Victoria Villarruel viste una camisa beige luminosa con una gargantilla dorada en forma de flor en su cuello. Es una tarde del 17 octubre en un salón del Senado de la Nación, lugar que ella preside desde que llegó a la vicepresidencia. No es un acto cualquiera el que impulsa la abogada de 48 años esta tarde en el Congreso. El 17 de octubre, Día de la Lealtad Peronista, es una jornada fundamental en la historia política del país y Villarruel, la piel muy blanca, las cejas enarcadas, lo sabe:
“Como presidente del Senado, vengo a inaugurar un busto de la primera mujer vicepresidenta de esta casa, me refiero sin dudas a María Estela Martines de Perón”, empieza la líder libertaria ante un minúsculo público.
A su lado, un busto de bronce de la expresidenta depuesta por la dictadura en 1976 sonríe, mientras mira hacia el horizonte de la Cámara Alta.
Villarruel continúa: “No vengo a ensalzar su gestión, ni su gobierno, sino a cumplir con un acto de reparación histórica hacia una mujer que, viuda y en soledad, debió soportar más de 40 años de persecución y ostracismo (…) En un día en donde se habla de lealtad, quisiera saber en dónde están aquellas personas que dejaron a una mujer, cuyo apellido es Perón, a merced del terrorismo al que combatió, luego encarcelada por el gobierno de facto que la sucedió y finalmente por una clase política que la desterró”.
Hay aplausos esa tarde en el Senado, algunos se levantan de sus asientos. Isabel Perón. Isabelita. En 2010, la expresidenta fue llamada a declarar desde España por el entonces juez federal de la Capital, Norberto Oyarbide, ante su presunta implicación en la organización parapolicial Triple A (Alianza Anticomunista Argentina) durante su presidencia. Se la acusaba por crímenes de lesa humanidad. Se negó a asistir o dar siquiera una respuesta. Un busto. Crímenes de lesa humanidad. Lealtad.
La vicepresidenta sigue y fustiga:
“Ella (María Estela Martínez de Perón), sin embargo, nunca pidió venganza, ni criticó a los cobardes que la habían perjudicado, ni mucho menos alzó su voz contra nuestro país”.
Los eventos oficiales que versan sobre el rol de las organizaciones políticas en la década del ’70 son jornadas que la líder libertaria impulsa cada vez que puede dentro del parlamento. El 27 de agosto, en otro salón del Senado, la vicepresidenta celebró un “homenaje a las víctimas del terrorismo”: una cruzada personal en su “lucha” por la “memoria completa” respecto a las “víctimas” causadas por las agrupaciones armadas, sin una sola mención a los crímenes cometidos por las Fuerzas Armadas. Lo hizo sola, sin otros funcionarios de LLA que la acompañaran con su misma tenacidad. En septiembre del año pasado hizo lo mismo cuando ─siendo diputada nacional de LLA en Capital Federal─, llenó el Salón Dorado de la Legislatura porteña con familiares, abogados y simpatizantes del funesto Proceso de Reorganización Nacional. Allí, tras finalizar el evento en la calle Perú, la extitular del Centro de Estudios Legales sobre el Terrorismo y sus Víctimas (CELT), repartió un diploma a todos los asistentes con el fin de “homenajear” a los “caídos en la lucha contra la subversión”.
Un diploma. Homenajeando a los “mártires” de la dictadura. En la Legislatura porteña.
Desde que empezó su carrera como funcionaria pública en 2021, Villarruel preside un organismo público por primera vez. Y el Senado de la Nación se transformó con su llegada. La coautora del libro ‘Los otros muertos’ ─en donde justifica el golpe de 1976 ante el “avance del comunismo”─ nombró a varias personas de su confianza en distintos cargos. Claudia Rucci ─hija del histórico dirigente gremial, José Antonio Rucci, presuntamente asesinado por montoneros─ encabeza el Observatorio de Derechos Humanos del Senado. El experiodista designado por la Junta Militar como corresponsal en las Islas Malvinas durante la guerra, Nicolas Kasanzew, fue elegido como titular de la Dirección Gesta de Malvinas de la Cámara Alta. Sus nombramientos fueron criticados por distintas organizaciones de derechos humanos ante el sesgo negacionista de sus figuras. Otros ingresos al plantel de Villarruel en el parlamento también causaron polémica. María de las Mercedes Torres, hija del represor tucumano Fernando Torres, condenado a prisión perpetua por su actuación en la última dictadura, ya forma parte del Senado. Lo mismo ocurrió con María Guadalupe Jones, hija de Juan Carlos Tamayo, integrante de la inteligencia del Ejército y condenado también a prisión perpetua por su rol en las provincias de Tucumán y Jujuy.
