Afuera ya no llueve, pero el día sigue gris. En la mesa hay un mate dulce, la pava y unas palmeritas. No se escucha ningún ruido salvo el de Marta, de 37 años, cuando le da el último sorbo. Hasta su hija más chica, de 6, juega en silencio. Ceba otro y se tapa el tatuaje de su pecho, que dice «Johana», con una campera de hilo gris.
—A las dieciséis vamos a pasar desde 1 y 63 hasta 1 y 59, que está la DDI (Delegación Departamental de Investigaciones), y de ahí hasta 5 y 59, que está la Comisaría Novena. Después pasamos por la fiscalía de Lacki (Unidad Funcional de Instrucción n° 2) y terminamos en la Gobernación.
En cada marcha por la desaparición de su hija Johana Ramallo, desde el año pasado, Marta hace el mismo recorrido. Este 26 de julio se cumple un año. Cada paso tiene una explicación: «son todos cómplices», dice.
-Desde los proxenetas y narcos de la zona roja en donde desapareció (1 y 63), hasta la fiscal Betina Lacki (que la estaba buscando con «averiguación de paradero»).
Y luego, acota sobre lo que le argumentó la fiscal en persona:
-Me dijo que Johana era una chica muy joven y activa. Que seguramente se estaba tomando su tiempo para volver, que quizás había conocido a alguien pero que iba a regresar sola.
Pero hace un año que Johana no vuelve. Después de dos meses de su desaparición, junto con los abogados, su mamá logró que se cambie la carátula y se trate el caso como trata de personas, pasando a ser investigado ya no por la justicia provincial sino por la federal, bajo el Juzgado Federal n° 1 de La Plata, a cargo de Ernesto Kreplak. El juez decidió apartar a la Policía Bonaerense. Acompañan el trabajo alrededor de la causa la Dirección General de Acompañamiento, Orientación y Protección a las Víctimas y la Procuraduría de Trata y Explotación de Personas.
Marta continúa:
—Si Johana se hubiese querido tomar su tiempo, se hubiese llevado a su hija y me hubiese llamado diciendo: «Mami, me voy un tiempo porque necesito estar sola».
La hija más chica de Marta suma a la ronda de mates un pequeño juguete de unicornio violeta que no logra mantenerse parado. Al rato se levanta de la mesa y corre hasta una de las piezas que están al lado del living-comedor en donde está la puerta principal de chapa blanca, siempre abierta, incluso con el frío invernal. Allí dentro, pegadas en los muebles, hay calcomanías con la cara de Johana: piel blanca, pelo negro con flequillo corto y ojos marrones; del techo cuelgan pasacalles que preguntan «¿Dónde está Johana?» junto a fotografías de las marchas.
Al fondo de la casa hay un baño con paredes de madera apenas pintadas de distintos colores. La pared que da al vecino es de ladrillo de cerámico y tiene una «J» pintada de blanco, justo arriba de un sillón. «La hicieron los chicos», dice Marta mientras se le cambia el rostro por una sonrisa.
Los chicos son sus seis hijos sin contar a Johana, que es la mayor de todos, nacida el 25 de noviembre de 1993 cuando su madre tenía apenas 14 años. Ella también fue madre joven: a sus 16 dio a luz a una nena el 2 de noviembre del 2010.
Loba, la perra, camina por el patio inundado de barro y entra a la casa. Busca alguna caricia pero no la encuentra y se tira al piso. La yerba del mate flota sobre el agua azucarada. De la casa de al lado se escuchan los gritos de una mujer que se pierden en un reggaetón de moda. Marta clava sus ojos negros sobre la mesa y traga saliva.
Se está acordando de cómo eran los días de lluvia hace un año atrás. Se ríe. Imagina a Johana pidiéndole a los hermanos que la ayudaran a juntar las camas cucheta para que alguna empiece a hacerle cosquillas al otro o simplemente para sentarse y jugar a las cartas. Pero hoy, en su casa, no se festejan ni los cumpleaños.
—Yo siempre digo que si esto me hubiese pasado con otros de mis hijos, estaría más fuerte y más de pie porque Johana era mi sostén, mi fortaleza.
***
—¿Y, fea? —le gritaron los hermanos más grandes.
—¡Mamá! ¡Me dicen fea! Todo porque nació esa pendeja, porque ella es la más linda —protestó Johana.
