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El último cumpleaños
1
El viernes 19 de noviembre de 1976, ya bien entrada la noche, María Isabel Chorobik de Mariani estira con delicadeza el mantel de hilo amarillo y encajes grises bordados a mano, que reserva para las ocasiones especiales. «Chicha», como la conocen todos, lo compró en Francia dos años antes, durante su primera visita a Europa, y no tiene cómo saber que está tendiéndolo por última vez. Coloca cuatro platos; encima y a la derecha de cada uno, la servilleta haciendo juego. Espera pocos comensales para el festejo de su cumpleaños, que será un menú sin sofisticaciones, encargado en la rotisería: Chicha casi nunca cocina. En la mesa tampoco hay vino. Aunque parezca raro para una persona nacida en Mendoza, como ella, desde que seis tíos maternos la emborracharon con cucharaditas de mistela cuando era todavía una beba, solo muy excepcionalmente toma alcohol. Afuera, a pesar de que la noche es agradable y la ciudad donde vive, La Plata, también está cumpliendo años, las calles están desiertas: no hay hurras en la plaza Moreno, y en el microcentro se respira una quietud intranquila, como en un desvelo durante el que se espera una fatalidad. Algo que el capitán de Navío Oscar Macellari, intendente de facto municipal, exdirector del Liceo Naval y directivo de los Astilleros y las Fábricas Navales del puerto, ha llamado en las páginas sociales del diario El Día «clima de austeridad»: el eufemismo con que se disfraza el miedo.
Los únicos invitados a la cena de su cumpleaños no llevan su sangre: María Luisa «Chiquita» Oviedo, su amiga íntima desde la época de la Universidad de Cuyo, la hija de Chiquita, Cristina, y el marido de la hija de Chiquita, José. Más temprano estuvieron el único hijo de Chicha, Daniel Enrique Mariani, y su nuera, Diana Esmeralda Teruggi, con su beba de tres meses y siete días: Clara Anahí Mariani Teruggi. Traía un flequillo gracioso y la habían enfundado en el trajecito y los escarpines rosas que Chicha le tejió. El rato que pasaron en su casa es para ella un regalo muy preciado: desde que su hijo y su nuera viven en la semiclandestinidad, la visitan poco y siempre están apurados. Después de despedirse en la vereda, se subieron con su nieta a la camioneta Citroën gris y se perdieron en la noche. Cuando Chicha los ve así, sigilosos, vigilando sus espaldas constantemente, se preocupa y se enoja. Eso no es vivir, piensa: apenas es despistar.
Los padres de Chicha tampoco son parte del festejo. Juan Chorobik y Luisa García viven en City Bell, un suburbio de calles arboladas y amplios jardines abiertos, en las afueras de la ciudad. Allí, en esa casa, habrá asado de festejo el domingo al mediodía. A la hora del té estuvieron en casa de Chicha «Kewpie» y Silvia, la madre y abuela de Diana, su nuera. Chicha las convidó con un volcán de chocolate y sanguchitos de miga. Su marido, Enrique José Mariani, «Pepe», la telefoneó por la mañana desde Matera, la pequeña ciudad del sur de Italia donde vive desde diciembre del año anterior, contratado por el municipio para dirigir la orquesta del conservatorio. Chicha y Pepe están separados, aunque no lo formalizaron ni lo harán jamás, y mantienen una relación cordial. Él le preguntó si le había llegado la encomienda con los regalos. No, todavía no. Sí los avisos postales de que hay dos paquetes para retirar, pero Chicha se rehusó a cualquier tipo de trámite el día de su cumpleaños. Bastante ha tenido esos meses con las gestiones engorrosas de la jubilación de Pepe y la suya y la administración del departamento de Buenos Aires. Sus amigas Yita Poli —esposa de un violista que tocó con Pepe— y María Luz Guido —esposa de un médico que trabajó con Pepe— la saludaron por teléfono. De quien no ha tenido noticias es de Blas: hace dieciocho años que su único hermano se fue a vivir a Venezuela tratando de olvidar el amor malogrado con la hija de un empresario maderero. La comunicación es por carta, y muy rara vez. Definitivamente, Chicha Mariani no cenará en familia la noche que cumple 53 años.