En ese mismo recinto en donde hoy Villarruel abraza a distintas personas que la felicitan por sus “homenajes” a las “víctimas de la subversión”, nutre de personal con su misma visión negacionista o descubre un busto de la exiliada Isabel Perón, los oficiales militares instalaron sus oficinas dentro del Congreso, tras el golpe de 1976.
La clausura del Poder Legislativo por parte de las Fuerzas Armadas dio comienzo a la época más oscura para los parlamentarios de entonces. Pero no solo senadores y diputados electos sufrieron las consecuencias del terrorismo de Estado, tras ser removidos de sus bancas y perseguidos. El resto de los empleados legislativos también quedaron en la mira de los funcionarios militares. Algunos más que otros. Al menos nueve trabajadores del Congreso fueron secuestrados y asesinados. Tres de ellos, Néstor Ortiz, Sara Ponti y Juan Carlos Palumbo, pertenecían al Senado de la Nación, el lugar ocupado por los interventores del proceso para crear la Comisión de Asesoramiento Legislativo (CAL), un órgano que reemplazó la discusión parlamentaria de ambas cámaras por decretos militares.
Villarruel finalizó su acto en el Senado del 17 octubre con una frase de Jorge Luis Borges: “El olvido es la única venganza”, dijo. “y el único perdón”.
Un hombre sin rostro
Dos preocupaciones tiene Néstor Ortiz, una tarde a fines de marzo de 1976, mientras camina por las calles del Congreso hacia la oficina de su trabajo en la Comisión de Deportes del Senado de la Nación. La primera es qué pasó con su familia. Desde hace días que nadie contesta el teléfono en su casa del barrio porteño de San Cristóbal. En ese hogar de las calles Catamarca y Cochabamba, el pequeño Néstor se crió entre la radio clandestina que tenía su tío ─un militante peronista ferviente─ y el sentimiento desbocado por ese partido político del resto de sus familiares. La segunda cavilación de Néstor esa tarde, mientras agarra la avenida Entre Ríos, es qué ocurrirá con su empleo en la Cámara Alta, puesto al que llegó como asesor del senador jujeño, José Humberto Martiarena. Apenas pasaron unos días desde la clausura del Congreso por parte de los militares y la expulsión de todos los lesgisladores nacionales. Los nuevos interventores no comunicaron aún qué harán con el resto del personal legislativo. Aunque lo sabrá. Pronto. Esa tarde Néstor, de 25 años y vestido de traje, llega hasta la puerta de la Comisión de Deportes del Senado.
“Lo recibí yo. Estaba muy preocupado”, cuenta hoy Alejandro Parolini, exempleado de la Comisión de Deportes del Senado en la misma época que Néstor Ortiz. “No habíamos quedado muchos empleados en esa comisión, pero él en ese momento figuraba en la lista”, recuerda Parolini, de 69 años. Esa tarde de fines de marzo de 1976, sigue el exempleado legislativo, Néstor estaba muy preocupado por su situación y pidió quedarse a dormir en la oficina. “Lo dejamos dormir una noche en un sillón del fondo, pero le advertimos que los milicos iban a venir a ver el lugar muy pronto”, dice Parolini. “Nadie sabía bien qué iban hacer, pero no podíamos contradecirlos”, agrega. Al día siguiente, cuando Parolini regresó a la oficina de la avenida Entre Ríos, Néstor ya no estaba. Nadie volvería a verlo.
