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Lesa Humanidad

El caso Iramain

El juicio de lesa humanidad «Brigada San Justo» cumplió nueve meses de debate. En la última audiencia se reconstruyó la historia de Héctor Ricardo «Mosca» Iramain, secuestrado en enero de 1978 y detenido en los Centros Clandestinos de Pozo de Banfield y Brigada de San Justo. Sus hijas detallaron el dolor por su desaparición, que involucró la tortura a su abuelo por parte de los represores. «Él se murió esperando que su hijo volviera», dijo Nancy Iramain, en su testimonio ante los jueces.

Por: Julia Molina
Foto: Vanina De Acetis
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Publicada: 11/05/19

La sala de audiencias está llena. La banca de las querellas ocupa casi todo un lateral de la sala y los bancos de los oyentes, la mitad. Los abogados defensores casi llegan a la decena, pero sus defendidos no están en ningún lado. Solo el genocida Torino se presenta desde una videoconferencia: son 19 imputados, entre los cuales está Miguel Etchecolatz como máximo responsable. Ni el cuarto juez aparece en escena. Es una audiencia más de un juicio que ya lleva nueves meses, conocido como «Brigada San Justo», y que concentra la investigación de crímenes contra 84 víctimas secuestradas en el Centro Clandestino de Detención que funcionó en la Brigada de Investigaciones de San Justo en La Matanza.

La ausencia de los represores se debe a que, desde el comienzo, el Tribunal Oral en lo Federal N°1 de La Plata resolvió que los acusados no acudieran al juicio porque la sala era muy pequeña y no había espacio para todos. Decidieron que, para el resguardo de los presentes, la modalidad fuera que los imputados que ya tuvieran prisión domiciliaria se quedaran en sus casas y que los que no tuvieran y no quisieran presentarse, no lo hicieran.

“Nosotros apelamos esa resolución porque entendemos que, por el derecho a la verdad, los familiares y víctimas que deseen declarar en presencia de los genocidas tienen que hacerlo. Además, nos interesa que el público pueda saber quiénes son. Pero eso fue rechazado”, dice a Perycia la abogada querellante Pía Garralda.

En marzo se vio al ex jefe policial Leopoldo Baume, imputado en este juicio, caminar con su esposa por los pasillos de los tribunales porteños, cuando el Tribunal Oral Federal N° 1 de Capital Federal dio a conocer la sentencia del juicio por los crímenes cometidos en el Centro Clandestino de Detenciones Sheraton, por los que también fue acusado y condenado. Paseó sin custodia, mezclándose con los familiares de las víctimas y sobrevivientes. Después se tomó el colectivo que lo dejaría nuevamente en la ciudad en la que reside, en La Plata, en las calles 12 y 49. El TOF N°1  queda, exactamente, a cinco cuadras de su casa. En lo que va del juicio, desde agosto de 2018, Baume jamás se presentó a las audiencias. Ni el repudio público y el llamamiento a un escrache lograron cambiar la decisión del Tribunal sobre la ausencia de los acusados.

Dentro del juicio al Centro Clandestino de Detención de la Brigada de Investigaciones de San Justo quedaron por fuera muchas víctimas que no son contempladas en este proceso, tal es el caso del recientemente fallecido Juan Carlos Dante Gullo, dirigente de la Juventud Peronista en ese entonces, y ex diputado y legislador. La expectativa es que puedan incorporarse a una causa en instrucción que debería elevarse a un nuevo juicio que nadie sabe cuánto tardará en llegar. Las víctimas y testigos ya esperaron demasiado.

El abogado de la Secretaría de Derechos Humanos de la Nación, Pedro Grizzo, explicó a Perycia que “en las audiencias donde se terminarán de producirse las pruebas, las distintas partes harán ampliaciones por delitos que han tomado luz a raíz del debate; de homicidios y delitos sexuales. particularmente”.

Aún falta declarar menos de una decena de testigos propuestos por la parte acusadora, otros por la defensa y luego unos seis testigos de contexto. Se estima que después de las vacaciones de inverno comenzará la etapa de alegatos.

Sobre las expectativas para la sentencia, la abogada Garralda estableció que “condenas van a tener que haber, porque las pruebas son suficientes. Lo que no sabemos es la cantidad de pena que puedan llegar a determinar desde el Tribunal”.

***

La mañana del 28 de enero de 1978 comenzó como cualquier otra en la casa de Morón donde vivían los Iramain. Héctor se había despertado temprano para ir a trabajar al negocio de la ruta 3, en el kilómetro 35; como siempre, saludó a sus hijos. Después se despidió de su reciente esposa, María Carmen.

¡Toc-toc!

Patricia, una de sus hijas, de 14 años, bajó las escaleras para abrir la puerta, pero antes de que su pie tocara el piso, los visitantes ya habían entrado: nueve hombres armados empezaron a dar vuelta toda la casa. “¿Dónde está Héctor Ricardo Iramain?”, preguntaban. María Carmen respondió enseguida que no estaba ahí, que ya estaba en el negocio.

—Alguien nos va a tener que acompañar.
—Va Patricia —atinó a decir Carmen, otra

Patricia agarró el brazo de su hermana María y la empujó tras ella. Miró fijo a los hombres y respondió con voz clara: “Yo no voy”. Carmen rompió el silencio:
—Bueno, voy yo.

