1. 11:23 de la mañana del 21 de agosto.
La sala del Consejo Superior del Rectorado todavía no está llena. El recambio es permanente y cientos de personas se agrupan en pequeñas rondas y se dispersan a lo largo de los corredores laterales del segundo piso, que balconean hacia el patio central. Cualquier velatorio es un ámbito propicio para un encuentro cálido entre desconocidos. En el de Chicha, esa sensación se magnifica: ahí está la abuela de hombres y mujeres, jóvenes y viejos, con historias disímiles y llegados de lejanas geografías, de pronto inmersos en la populosa cofradía de sus deudos. Una hermandad secreta estructurada en células compartimentadas que se congregan alrededor de la pérdida menos deseada.
Las chicas y los chicos adolescentes tienen los ojos hinchados, enrojecidos, como si acabaran de pasar la noche entera velando una madre. Todos, todas, casi sin excepción, llevan como un talismán el pañuelo verde atado. Muchos no la conocieron, están viéndola en persona por primera vez dentro del féretro. Chicha era sólo el nombre de un salón de música en el Liceo Víctor Mercante. Se ha corrido la voz entre ellos. Ahora saben lo que le hicieron, lo que hizo Chicha con eso que le hicieron, y cuánto le hemos quedado debiendo. Y ahora también recogerán su legado.
2. Chicha está ataviada con una túnica blanca. Tiene sus manos superpuestas en la cintura, en un gesto que resulta extraño. Hay cinco flores -rojas, blancas- y cinco fotos sueltas en el cajón, que ha impreso su médico personal y ex alumno. En una de las imágenes están los globos de colores que se remontan todos los años para que los vea Clara Anahí, sobre la cúpula del Pasaje Dardo Rocha; en otra Chicha está soplando una vela de cumpleaños, en una tercera se la ve hablándole a sus dos canarios, uno verde y otro azul. Toda su vida tuvo una conexión especial con los pájaros, desde su primera infancia en Rama Caída, Mendoza, cuando su padre le había enseñado como alimentarlos con yema picada, presionando apenas a los costados del pico, cuando los pichones se caían de los árboles.
3. Pasado el mediodía han desfilado frente a Chicha varios referentes de los derechos humanos: Paula Logares, primera nieta restituida judicialmente y nieta de Elsa Pavón, su compañera inseparable; Victoria Moyano Artigas, recuperada también en la década del ’80 y criada también bajo su cuidado. Han pasado también el intendente de Ensenada, Mario Secco, la diputada Florencia Saintout, y el Rector de la Universidad Fernando Tauber, hermanos de víctimas, hijos de víctimas, abogados de víctimas, víctimas.
Cuando llega al velorio Estela de Carlotto, la sensación es extraña: hay murmullos, movimientos nerviosos, raros. No es un secreto para nadie: Estela y Chicha hacía tiempo que estaban distanciadas. Ahora la acompañan varios nietos restituidos -Manuel Goncalves, Horacio Pietragalla, Leonardo Fosatti-, y el abogado Emanuel Lovelli, de la filial de La Plata de Abuelas de Plaza de Mayo, que sobreactúa un gesto recio y asume un rol de guardaespaldas.
“Las distancias no existen cuando hay una decisión común que es buscar a todos los nietos que faltan encontrar”, dice Estela antes de entrar, cuando los periodistas la acorralan. “Es un día triste porque no encontró a su nieta y la hemos buscada. En los primeros años éramos compañeras de viajes y de luchas y de sueños. Su hijo era compañero de Laura, mi hija”.
4. Pocos minutos después una mujer llora sentada en un rincón, sin consuelo. Tiene el pelo corto y entrecano, un mentón bien criollo, la piel cobriza, el rostro guaraní cruzado por las arrugas del sol y décadas de trabajo. Es Máxima, su mejor amiga, la que cuidó a Chicha hasta el último minuto, literalmente. Como catorce años antes lo hizo con su madre Luisa, a quien cuidaba durmiendo en el hospital, once con su hermano Blas y quince con su marido, Pepe.
Chicha solía decir que hasta iban a estar juntas que se murieran. Máxima nació en Corrientes y perdió sus padres de muy joven, y se crió con sus muchos hermanos, montando a caballo entre lagunas, contaba.
—Se nos fue— me dice ahora, atragantada de lágrimas-. Se nos fue la campeona.
—Nos dejó muchísimo.
Es todo lo que atino a decir antes de abrazarla.
5. Son cerca de las dos de la tarde. Sus compañeras en distintas etapas de su ruta hablan con sentimiento. Gisella Di Matteo, que fue guía en la Casa de calle 30 –ha sido conservada arquitectónicamente y todos los sábados recibe contingentes escolares-, repite la leyenda azteca que ha sido siempre el leitmotiv de la Asociación Anahí. Lo puede decir apenas, desgarrada: “Cuenta una leyenda azteca que cuando un guerrero muere su alma se convierte en mariposa para acompañar a los que siguen luchando”.
Al final se corea lo que Chicha misma coreó con otros nombres al final de tantas audiencias de juicios: «Chicha Mariani, presente, ahora y siempre». Hay puños apretados, hay dedos con las ves peronistas, símbolos variopintos: el trajín de Chicha ha sido la síntesis de todas las luchas.
Se cierra el ataúd y de casi todos los rostros brotan las lágrimas. Norberto Liwski, Juan Martín y Alejo Ramos Padilla, Victoria Moyano Artigas, Paula Logares y otros militantes avanzan con el féretro entre la gente, que aplaude y llora a su paso.
6. Pasadas las dos de la tarde, el cortejo se detiene debajo de las escalinatas. Afuera del Rectorado hay una manifestación de obreros del Astillero Río Santiago, que no han sido recibidos en el Ministerio de Trabajo a pesar de tener una reunión pautada, y ahora se juntan en la puerta para saludarla. Cuando las personas más cercanas a Chicha meten el cajón en el coche fúnebre, empiezan a sonar disparos. La represión a los trabajadores es furiosa. Los manifestantes tiran piedras a la policía y los uniformados responden perdigones y gases.
Esa tarde, Claudia Salomone, ex alumna suya en el Liceo, música y cantante, me enviará un audio de wassap:
“Parecía que estábamos en los `70, lleno de jóvenes y despidiendo a alguien que ya entra en la memoria, y encontrándonos con la represión en la calle, las balas. Ese sonido me hizo acordar…el 24 de noviembre de 1976 estaba cerquita del lugar del ataque, porque me casaba el 26 y estábamos arreglando nuestra casita, redisfrutándola. Éramos muy pendejos -yo tenía 20 y el papá de mi hija, 23-, y de repente escuchamos ese sonido de balas, de sirenas y de tanquetas, y no sabíamos qué era. Era el ataque a la Casa de 30, lo supimos a la tarde. Y hoy, cuando escuché ese ataque, y se iba Chicha, y vi los gases, y vi los jóvenes, fue como un momento en el que se interrumpió el paso del tiempo y todo volvió a ser como antes, y el miedo, y el no saber qué hacer si venían. Fue un dejá vu que sobrevino en un instante; parecía como si nos hubiera dado el último escenario, la última performance de lo que es la dictadura, la falta de garantías, y lo que es la falta de posibilidad de la lucha. Y en medio del humo, la gente luchando y los chicos jóvenes con nosotros. Me pareció una imagen del infierno y el paraíso, la esperanza y la desazón, todo junto, como un cambalache».