Le decían fea porque ya no se maquillaba ni se peinaba ni se ponía aritos ni collares. Ella siempre se había arreglado, le gustaba. Pero para ese entonces, Johana había dejado a Santiago, padre de su hija y ex pareja, y había empezado una relación con otro hombre que le llevaba casi treinta años. Lo conoció en 2013, un mes antes de la inundación de la ciudad de La Plata. Estuvieron juntos un año.
Johana adelgazó muchísimo, empezó a consumir droga y se alejó de su familia. Si los iba a visitar, hablaba poco y casi nunca se quedaba a cenar. Las veces que se vieron, ella tenía el cuerpo con moretones (decía que se los había hecho moviendo muebles). «Una vuelta Johana vino con una cicatriz muy fea en la rodilla. Dijo que se le cayó una ventana y no había posibilidades de que haya pasado eso. De última, si se te cae, te lastima otra parte del cuerpo», recuerda Marta.
Una tarde Yoa, como la llamaban cariñosamente, llegó a la casa de su familia y sorprendió a su mamá:
—¿Vamos al super a hacer mandados? Así me quedo a comer con vos.
Marta no lo dudó.
—¡Ay, jodeme Yoa! ¿Te vas a quedar a comer? Bueno, vamos a jugar a las cartas o después nos podemos ir un ratito al bingo -dijo la abuela de Yoana, desde la cocina.
—Ay, esta abuela, como jode con el bingo.
Las dos caminaron hasta el supermercado y compraron para cocinar la cena. A la vuelta, cuando llegaron a la esquina de su cuadra, un auto estaba estacionado enfrente de la casa de los Ramallo. Biiiippppp!!!!, la bocina terminó de molestar a Marta. Ya sabía quién era.
—Ay, má. No me voy a poder quedar a comer porque…
—Y… ¿pero por qué te toca bocina? Que te espere.
—¿Todo te molesta de él?
Johana caminó hasta el auto y le habló a su pareja por la ventanilla.
—No me voy a poder quedar a comer, má. Me tengo que ir porque él se tiene que ir.
En el verano del 2014, Yoa tomó una decisión: irse de la casa de su novio. Llamó a Santiago, el padre de su hija, y le dijo que la fuera a buscar al barrio Mondongo. Santiago apareció con unos amigos y cargaron sus cosas directo para Villa Elvira. En cuestión de días, eran nuevamente pareja y ella retomó sus salidas al bingo con su abuela, a jugar al carnaval con los hermanos y a la escoba de quince por ver quién lavaba los platos.
Pero su ex novio, treinta años mayor, apareció en mayo de 2017 y Johana volvió con él. Sus adicciones también. Y peor que antes.
—Má, me voy a casar. Me dijo que así me podía llevar de viaje a Estados Unidos, a París…
—Yoa, por más abogado que sea…él hace estos viajes cada quince, veinte días…¿no es raro?
—No, él vende cuadros. Vos siempre hablas mal de la gente. Cómo juzgas, eh.
—¿Vos qué sabés si el tipo te hace casar, te lleva allá y mirá si en vez de cuadros lleva falopa y te usa de mula? Si vende cuadros, que los mande en encomienda. ¿Para qué viaja él, Johana? ¿Para qué hace esas movidas?
«Se le habrá apagado el celu», pensó Marta, en un intento por tranquilizarse.
Era la noche del 25 de julio de 2017 y, desde el sillón, no paraba de mirar a la puerta de chapa blanca esperando que Johana apareciera. Le había dicho que volvía a las diez y media. Marta llamó al celular pero no dio el tono: la atendió directamente el contestador.
Marta prendió carbón en su casa porque no soportaba el frío. Se imaginó una noche larga. Intentó comunicarse con otra llamada y del otro lado volvió a saltar el contestador. Ya era de madrugada. Sentada en el sillón, lloró silenciosamente.
A eso de las ocho de la mañana, desvelada, largó un grito ahogado. Sintió que alguien entraba en la casa.
—Yoa, ¿dónde te metiste? ¿Por qué no viniste a dormir? ¡Te estoy llamando! No me atendes el celu.
Johana caminó lento hasta su pieza y dejó caer su espalda contra la pared de ladrillo.
—No me retes, má. No sé qué me pasó. No llores más, mami, no llores vos.
—¿Cómo no voy a llorar, Yoa? Mirá si te hubiese pasado algo… —dijo con su voz aguda, entrecortada—. ¿Qué hago? Yo me muero si te llega a pasar algo y no puedo estar ahí con vos.