Ese viernes 19 de noviembre de 1976, ya bien entrada la noche, a dieciocho cuadras del lugar donde Chicha estira el mantel amarillo sobre la mesa, Guillermo García Cano, o «Paco», gira la llave en la cerradura de su departamento céntrico y hace entrar a Carolina, su hija del medio. Pasó a buscarla por lo de su exmujer y la lleva a dormir a su casa. Carolina tiene 9 años y está todo el tiempo que puede con su papá. Lo quiere mucho, a pesar de que hace cuatro meses él vive con una mujer apodada Ester, militante como él de Montoneros, la organización guerrillera de la que forma parte. Carolina es la única de sus tres hijas que lo visita de vez en cuando. Guillermina, la mayor, 11 cumplidos, no le dirige la palabra. Ni a él ni a nadie: quedó tan afectada después de la separación de sus padres que casi no habla. Manuela, la más chica, acaba de cumplir 3. Después de cenar, cerca de la medianoche, Carolina se acuesta a dormir.
A dieciocho cuadras de ahí, después de despedir a sus invitados, Chicha deja los platos en la pileta para que los lave Mari, la mujer que la ayuda con las tareas domésticas. Mientras prepara su ropa de cama, escucha en la calle el eco de ráfagas lejanas. Son cada vez más frecuentes y siguen aterrándola. Una noche de fines de octubre fusilaron a un guerrillero debajo de su ventana. Escuchó quejidos de agonía hasta que volvió el silencio. Desde ese día piensa seriamente en mudarse a un departamento en alto. En noches como esta, poblada de detonaciones, sube a la habitación de huéspedes y baja el colchón al suelo, para evitar que una bala la sorprenda durmiendo. Mañana, con la luz del día, se consuela, se sentará a escribirle una carta a Pepe.
La mañana del sábado 20 de noviembre de 1976, Paco se levanta temprano. Al mediodía tiene una cita «de control» con un oficial montonero: van a cruzarse en un lugar y una hora pactados, sin dirigirse la mirada, solo para asegurarse de que no han sido secuestrados. Estas citas son cada vez más necesarias:: cada secuestro provoca una «caída» en cadena. Aún faltan diez días para que termine noviembre y ya es un mes calamitoso para la organización: el diario La Opinión habla de «101 sediciosos muertos».
Después de darle el desayuno a Carolina, se suben a la camioneta F-100 beige pintada con una franja roja en la carrocería. Como el medidor de combustible está roto, paran a cargar nafta frente a una plaza. Cuando arrancan, Paco repite una broma que suele hacerle a su hija: suelta el volante para que ella grite, o simule gritar. Si algo le preocupa esa mañana, Paco lo disimula muy bien. En algunas ocasiones deja que Carolina lo acompañe a sus citas, pero esta vez tiene una corazonada o alguna información y recurre a una familia conocida para dejarla. Después de dar unas vueltas ociosas para despistar posibles perseguidores, enfila hacia el sur de la ciudad por la avenida 66. Estaciona frente a un chalet donde vive una excompañera de colegio de Carolina. No se ven desde aproximadamente un año, cuando Paco y su exmujer, Susana Habiaga, decidieron por enésima vez cambiar a sus hijas de colegio. En el poco tiempo que compartieron, las nenas se hicieron muy amigas, y sus padres también.
—Me voy con unos amigos a comer un asado —le dice Paco a Carolina en la vereda—. A las siete te paso a buscar.
Ella pregunta si pueden llevarse a su amiga a dormir a la casa. Paco contesta que sí. Le da un beso en la mejilla con la sospecha de que puede ser el último. A Daina, la mamá de la amiga, le dice la verdad.
—Me están siguiendo. Necesito un lugar seguro para Carola.
Daina asiente sin pedir explicaciones. No milita, pero entiende que saber menos es mejor. Esa tarde, Carolina y su amiga van a la plaza y juegan en el tobogán y las hamacas, se paran encima de la rejilla de respiración de un generador de segba, la empresa distribuidora de electricidad: las envuelven bocanadas de viento tibio que salen de las entrañas del mundo. Carolina se despreocupa, se olvida de todo, y hasta la invade un ardor poco frecuente que se parece a la felicidad. De regreso en la casa de su amiga, juegan un poco más en el garaje.