El que manejaba el operativo, vestido de negro, de anteojos redondos y rubio, se llevó a la mujer y la subió en una camioneta verde militar. Los chicos se quedaron en la casa con dos de los hombres. Uno de ellos las llevó hasta la ventana y corrió la cortina para que vieran que, afuera, había más que estaban armados.

—Seguramente, cuando nos vayamos, ustedes van a pensar que somos unos hijos de puta —les dijo un miembro del grupo—. Pero tu papá hizo algo, ¿sabés? Tu papá lo tiene que pagar y nosotros nos vamos encargar de que eso pase.

Cuando el resto de la patota llegó al negocio de la ruta 3, lo encontraron cerrado. Era mediodía y el Mosca (como le decían a Héctor) aprovechó la hora del almuerzo para ir a la cancha de bochas y jugar con amigos del barrio, desconociendo la situación. Pero los hombres lo encontraron; entraron con sus armas y exigieron la documentación de los que estaban ahí. El Mosca, de 33 años, alto, de contextura grande y morocho, mostró su credencial de Prefectura, en la que se lo ve con su uniforme blanco de solapas azules, mirando para el costado. Esa es la foto con que hoy se lo identifica cada vez que se grita Nunca Más.

Sobre lo que sucedió con el Mosca, las hijas pudieron enterarse después de 30 años, cuando Adriana Chamorro, sobreviviente del Pozo de Banfield, se comunicó con ellas. Les contó que compartieron cautiverio por casi cuatro meses y les relató historias que vivieron juntos, junto con María Artigas, mamá de Victoria Moyano Artigas. “Nos dijo que mi papá tenía un aspecto muy desmejorado y que le había dicho que venía de la Brigada de San Justo. Que le dio sus alpargatas a Mari porque estaba embarazada y descalza y que intervino cuando uno de los guardias quiso abusar de otra detenida y por eso motivo lo golpearon.”

Adriana les dio la fecha estimativa del asesinato de su papá, porque antes de llevarla a Devoto, el 12 de octubre de 1978, los guardias le dijeron que al día siguiente iba a haber traslado de los demás detenidos y eso significaba su asesinato.

Hoy, después de 41 años, ellas pueden declarar ante la Justicia sobre lo que pasó con su padre y lo que sucedió con sus vidas después del secuestro y desaparición del Mosca. Patricia, ahora de 55 años, se mudó para Mar del Plata porque recuerda haber sido feliz con su papá allí, en su niñez, donde iban solos todas las temporadas. “Vine a buscar un lugar, un lugar donde decir: ‘Acá te puedo recordar, papi. Acá algún día puedo llevarte una flor, porque ellos me negaron ese derecho’”.

Patricia vivió momentos de profundo dramatismo en su vida: tuvo dos intentos de suicidio. Hasta el día de hoy le escribe cartas a su padre, pero jamás le contó “de las cosas feas” porque no quería hacerlo sentir culpable; jamás le contó de las humillaciones que pasaron por ser hijas de un desaparecido, del hambre que tuvieron, ni de la falta de un hogar fijo, entre tantas otras cosas. Hoy, en su nuca, lleva tatuado Nunca Más.

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—Yo no sé si mi papá hizo algo malo. Lo que sí sé es que esa no era la forma de que se le hiciera pagar, como dijo ese hombre. No era la forma. Si hizo algo malo, ¿por qué no lo presentaron en un tribunal, para juzgarlo?—preguntó Patricia, en declaración desde Mar del Plata— ¿Por qué lo tuvieron que matar? ¿Por qué nos tuvieron que arruinar la vida?

Antes de terminar de declarar por videollamada, dejó en claro su objetivo, además de encontrar justicia: poder decir “acá descansan los restos de Héctor Ricardo Iramain”.

Nancy Iramain tiene el pelo teñido de rojo. Su voz es suave y cuando habla lo hace de manera pausada, sin levantar su tono. “Vos tenés que acordarte de todo esto. Acordate para poder contar todo”, recordó una y otra vez durante su testimonio lo que le decía su abuelo en su infancia.

Habló de la militancia de su papá en Montoneros y de su trabajo en el Sindicato de Talleristas Textiles. Y del alcance del terror de la dictadura en toda sus familia. En este sentido reveló las sesiones de tortura que padeció, además, su abuelo, que fue secuestrado antes de que encontraran a Héctor.

—Mi abuelo fue torturado y ni siquiera tuvo juicio. Espero que este sea un proceso justo, por los 30.000 desaparecidos que no lo tuvieron. Los mataron. No están más —sollozó Nancy—. Nos dejaron secuelas terribles.

Desde el público recordaron a las víctimas con cánticos y carteles

Contó un encuentro que atesora en su memoria, cuando un hombre llamado Carlos apareció en la casa de su abuela. Le faltaban los dedos en una mano. “Tu papá me salvó la vida”, le dijo. Hablaron del Mosca durante un largo tiempo y le contó anécdotas que la ayudaron a conocerlo un poco más. Le narró que su papá apareció con una camioneta durante la balacera en que perdió sus dedos, arriesgándose para salvarlo.

Cuando terminó de hablar, desde la Fiscalía no hicieron más preguntas. El juez Alejandro Esmoris le preguntó si ella quería decir algo más. Respondió que sí.

—Mi abuelo se murió en el porche esperando a que su hijo, que era la luz de sus ojos, bajara del colectivo y volviera.