Johana pasó las manos por la cara de Marta y le secó las lágrimas.
—¿Y el celu? ¿Por qué no me atendiste el celu?
—No sé qué pasó con el celu. Se me perdió.—empezó a rascarse el pecho y se le salieron unos parchecitos de los que usan los médicos cuando hacen un electrocardiograma —. Estuve internada. Me desperté y estaba en el hospital.
Y luego, con voz pastosa:
—Me escapé. Mirá, má, mirá lo que me hicieron. Me sacaron sangre y vos no los retaste.
Marta intentó explicarle que no había estado junto a ella en ningún hospital. Le preguntó cómo había llegado hasta ahí, pero Johana sólo le pidió que la hiciera dormir, como cuando era chica. Que le rascara la cabeza.
—Descansá, hija. Yo voy a hacer un pucherito y te llamo para que comas.
Johana se durmió a las nueve de la mañana.
El 26 de julio fue un día lluvioso. Marta le llevó el almuerzo a la cama cerca de las tres de la tarde. Después la joven fue al living, tomó unos mates y jugó a las cartas con su abuela. Se puso un jean nevado, una campera azul Reebok y unas zapatillas Nike. A las cinco de la tarde se despidió. «A las ocho vengo, má».
Antes de salir, escuchó que la cena era sopa de puchero. Le dijo a la mamá que la esperara así cocinaban juntas.
—¿Por qué me miras? — dijo, ante la mirada atenta de Marta.
—Quedate, Yoa. No te vayas.
—No, má. Ocho, ocho y media, vengo y hacemos la sopa de puchero. Vení, dame un beso.
Marta se acercó y Johana le besó la frente. Esa fue la última vez que se vieron.
Al día siguiente, cuando notó que no regresaba, Marta se puso una mochila que le había regalado Johana y se preparó para salir a buscarla.
Su hijo de veintidós años le pidió que no llorara.
—Yoa va a volver.
—No, algo pasó, hijo.
—Mamá, vas a ver que ya la van a traer. Capaz que está internada otra vez.
Otro de sus hijos, el de nueve, la vio salir y desde la ventana le pidió que trajera a la «Yoi». Marta volvió a su casa a las dos de la mañana, después de pasar todo un día en hospitales, comisarías y plazas buscando a su hija. Los perros toreaban y los chicos la esperaban despierta. «No la encontré», les dijo. «Cuando ellos ven que yo vuelvo, abren la ventana y se fijan si la encontré. Eso hicieron todo este año», confiesa hoy Marta, recordando aquel momento.
Los últimos meses antes de su desaparición, Johana había incrementado la adicción a las drogas. Iba a la zona roja, cerca de la Plaza Matheu. Marta no sabía que la estaban prostituyendo, pero sabe que se relacionaba con gente de la noche. Dos días antes de su desaparición, mientras Johana se estaba bañando, su celular sonó.
—Fijate quién es, má.
—No lo tenés agendado.
—¿Cómo que no lo tengo agendado?
Marta le cantó el número y Johana salió corriendo semidesnuda del baño para agarrar el celular.
—Si ese número llama, vos no atiendas. A vos te tengo que cuidar: nadie tiene que saber que sos mi mamá.
Al día siguiente, el celular desapareció. El número del llamado se agregó luego a la causa judicial.
—Cuando fui al Hospital San Martín a preguntar por mi hija, me decían que no estaba, que no había ingresado nadie con ese nombre ni con esas características. Pasado un mes, con los abogados que estaban en la causa, pudimos reconstruir el día anterior a su desaparición y comprobamos que la habían registrado como NN Johana e informado a la Comisaría Novena, como lo demanda el protocolo.
Johana fue ingresada con una sobredosis por un hombre que la acompañó desde un hotel de alojamiento ubicado en 2 y 70. Dos meses después, cuando aún estaba la fiscal Lacki a cargo de la investigación, los investigadores encontraron el celular.
—¡Yoa, vení, por favor, que tu hermano se quiere ir!
Corría el 2014 y Marta había entrado en crisis porque el mayor de sus hijos varones se quería mudar con la novia. Johana intervino:
—Ay, mami, sos insoportable: ¿cómo no se va a querer ir? Dejalo. Yo me fui a los diecisiete, él ya tiene dieciocho.