Las siete. Siete y cuarto. Siete y media. Paco no llega. Siempre es tan puntual que Carolina sospecha que algo pasó. Tal vez por las imágenes del último tiempo, que ahora se le vienen a la cabeza y le reavivan el miedo. Algunas son instantáneas aisladas, acuosas, una cara, una palabra, un lugar. Otras, pequeñas secuencias fílmicas con rostros de compañeros de su padre, donde se respira tensión pero también hay risas: ella los molesta mientras viajan vendados al lado suyo, en la parte trasera de la Ford. En esos mundos ha tenido que moverse últimamente para estar con él. Casas penumbrosas en la que hombres y mujeres dan órdenes urgentes y desaparecen, furtivos como llegaron. Una vez, hace poco, la reunión fue en un descampado de las afueras, y fue ella quien vio, a lo lejos, las luces de un patrullero. Corrió a avisarle a su padre, que confirmó que no era uno, sino tres o cuatro autos.
—La Chancha. Todos a sus puestos —dijo.
Y cada uno corrió, arma en mano, a buscar su escondite. El suyo fue atrás de un barril de agua. La policía pasó de largo, pero ella se asustó tanto que se hizo pis y caca. Era cierto que a veces lo tomaba como un juego, pero llegaba a percibir el peligro y más de una vez le había pedido a su padre que se alejara de esos hombres «de ojos cerrados».
La suma de esos recuerdos la llevan ahora, en esta tarde de sábado, a la única conclusión posible: algo malo pasó. Algo no está bien. Pero no dice nada. Durante la cena, Daina trata de distraerla con una historia absurda de una planta de mandarina que va a germinarle en el estómago. Carolina apenas devuelve una mueca.
Al mediodía siguiente, en casa de Daina todos siguen sin hablar de Paco. A unas ochenta cuadras de ahí, en el barrio residencial de City Bell, Chicha recibe a la parentela en la casa de sus padres para festejar su cumpleaños. Está de buen ánimo, a pesar de la angustia que la persigue todo el tiempo por las cosas que pasan en la ciudad. La primavera trajo temperaturas agradables, y los tilos recién florecidos han impregnado el aire con ese aroma dulzón que todavía no le remite a la muerte. No conoce a Paco ni sabe que su desaparición ocurrida el día anterior terminará con su vida apacible —su gestión al frente del Departamento de Arte del Liceo Víctor Mercante, sus ratos esporádicos de ensimismamiento pintando lienzos y modelando vasijas en cerámica— y la dejará navegando en una realidad desesperada. Su padre, Juan Chorobik, el dueño de casa, polaco, remueve con destreza las brasas para dejar a punto el asado.
—Qué pinta tiene esa carne —dice Chicha, haciéndose visera con la mano para tapar el sol, que le molesta desde que era niña.
Además de Juan y Luisa, están su hijo Daniel y su nuera Diana, que llegó cargando en sus brazos a Clara Anahí. Pero qué linda que está esa nena, dijo Chicha al verla, con tono de sorpresa, a pesar de que pasan juntas los miércoles y los sábados, cuando Diana se la deja en su casa antes de ir a dar clases a la facultad. Ese domingo, la caja de la camioneta Citroën en la que llegó el matrimonio está repleta de latas de galletitas.
—Mirá lo que te trajimos de regalo —bromea Daniel.
—¡Posky! ¡Yo nunca voy a poder comer todo eso! —dice Chicha.
Lo llama así desde que era un crío.
Madre e hijo tienen la misma dificultad para detectar la ironía. Daniel le explica que es mercadería para repartir entre los vecinos de Ringuelet. En una unidad básica de ese barrio, en la calle 16 y 530, durante varios meses hizo su trabajo territorial. Podrían incluso no contener galletitas, sino ejemplares del último número de Evita Montonera, la revista oficial de la organización: Daniel y Diana están en Prensa, coordinan la distribución, y tienen que hacerlos llegar a la mayor cantidad de compañeros. Las posibilidades son pocas, porque hace unas semanas la conducción de Montoneros ordenó el repliegue de la militancia barrial. Y un reparto comunitario de galletitas llamaría mucho la atención.
A mediados de 1975, cuando se mudaron a la casa donde viven, en la calle 30 entre 55 y 56 de La Plata, Montoneros les asignó a Daniel Mariani y Diana Teruggi una tarea crucial. Desde ese momento, sus labores cotidianas son un secreto guardado bajo siete llaves que ni siquiera Chicha puede saber.