“Se chuparon a Néstor y a toda su familia”, cuenta Daniel Rota, exempleado del Congreso y militante peronista en San Cristóbal, el barrio de la familia Ortiz. “Néstor militaba en San Cristóbal con la Agrupación Evita. Un muchacho espectacular. Su tío era un peronista férreo y radioaficionado. Transmitía su programa desde el altillo de la casa”, recuerda Rota. Del hogar de los Ortiz en San Cristóbal no quedó nada. “El barrio siempre fue de tendencia obrera y en el ’76 los militares hicieron pelota varias unidades básicas. A la casa de Néstor le habían baleado todo el frente. Ahora levantaron un edificio”, precisa el excompañero de militancia de Ortiz. Fue el propio Rota quien agregó el nombre de Néstor a la lista de los desaparecidos de la CONADEP, tras el retorno de la democracia. Una silueta vacía, un hombre sin rostro, sin embargo, ilustrará su nombre en los distintos homenajes que se hagan a las víctimas del terrorismo de Estado en el Congreso.
De los Ortiz de San Cristóbal, no quedó ni una foto.
La médica que salva dos veces
La médica Sara Ponti tenía 31 años cuando entró a trabajar a la Comisión de Minoridad y Salud del Senado, en 1974. Oriunda de Santiago del Estero, llegó a la Capital del país y formó parte del equipo de cirujanos del doctor René Favaloro. Su militancia peronista, a la par de su profesión como sanitarista, la llevó siempre a velar por los demás. Además de trabajar en el Senado, Ponti fue cardióloga en la Dirección de Ayuda Social (DAS), la obra social de los empleados del Congreso. Allí atendió a muchos empleados legislativos a los que le salvó la vida. A veces, en más de una ocasión.
A Martha Fernández, exempleada del Congreso, Ponti le salvó la vida dos veces. La primera fue cuando la doctora, como cardióloga de la DAS, le detectó un soplo en el corazón en 1974. La segunda fue dos años después, en 1976, cuando Ponti la citó a ella y su madre en la iglesia Santa Cruz del barrio de Boedo. Allí, solas las tres, les avisó que Martha corría peligro: los militares, comentó la médica, la habían “fichado”. Martha ─23 años y empleada de la Biblioteca en el área Organismos Internacionales por entonces─ militaba en el peronismo de base.
“Fue la última vez que vi a la doctora, pero siempre me acuerdo de ella”, rememora Fernández. Martha se exiliaría en Canadá en 1977 y comenzaría una exitosa carrera como diseñadora de modas en el país del norte. Ponti fue secuestrada y desaparecida el 17 de octubre de 1978, día de la lealtad peronista. Una ironía funesta del destino. En la reconstrucción de su cautiverio, algunos exdetenidos la vieron por última vez en la ex Escuela de Mecánica de la Armada (ESMA). En el legajo de la cirujana hallado años después en el Congreso, se pudieron reconstruir las tareas de inteligencia a las que fue sometida por parte de los oficiales militares que ocuparon el Senado.
Rápido, furioso, desaparecido
Juan Carlos Palumbo, empleado del Senado en la división de Automotores, frena la pelota con la suela derecha y encara hacia el arco. Es una tarde de 1977 y hay fútbol en el Congreso. Un torneo interno entre militares y empleados legislativos. Entre los primeros puede verse al cardiólogo de la DAS, Alejandro Videla, hijo de Jorge Rafael Videla, por entonces presidente de facto del país. Entre los segundos, Palumbo, 40 años, alto, pintón y chofer de los oficiales en la Cámara Alta. Gambeteador. Bravo. Rápido. Tanto dentro, como fuera de la cancha. Su fama de mujeriego es conocida en el Senado. Esto último, aparentemente, le costaría la vida.
Así lo recuerda Francisco Gamberulli, exempleado de la Cámara Alta y amigo de Palumbo en esa época. “Era muy mujeriego. Y como era el chofer de los milicos, muchas veces llevaba a las mujeres de los coroneles”, detalla Gamberulli. En 1983, ya en democracia, Gamberulli no vio más a su amigo por varios días. Cuando consultó por el paradero de Palumbo a uno de los últimos oficiales que había quedado todavía en el Senado, este le ordenó que no preguntase nuncas más. Los rumores de que el chofer de 46 años había tenido una aventura amorosa con la esposa de uno de los coroneles que habitualmente trasladaba, empezaron a sonar con fuerza en los pasillos del parlamento. La respuesta que le dio el oficial aquella vez, explica Gamberulli, terminó por confirmarlo. “Nunca más supimos de él”, señala el exempleado del Senado. “No militaba en ninguna organización política, ni nada por el estilo. Era muy buen chofer. Pero bastante picaflor”, admite Gamberulli.