Que de qué va a vivir, qué va a comer si no sabe cocinar y qué ropa se va a poner si no sabe lavar. Las preguntas quedaron en espera porque ese sábado a la tarde salieron para 126 y 60 a ver jugar a los chicos al fútbol. Pero al regreso el tema volvió. El hijo mayor no dio el brazo a torcer: «Me voy a ir a la mierda». Yoa se cansó de la escena y encaró a su mamá.
—Tomá coraje y decile que se vaya.
—No, Yoa, se va a ir.
—Decíselo o me voy yo. ¿No te das cuenta? Hace teatro para que vos llores.
La convenció.
—¿Te querés ir? —dijo entonces Marta—. Andate, pero acá no volvés más. Si venís, va a ser sólo para visitarme.
Pero el plan falló porque su hijo agarró las cosas y se fue. Marta también se fue: al Hospital San Martín. Le diagnosticaron un accidente cardiovascular que la dejó por un tiempo con un brazo y una pierna inmóviles.
—Que vergüenza, mami —le dijo Yoa—. Los médicos me preguntan qué te pasó y les tuve que decir que mi hermano se fue de mi casa y que a vos te agarró esta pataleta.
Durante los diez días en los que Marta estuvo internada, su hija fue siempre a visitarla. Le dio el desayuno todas las mañanas antes de irse a trabajar en el «Ellas Hacen» (un programa para jefas de hogar en donde recibían una remuneración y aprendían oficios). Luego compartían las tardes.
—Yo te baño, si te quemás, te quemás.
Yoa sentaba a su mamá dentro de la ducha y la bañaba. «Me quemaba toda cada vez que me bañaba, pero como se me caían las babas, no le decía nada», recuerda ahora Marta.
Marta se toma el colectivo Este, pasa por calle 1 y cruza la 63. Mira para un costado y ve la estación de servicio YPF. Las cámaras de la estación filmaron a su hija junto con una compañera —menor de edad e hijastra de quien fue novio de Johana— el 26 de julio de 2017, cerca de las ocho de la noche.
Cuando Marta comenzó con la búsqueda, se acercó a la YPF y les pidió a los empleados acceder a las cámaras de seguridad. «Vos si me traes una orden judicial, yo te muestro los videos, porque acá desapareció una chica y no quiero ser participe», le dijo el gerente. Eso hizo y, a los tres días, recibió un llamado de la policía diciéndole que tenían la cinta. En lo que parece ser su última imagen en público, Johana aparece con su campera gris, su jean nevado y las zapatillas Nike, con su compañera, entrando y saliendo del baño. Ocho segundos. Y nada más.
Pero cuando la causa pasó al fuero federal, bajo la conducción de Kreplak, Marta asegura que le mostraron el original del video: de ocho segundos pasó a durar decenas de minutos. Aparecieron detalles significativos. Afuera del baño de la YPF, contra la pared en donde está el freezer con las bolsas de hielo, un hombre corpulento observaba a Johana y su compañera. Ellas abrían la puerta, lo miraban y volvían a cerrarla. En un momento se ve cómo Johana sale y corre hasta el kiosco de la estación de servicio. Luego vuelve a entrar al baño.
Una vez que el hombre corpulento desaparece de escena, las dos chicas caminan por los expendios de nafta y llegan a la esquina de 1 y 63. Un auto rojo se les acerca y les hace un juego de luces. Johana empuja a su compañera y sale rápido para el lado de 64. Marta dice que la vio asustada, pero las fuentes judiciales consultadas dicen que «esa es una interpretación de una madre», que «no hay ningún auto individualizado ni identificado» y que, de la filmación, «no se ha podido encontrar un dato preciso que nos lleve a dar con Johana».
Pero esa no es la última imagen registrada de la joven. Cerca de las nueve de la noche se la ve nuevamente con su compañera. Allí pasan por la cámara de un supermercado, sobre calle 1, justo en la vereda de enfrente.
En la causa no faltan testigos.
—Si vos vieras la cantidad que hay en los primeros dos meses…decís: no pueden ser tan hijos de yuta para plantar tantos testigos. Porque si hay veinte testigos, quince son puestos a favor de ellos y ensuciando a Johana —dice Marta, con tono amargado.