—¡Mirá lo que son esas manitos! —dice Daniel, mientras su hija mueve los brazos queriendo tocarle los anteojos de marco grueso que siempre lleva puestos por la miopía.
El resto se divierte con la escena. Daniel es formal, sereno, ascético: ríe poco y muy rara vez se saca el traje, ni siquiera los fines de semana. Nunca miente; calcula todas las respuestas antes de darlas, hasta la más trivial. Es flaco pero fibroso —ha practicado judo muchos años—, usa unos tupidos bigotes de época y tiene la piel pálida de los enfermos o los amanecidos. Su esposa, Diana, es una mujer alta y refinada, con una nariz levemente arqueada, el pelo ondulado y unos ojos marrones que se tornasolan al reflejo del sol. La pequeña Clara Anahí tiene el pelo castaño, la cara redonda y la tez no tan blanca de sus padres. Algunos en la familia dicen que se parece a su abuela Chicha.
La sobremesa del almuerzo transcurre sin sobresaltos. Chicha saca su cámara Nikon y toma unas fotos de Clarita: sentada en el cochecito, con su vestidito etéreo, o sonriendo en los brazos de su papá. Quiere terminar pronto el rollo para mandarle algunas a Pepe por correspondencia. Queda vino en algunas copas y los comensales conversan bajo la glorieta del patio. Después llegan las masas de la confitería París y el café, y Chicha sirve la torta de manzana que preparó cuando tuvo un rato, el último jueves. En un instante soplará las velas y pedirá los últimos deseos que no le imponga la desesperación. Daniel hace morisquetas e intenta lograr que su hija vuelva a balbucear «pa», como hace unos días.
—¡No la apures, ella tiene sus tiempos! —lo reta Chicha suavemente.
Todos ríen, ignorando que el tiempo se acaba. El domingo empieza a languidecer. Los tilos y los rosales perfuman las últimas horas de la tarde. Chicha vuelve a su casa dejando olvidada la cámara de fotos.
2
La mañana del lunes 22 de noviembre, Susana Habiaga, la madre de Carolina, llega a la casa de Daina después de pasar el fin de semana con los nervios deshechos, buscando a su hija en los escondites posibles de la ciudad. Estruja a su hija durante varios segundos, secándose discretamente las lágrimas. Ella le avisa que todavía están a tiempo de llegar al colegio, que le van a tomar examen. Cuando suben al auto, Susana le anuncia con todo el tacto posible la mala noticia.
—Tengo que contarte algo que le pasó a papá —le suelta, pero ni siquiera sabe por dónde empezar. El mismo sábado por la noche, los militares invadieron la casa de la hermana de Paco. Estaba vacía; dieron vuelta todo y se llevaron electrodomésticos. Carolina allana el camino con un sobreentendido.
—Sí, ya sé. —Tenés que llevarnos a la casa donde vive papá.
Carolina es la única que conoce el departamento nuevo, sobre la avenida 25. Pero sigue callada.
—Por favor.
Al final las guía. El departamento de dos ambientes está intacto. Susana y su hermana, que la acompaña, cargan apuradas una caja con documentación, un proyector de cine super 8, y se van. Al día siguiente, Susana arma unos bolsos apurados y parte con sus tres hijas al campo de un familiar lejano en Napaleofú, un pueblito cerca de Tandil. Un mes después seguirá la fuga hacia Mar del Plata.
Unas 42 horas después del secuestro de Paco, en la madrugada del lunes, la policía bonaerense y el Ejército rodean la casa de «Chingo» y «Marisa», dos militantes Montoneros que viven con su hijito a diez cuadras de la plaza Moreno, el centro geográfico de la capital provincial. Un helicóptero vuela bajo.
