

—Callate y seguí —dice Angélica que le dijo tajante su hijo. 

Su nombre de militancia era Néstor, nadie de su entorno de lucha debía conocer su verdadero nombre. Cuanta más información tenían los militantes de sus propios compañeros, más vulnerables se encontraban, ya que, en la posibilidad de ser detenido, una persona sin información no tenía qué cantar.

Esa tarde Rubén les dijo que se tenían que ir. Angélica insistió en quedarse un día más. Rubén aceptó, pero advirtiéndoles antes que aquello era realmente peligroso, porque no sabían “que podía pasar esa noche”. Que, en caso de un allanamiento, ellos debían tirarse debajo de los colchones y gritar que eran inocentes y que no tenían nada que ver. Su madre aceptó quedarse igual.

 Esa noche Hugo vio cómo su hermano y Susana preparaban los cintos con granadas y pistolas. Estaban preparados para lo peor. Cada noche los militantes dormían con un ojo abierto, tensos, listos para escapar de un momento a otro, o incluso de tener que combatir con las armas en la mano. 

—Era a sangre o fuego. Escaparte era salir tirando porque no tenías otra posibilidad. Rubén siempre decía que él no quería que lo agarraran vivo —señala Hugo.

Esa noche no pasó nada, solamente llovió. Al otro día, bien temprano, Rubén se despidió de su familia antes de salir con un maletín a la calle. Era una puesta en escena que tenía para así dedicar su tiempo a la organización. Ofrecía electrodomésticos a la gente, para escaparle a la imagen de subversivo que se reprimía brutalmente por la ciudad. Esa fue la última vez que Hugo vio a su hermano.

 Angélica, por su parte, lo hizo el 30 de mayo de ese mismo año, quedando acordado que lo volvería a visitar en julio, para su cumpleaños. Pero Rubén ya había desaparecido un mes antes.

 Los que faltan en junio

Su primera detención fue en un hecho confuso, casi cómico. Él trabajaba en una obra de construcción en La Plata, siendo delegado de la UOCRA. Luego de que un sereno delatara a un obrero que se había robado un rollo de cable, Rubén lo encuentra a la salida y le pregunta por qué lo habían echado. Este, insultando al buchón, le explicó. Pero el sereno estaba cerca y al escucharlo se empezaron a pelear. La policía cayó en el lugar y se los llevó a los tres: Al buchón, al ladrón y a Rubén, por haberse metido a separar. 

Rubén zafa porque tenía documentos falsos, pero al igual que lo sucedido en Mar del Plata, esa era una prueba de fuego para tener que perderse por un tiempo, ya que su rostro había sido visto por las fuerzas de seguridad. Ante el riesgo, decide irse a Ituzaingó, donde vivía un tío. No le pide trabajo, tan solo que pudiera darle referencias, pero su tío se niega. Al tener que hacerlo bajo un nombre y apellido falso, se asusta y le pide que no lo comprometa. Hugo cuenta que su tío le ofreció plata para salir del país, pero Rubén no aceptó. 

Justo en esos días, una familia de Ayacucho lo reconoce por las calles de esa localidad. Ellos después dijeron que Rubén los miró y les agachó la cabeza, como saludando, pero sin cruzar palabras. Los vecinos lo describieron con bigotes largos y que iba vestido con un jean azul y un saco del mismo color. Cuando volvieron a la ciudad, la familia le contó a su madre. Cualquier noticia de que estuviera bien, reconfortaba a Angélica. 

Pero el 16 de junio de 1977, Susana debía encontrarse con Rubén en algún lugar previamente pactado. Las reglas de los encuentros consistían en tres citas. En cada intento, la persona tenía que esperar unos cinco minutos y en caso de no encontrarse con la otra, debía volver recién a la hora. 

Así hasta tres veces. Susana lo hizo, una, dos, tres. Rubén nunca apareció. 

Ese fue el día en que se lo llevaron, pero nadie sabe cómo ni dónde. Si bien el cálculo más razonable es descartar que Rubén haya permanecido en La Plata, luego de que escape tras su primera detención por error, lo cierto es que en 2009 un testigo afirmó haberlo visto en el Centro Clandestino de “La Cacha”, a las afueras de la capital provincial. 


Se trata de Ricardo Herrera, quien fue detenido el 16 de mayo de ese año, un mes antes de que cayera Bauer. “Recuerdo un chico de apellido Bauer, que había caído ahí, en La Cacha y que me contó, que había estado militando. Que había sido delegado de una obra en construcción en Mar del Plata, un edificio bastante grande”, sostuvo Herrera en su declaración durante los juicios de la Verdad.

El testigo confirma que se trató de Rubén porque éste trabajó en la construcción, y porque además agregó que había pasado por el frigorífico Swift, de Berisso. Después agregó dos datos más, que no coinciden tanto con el relato reconstruido hasta ahora: según Herrera, Rubén se encontraba detenido junto “a su pareja y su primo”, luego de haber caído en “una cita en Constitución”. 