Durante los primeros dos meses en que se investigó la causa, Marta conoció los trucos de la investigación. Iba a todos los rastrillajes, pero la Policía Bonaerense -dice- «llegaba antes y ya ponían testigos». Se acuerda de uno que se hizo en 19 y 90, cuando un oficial de apellido Torres le dijo que tres personas aseguraban haber visto allí a Johana comprando pan y cigarrillos. Pero Marta lo descreyó: a Johana no le gustaba el pan. O cuando le dijeron que la vieron andando en moto. «Apenas sabe andar en bicicleta», replica su madre.
—A varios testigos los alejé de los cobani y les dije que el falso testimonio es un delito, que me dijeran la verdad. Y te das cuenta que están mintiendo —cuenta Marta.
Antes de que la causa fuera caratulada como delito federal, los testigos no contaban con una red de protección brindada por el Estado. En febrero de este año, la Procuradoría de Trata y Explotación de Personas (PROTEX) recibió a una joven del Gran Buenos Aires que había sido llevada a Paraguay bajo una falsa oferta laboral: terminó dentro de una red de trata que la tuvo una semana desde Asunción, de la que pudo escapar el 21 de enero. Fue en las oficinas de la Procuraduría donde la chica, sentada, vio pegado un aficheque tenía un rostro de mujer. «A esa chica la vi. Estuvo conmigo». Era Johana Ramallo.
A la joven le tomaron declaración por Cámara Gesell y dijo que había compartido cautiverio con ella. Marta aún no pudo ver la cinta porque dice que le hace «muy mal».
Tres meses después, otra denuncia apareció en fiscalía: una mujer, que aparentemente había escapado de la Unidad n°34 de Romero, declaró haber visto a Johana. Los investigadores fueron hasta el penal pero no hallaron nada pero sí se encontraron con periodistas en la entrada.
—Es muy difícil trabajar así, con allanamientos ya publicados por la prensa, con esa filtración de la información. Vos querés hacer un allanamiento sorpresa y la denuncia ya es pública —se quejó uno de los investigadores.
Quince días después de la desaparición de su hija Marta se tiró en su cama y, mientras lloraba, recordó el momento que les dijo a sus hijos que no podría seguir viviendo si les pasaba algo feo. Aquella vez, Johana le había dicho: «Ay, vieja, siempre pensando boludeces vos. ¿No tenés tiempo para pensar otras cosas?».
La hija de Johana, de siete años, entró a la pieza. Vio a su abuela llorar, y prendió la luz.
—Estoy acostada, me duele mucho la cabeza, amor.
—¿Te duele la cabeza?
—Sí, me duele mucho.—La nena se acercó y le dio un beso.
—¿No te vas a levantar?
—No. Jugá ahí en la cocina con los chicos. ¿Me apagás la luz otra vez?
La nena dejó la pieza a oscuras pero su abuela no frenó el llanto. Entonces le dijo:
—A vos no te duele la cabeza.
—Sí, me duele la cabeza.
—No, a vos no te duele la cabeza, abuela. A vos te duele el alma porque te sacaron a mi mamá. Levantate. Levantate y andá a buscar a mi mamá.
«Y si yo hay días en que me levanto, es por mi nieta. Porque si yo no sigo esta lucha, ¿quién lo hace? Siento que si abandono esta lucha, la estoy abandonando a Johana y se la estoy entregando a ellos. Y no le quiero fallar como mamá y no le quiero fallar como abuela».
Hace poco tuvo una pesadilla. Johana con barro y el cuerpo cubierto de sangre.
—Los maté, mami. Si no ellos me iban a matar a mí. ¿Me perdonás? Tenés una hija asesina.
Marta dice que si ello llegara a ocurrir en la realidad, estaría orgullosa de su hija y jamás la vería como una asesina.
«Mi primer sueño es encontrar a Johana viva. Mi segundo sueño es verlos pagar uno por uno», sentencia.
Desde que su hija desapareció, la soñó mucho. Y entonces ahí aparece Yoa para decirle que deje de llorar, que ella está ahí. Cuando se despierta, dice que la siente cerca.
—Má, ahí vamos para tu casa.
Marta camina hasta el portón, abre la puerta y sale a la vereda. Gira para la izquierda y mientras mira fijo hacia la esquina. Se imagina a Johana con su hija saltando en zig zag, arrancando flores del vecino, jugando a las escondidas mientras ríen.
«¿Cuándo las voy a volver a ver juntas, sonriendo de la mano? A mi nieta le sacaron la infancia, le sacaron los sueños, le sacaron todo. Mi nieta ya no te hace un dibujito. Mi nieta hace cartas para su mamá».