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Lesa Humanidad

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Los papeles oficiales que desmienten a Milei y Villarruel

Durante la dictadura, cuando los sobrevivientes empezaron a denunciar la matanza que estaba en marcha en Argentina, los represores lo calificaban como una mentira de la “campaña antiargentina” del “comunismo internacional”. Desde el regreso de la democracia, las pruebas y testimonios fueron tan contundentes que los militares, sus cómplices y simpatizantes civiles variaron la versión: cuestionan el número de desaparecidos para cuestionar los crímenes de lesa humanidad. Perycia reconstruye la historia de dos documentos oficiales poco visitados que desarman esa operación.

Por: Redacción
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En el inverno de 1978, Luis Felipe Alemparte Díaz firmó el enésimo parte de inteligencia y lo despachó a Santiago de Chile por uno de sus canales confidenciales. El agente de la DINA usaba nombre falso desde que había llegado a Buenos Aires, en 1973, aunque arruinara el aura de poeta latinoamericano que tenía el verdadero: Enrique Arancibia Clavel. Pero no imaginó que ese informe remitido a Chile el 4 de julio, cuando todavía se estiraban los ecos de la celebración mundialista, refutaría 45 años más tarde las cifras con que la fórmula presidencial con más chances de ganar las elecciones pretende cuestionar el saldo numérico del terrorismo de Estado y justificar los crímenes de lesa humanidad.

Como puede verse en el documento completo que acompaña esta nota, además de los detalles de la gira de Emilio Massera por Rumania y Francia, la relación sentimental del “Almirante Cero” con la vedette Graciela Alfano, los aprestos para una eventual guerra entre Argentina y Chile por tres islotes en el Canal de Beagle y los cambios en la Junta argentina, el informe revelaba que “se tienen computados 22.000 entre muertos y desaparecidos desde 1975 a la fecha” según “un trabajo que se logró conseguir en el Batallón 601 de inteligencia del Ejército”. Clarito: su fuente no eran familiares ni víctimas (“la llamada campaña antiargentina”), sino la propia inteligencia militar. Y aún faltaban cinco años y medio más de terror, un lapso más que suficiente para alcanzar la cifra denunciada de 30.000. Arancibia adjuntaba, además, una “lista de todos los muertos durante el año 1976” y aclaraba que “los que aparecen NN son aquellos cuerpos imposibles de identificar, casi en un 100% corresponden a elementos extremistas eliminados ‘por izquierda’ por las fuerzas de seguridad”.

Entre 1973 y 1978, mientras manejaba el restaurante “Los Chilenos” sobre la calle Suipacha y trabajaba en un banco como parte de la cobertura, Arancibia redactó unos 400 informes como éste reportando a la dictadura chilena sus labores de infiltración y espionaje. Un grueso de la tarea consistía en marcar militantes chilenos que lograban cruzar la Cordillera: una pieza del Plan Cóndor. Pero el 24 de noviembre de ese 1978, cuando el conflicto diplomático entre Chile y Argentina por el Canal de Beagle estaba a punto de explotar, Arancibia fue secuestrado por agentes de la SIDE en su departamento, donde convivía con un bailarín del ballet de Susana Giménez, acusado de husmear en los asuntos argentinos para Pinochet. Además de llevárselo con pocos modales, la patota llevó su archivo, disimulado en el doble fondo de un placard. 

Arancibia estuvo preso de los militares argentinos hasta agosto de 1981, cuando una gestión del Vaticano le devolvió la libertad. Su copioso archivo vagó por el limbo de la burocracia militar hasta que en 1986, la periodista chilena Mónica González —gracias a contactos facilitados por Horacio Verbitsky— lo encontró en un polvoriento despacho judicial. Esa burocracia secreta, que alguna vez había sido el reaseguro de Arancibia, fue la clave de la perdición. En 2001, esos papeles fueron la evidencia fundamental para condenarlo a prisión perpetua, por su participación en el asesinato en 1974 del ex comandante en jefe del Ejército chileno, el general Carlos Prats. En 2007, por una maniobra administrativa en la ejecución de la pena, volvió a quedar en libertad. Una noche de abril de 2011, en su departamento del centro de Buenos Aires, fue asesinado de 20 puñaladas por un muchacho que manejaba un taxi con quien mantenía una relación sentimental.

Los diarios de Bonomín

En el debate presidencial, Javier Milei dijo que no eran 30.000 desaparecidos, sino 8.753. Poner en discusión el número real de las desapariciones es una maniobra retórica para cuestionar los crímenes de lesa humanidad. La cifra a la que apela es la de la Conadep (aunque, en rigor, en el informe Nunca Más se marcan 8960 desapariciones). Sin embargo, el relevamiento fue realizado en 1984 —un año después del fin de la dictadura—, y muchas familias no denunciaban por miedo o por desconocimiento. En las conclusiones del documento, se resalta que el número es provisorio: #Esta cifra no puede considerarse definitiva, toda vez que la CONADEP ha comprobado que son muchos los casos de desapariciones que no fueron denunciados”, dice.

Hay un segundo documento producido por los propios represores que coincide con el que envió Arancibia Clavel. Se trata del diario personal del provicario castrense Victorio Manuel Bonamín, un obispo de las Fuerzas Armadas. En esa agenda, Bonamín registraba cotidianamente las conversaciones que mantenía con militares, civiles emparentados a la dictadura y otros curas. 

El 6 de enero de 1978 —seis meses antes que redactara su informe Arancibia Clavel—, el párroco transcribió un diálogo que había mantenido con Raúl Di Carlo, director de la Revista Verbo y ex funcionario del Ministerio de Planeamiento que dirigía el general Ramón Genaro Diaz Bessone. En sus anotaciones, Bonomín destacó tres temas charlados con el hombre del régimen militar: la renuncia al Ministerio de Planeamiento por solidaridad con su jefe, que había tenido que dimitir por un enfrentamiento con el ministro de Economía José Alfredo Martínez de Hoz. Di Carlos le había dicho dos cosas más: que marzo y abril serían meses “difíciles”, y que ya había “20.000 muertos en la lucha antisubversiva”, un número coincidente con el que marcó el batallón 601 un semestre después.

Los diarios de Bonomín llegaron a las manos de Lucas Bilbao y Ariel Lede, dos investigadores, a través del sacerdote jesuita José María Meissegeier, el padre “Pichi”. Lede y Bilbao los estudiaron, relevaron y los volcaron en el libro “Profeta del Genocidio: El Vicariato castrense y los diarios del obispo Bonamín en la última dictadura”. En 2014, entregaron el material a la Comisión por la Memoria, que custodia el archivo del Dirección de Inteligencia de la policía bonaernse (Dipba), que lo utilizó como prueba del rol de la iglesia católica en varios juicios en los que se probaron los delitos de lesa humanidad.