Sin embargo, es posible que su paso también haya sido por otros centros clandestinos, como la Ex ESMA. 


En Buenos Aires o en La Plata, Rubén, Néstor, “el alemán”, 23 años, ¿A dónde se lo llevaron? ¿Qué hicieron con él? ¿A caso habrá recordado algo de su pequeño pueblo? ¿De su madre Angélica, de Villa Aurora, de todo lo que había sucedido para que él terminara en Montoneros, para que terminara sacrificando su vida?

 En Ayacucho, ¿Qué se decía? Qué se decía de Cristina, de Carlos y de Marta, de Pascual y José. Qué se decía de Rubén. 

Y también tus hijos

Precisamente dos días después, el 18 de junio, Susana se encontró con su padre, que en ese momento estaba en la capital federal. Juan Pegoraro era el empresario de la construcción más importante de Mar del Plata, dueño del Hotel Continental y hombre de gran patrimonio. A pesar de ello, sentía un amor incondicional por su hija y por esto la acompañó por las comisarías de la capital en busca de Rubén. Si él ya lo había hecho meses antes cuando había desaparecido Pascual Simonetti, llevando a su hija a la propia casa de los padres del joven en Ayacucho, cómo no lo iba a hacer ahora por la pareja de Susana.

Antes de ser secuestrada, Susana llamó a Angélica para avisarle que no se encontraban rastros de su hijo. Que fuera para La Plata al día siguiente. Angélica lo hace, pero no encuentra a nadie.

 Ese mismo día, en un bar de la estación de trenes de Constitución, una patota secuestra a Susana y a su padre. Algunos conocedores de esta historia sostienen que el exacto dato de su paradero al momento del secuestro, pudo haber venido de gente cercana al empresario. Precisamente de un socio, quien habría denunciado a Pegoraro por estar con su hija, identificada como “subversiva”. Susana estaba embarazada de cinco meses cuando se la llevaron.

Cierto o no, en tan solo unos días de diferencia Rubén y Susana fueron robados por los señores de la vida y la muerte, como ellos mismos se definían.

A Juan Pegoraro lo liberan días después, lo bajan de un auto y lo dejan en un camino semi-urbano. Lo obligan a no mirar hacia atrás. Pero según su mujer, Inocencia Pegoraro, él voltea antes de que sus captores se alejaran demasiado. Entonces regresan y se lo llevan nuevamente para la Escuela Mecánica de la Armada (ESMA), donde estaba su hija. Desde entonces Juan continúa desaparecido.  

De Susana hay datos de sobra que confirman su presencia en la ESMA, que funcionaba como el principal Centro Clandestino de Detención y tortura del país, a cargo del jefe de la Armada, Emilio Massera. De ahí la trasladaron a la Base Naval en Mar del Plata, hasta que estuvo a punto de dar a luz en el mes de noviembre, y es llevada nuevamente al primer Centro Clandestino. En ese lugar Susana tuvo a su hija, hoy recuperada su identidad y conocida como Evelyn Vázquez. 

Dos mujeres sobrevivientes de la ESMA se exiliaron a Brasil y escribieron un libro llamado “Clamor”. En esa recopilación de testimonios aparece Susana Pegoraro y cuenta que ella llegó a tener a la niña en brazos. Luego le hicieron escribir una carta para su madre, Inocencia, diciéndole que le entregaría a la bebé, ya que ella estaría ausente un tiempo porque “iba a viajar”. Sin embargo, su hija nunca fue entregada a la familia.

 La recién nacida fue regalada a una pareja cercana a los militares, Policarpo Vázquez –que trabajaba en Buzos Tácticos en Mar del Plata- y su mujer Ana María Ferra. 

Treinta años después, en 2008, el Banco Nacional de Datos Genéticos confirmó que Evelyn era hija de Susana y Rubén. El caso tuvo trascendencia nacional porque la joven se negó rotundamente a hacerse los estudios de compatibilidad, lo que finalmente se realizó mediante un allanamiento ordenado por la Justicia. Esa extracción alternativa de sangre fue el tercer caso en toda la historia del país. Además, en el 2013, se dio la sentencia por el Juicio “Naval II”, en la que figura Pegoraro. Hubo siete condenados a perpetua.

 La verdad se escabulló, treinta años, pero salió a la luz. A pesar de la tortura, de los “vuelos de la muerte”, de la “teoría de los dos demonios”, de la impunidad de los represores, libres, en sus casas. Ahí está la Memoria, ahí está la Verdad, ahí está la Justicia. 

Por ellos, por ellas, por siempre. 

Julián Pilatti

Licenciado en Comunicación Social y periodista. Nació en Ayacucho y vive en La Plata.