Publicado 24/11/2018
Vivir sin Justicia
Fragmento de capítulo 5
A la derecha de Omar, agazapado entre las piernas de los demás, asoma Javier, el Pimienta. Es el único que está descalzo y en cuero; tiene el pelo teñido de un rubio fluorescente. De todos los pibes de la Banda de la Frazada es el único que realmente vive en la calle. También tiene familia: una que decidió abandonar a los cinco años y a la que sólo regresa muy de vez en cuando. El Pimienta empezó a drogarse desde tan temprano que ahora ya no le hace asco a nada. Poxiran, pastillas, merca y alcohol, todo entra y sale de su organismo como si fuera un pozo cloacal donde los tranzas descartan su droga más rancia. Se le nota en el rostro, un aura rosada contorneando sus ojos, las facciones tiesas y avejentadas. Tiene un cigarro prendido en la boca y con la mano derecha hace ademán de un fierro. En la otra tiene su juguete; él también estampó su nombre, “Javi”, con letras gruesas, amarillas. Al lado dibujó los cinco puntos tumberos.
Hay dos chicos más que muestran sus juguetes recién terminados. Alguien tiró un pedazo de cartón sobre el pasto de Plaza San Martín donde los últimos camiones e inventos se secan al sol. Es una tarde despejada a fines de abril de 2008 y se acerca uno de los inviernos más duros. Quizás el Pimienta, después de posar para la foto, se tome un rato para pensar dónde dormirá esta noche. El Chino seguramente lo acompañe. Quizás Omar, con la mirada quieta en un punto desconocido, con su atención desorientada, esté decidiendo si vale la pena regresar a casa.
Foto Noelia Marone |
Los pibes de la Banda de la Frazada acaban de terminar el único programa-taller pensado desde el Municipio para revincularlos con su familia. Todos se acuerdan de la experiencia —el Chino, Lautarito, el CG— por más corta que haya sido: duró tres meses. Después vino el terror. O, en palabras del Chino, “el golpe de Estado a la plaza”. La noche donde todos sintieron que la muerte era un destino inmediato. La noche que celebraron diarios, políticos y vecinos a favor de la mano dura, y que terminó por borrarlos un largo tiempo del mapa urbano.
Foto Noelia Marone |
Dice César González en el prólogo:
El paisaje de los palacios de tribunales es un resumen de la lucha de clases; se divide entre los elegantes y relucientes trajes y vestidos de los y las ángeles guardianes del orden legal, arrogantes en su andar, soberbios y creyentes de poseer un poder divino. En el medio están los policías que custodian las oficinas de los ángeles y que protegen a estos de la ira de los que siempre estarán “del otro lado”; familiares de detenidos que van a averiguar o a reclamar algo sobre los estados de las causas de sus seres queridos. Familias de postura heroica, es conmovedor ver a esas madres con un semblante de guerreras milenarias que asumen la función de ser abogadas de sus hijos, porque si se quedaran a esperar lo que haga un defensor oficial pueden pasar siglos sin que reciban una novedad. Llegan a pelearse cara a cara con los jueces sin importarles las represalias resentidas que estos, inevitablemente, ejercerán. No importa el espesor de los muros que les pongan, ellas no agachan la cabeza y aunque muchas van debilitando su salud en el trayecto, no abandonan y a veces logran el milagro de robarle una pequeña victoria a ese perverso poder burgués.
El poder judicial es la bestia más hábil para escurrirse de las responsabilidades, la bestia más rápida para escaparse de las “culpas”, a quien estamos obligados a agradecer y rendirle culto por el servicio que nos brindan. Vivir sin justicia es una metáfora pero hecha de hechos; para las clases más bajas la relación con el poder judicial es de presa y cazadores, es de miedo, de terror.
Foto Noelia Marone |
Es el poder que solo con chasquear los dedos le garantiza la jaula a una clase social entera. En Argentina se postulan como baluartes del esquema democrático moderno jueces que tienen prontuarios más oscuros que la suma de todos los legajos que tutelan. Jueces que coleccionan un álbum con los rostros de los pibes de los barrios asignados como fábricas del mal y aun así, o por eso mismo pueden alcanzar un puesto en el trono de la corte suprema. Jueces salidos de una caricatura racista del lejano oeste son bendecidos con la potestad del pulgar romano. A esas bestias estamos obligados a entregar nuestra soberanía. El poder Judicial es el que dirige desde atrás del telón la guerra selectiva contra la juventud de las barriadas populares.
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