Perycia intentó averiguar el motivo de la desaparición de Palumbo con miembros de su propia familia en varias oportunidades, pero se negaron a hablar.
De la CAL a Isabel Perón
La última dictadura derrocó a las autoridades electas, usurpó el Poder Legislativo y creó una nueva institución que reemplazó al Congreso de la Nación. La Comisión de Asuntos de Legislativos (CAL), integrada por nueve oficiales superiores de las Fuerzas Armadas, arrebató las instalaciones del Senado y buscó dar legitimidad a las más de 1700 normas aprobadas durante el terrorismo de Estado. Varias de ellas continúan vigentes al día de hoy.
Desde la Subdirección de Archivo y Registro de Leyes, junto a la Dirección de Programas de Investigación y el Observatorio de Derechos Humanos, áreas propias del Senado de la Nación, recuperaron en los últimos años expedientes del periodo de la dictadura en el Congreso. Los documentos allí rescatados y clasificados detallan las acciones de asedio y control de la CAL a trabajadoras y trabajadores del Congreso. Desde la persecución a la médica Sara Ponti, hasta la cesantía de Néstor Ortiz por “razones administrativas”.
Contra el olvido legislativo
Son nueve, pero podrían ser más. Los hay en diferentes sectores: Senado, Diputados, Biblioteca, pero pertenecen a un mismo lugar: el Congreso de la Nación. Hasta 2005, sin embargo, sus nombres eran apenas rumores, historias que se contaban entre diferentes compañeros sobre lo sucedido en el periodo más oscuro de nuestra historia. Hasta que Elena Ferreyra ─secretaria de Asuntos Legislativos de la CGT y de Derechos Humanos en la Asociación de Empleados Legislativos (APL)─ impulsó junto a otros compañeros la búsqueda y el reconocimiento para los desaparecidos del Congreso.
“Empezamos vinculando los derechos humanos con la cultura”, cuenta Elena, quien también es periodista. “Hicimos varias actividades con familiares de personas desaparecidas y victimas del terrorismo de Estado en el Salón Azul y de Pasos Perdidos del Palacio”, detalla. Pero fue en 2011 cuando conocieron los nombres de los nueve desaparecidos “legislativos”. Un equipo del Ministerio de Economía, encargado de buscar y cotejar legajos de empleados de la administración pública víctimas de la dictadura, contactó a Elena tras conseguir los nombres. El objetivo de conseguir los legajos, sigue Ferreyra, era la reparación de su condición de “cesanteado” o “licencia voluntaria” que los interventores colocaban a los empleados que eran secuestrados. Ahora, en la mayoría, figura su verdadero destino: desaparecido.
En 2013, desde APL, hicieron el primer homenaje a sus nueve compañeros legislativos. Allí, por primera vez, se les entregó a los familiares de las víctimas el carnet de afiliados al sindicato y se colocaron baldosas con los nombres de los desaparecidos en las inmediaciones del Congreso. “Fue un acto simbólico, pero necesario”, recuerda Elena. “Si bien el gremio no existía en los ‘70, esa construcción colectiva de la memoria sirvió para que muchos familiares honraran una parte de su historia. De hecho, fuimos vanguardistas”, admite la Secretaria de Derechos Humanos de APL. “Somos casi los primeros en entregar el carnet de afiliados a sus desaparecidos”. La idea, cuenta Elena, fue de Daniel Rota, exempleado del Congreso y compañero de militancia de Néstor Ortiz. De este último trabajador es del que menos información pudieron recopilar. “Como desaparecieron a toda su familia, no tenemos testimonios, pero seguimos buscando”, finaliza Ferreyra.
“La venganza es el olvido”, dijo Victoria Villarruel en su último acto en el Senado. Una venganza que está lejos de cumplirse.