Los atacantes abren fuego con ametralladoras y fusiles automáticos ligeros (fal) sobre el frente y el garaje de la casa. Durante media hora, Chingo y Marisa responden con armas de puño y algunas granadas. Como las balas no perforan el portón —Paco lo revistió con una lámina de acero blindada—, uno de los jefes ordena disparar una bazuca. El proyectil deja una estela corta e impacta sobre la fachada. Desde adentro ya no hay respuesta. Los soldados invaden la casa humeante empuñando sus armas largas. Nicolás, el hijo de quince meses de la pareja, se salvó porque Chingo alcanzó a envolverlo en un colchón y pasarlo por la medianera del patio antes de que empezara el ataque. Su vecina se lo entregó a la policía cuando el operativo terminó, pero unas semanas después sus abuelos logran recuperarlo. En el comedor de la casa, los militares encuentran lo que fueron a buscar: un centro de falsificación de documentación de la organización Montoneros. Hay decenas de libretas, carnets, licencias de conducir escondidas en un embute, como llaman los guerrilleros a los escondites disimulados mediante mecanismos tecnológicos en altillos, sótanos o dobles fondos. En la casa de Chingo y Marisa, es un reservorio que literalmente emerge del piso de la cocina con la ayuda de un motor. La pieza magistral de ingeniería fue ideada por Paco, el papá de Carolina, el mejor ingeniero de la guerrilla peronista.
Los asesinatos de Chingo y Marisa son solo el comienzo de un lunes negro. Ese día, las fuerzas conjuntas atacan con munición pesada una casa humilde en San Carlos, un barrio de las afueras, donde estaban reunidos casi todos los jefes de la columna La Plata de la organización: la responsable máxima, tres de los cuatro secretarios —el de Política, el militar y el de Logística— y dos mujeres más. Como en la casa anterior, también hay un embute diseñado por Paco: un altillo de 1,20 de largo por 0,40 de ancho disimulado en el cielo raso, donde la organización guarda documentación, armas y explosivos. Para accionarlo, hay que quitar un cuadro colgado en una de las paredes, retirar el clavo y succionar en el orificio que deja a la vista con una aguja hipodérmica. Como el anterior, está ahora en manos del enemigo.
Por razones de seguridad, las casas operativas de Montoneros están compartimentadas entre sí: las dos arrasadas este lunes 22 de noviembre y una del área de Sanidad que «reventaron» en octubre —donde había un quirófano clandestino— pertenecen a ámbitos distintos, y quienes frecuentan alguna no saben dónde ni cómo funcionan las demás. Queda una en pie, sobre la calle 30 entre 55 y 56, donde Paco tramó y construyó con paciencia el embute más perfecto: un mecanismo de camuflaje de una modernísima imprenta, equiparable, por la tecnología de sus máquinas, a la de un diario mediano. Desde fines de 1975, la operan «Cacho» y «Didí», los apodos de cobertura que han recibido el hijo y la nuera de Chicha Mariani en la organización, junto a otros tres compañeros del área de Prensa y Propaganda.
Ese lunes 22, Chicha va temprano al Liceo porque tiene varias cosas que hacer. Ignora que las fuerzas de seguridad cierran sus anillos cada vez más cerca de su familia. A la tarde, pasa por el correo a retirar las dos cajas: su exmarido le envió bombones de fruta y un camisón con encajes, muy delicado, de color azul. Cuando lo desenvuelve, decide regalárselo a Diana: verla últimamente andar casi en harapos la hace sentir fatal.
3
El amanecer del 24 de noviembre es para Daniel Mariani y su esposa Diana Teruggi como cualquier otro: no hay indicios de peligro ni premoniciones que obliguen a alterar la rutina. Se despiertan alrededor de las siete, con el primer llanto de Clara Anahí. Daniel, que siempre fue madrugador, pone el agua en la pava mientras Diana entibia una mamadera de leche en polvo. Después del desayuno de la nena, se sientan a la mesa a tomar mate. A veces se suma Roberto Porfidio, que desde hace un mes duerme en la habitación del fondo. Ellos lo conocen por el nombre de «Abel». Abel nació en Necochea, se recibió en La Plata de profesor de Letras y ahora está destrozado. Hace un mes mataron a Mariana Beatriz «la Negrita» Quiroga, licenciada en Filosofía y mamá de su beba de diez meses, María Cecilia. Abel deambuló por distintas casas hasta recalar en la habitación de servicio de Diana y Daniel. Además del luto silencioso al que obliga la clandestinidad, tuvo que alejarse de su hija, porque en casa de la familia Mariani-Teruggi no puede haber dos bebés. María Cecilia quedó al cuidado de compañeros, y Abel puede verla los miércoles, cuando llevan a Clara Anahí con su abuela Chicha. Y hoy es miércoles.
A esa altura de la mañana, probablemente hayan comprado el diario El Día en el kiosco de la avenida 31 y ya sepan que «las Fuerzas Conjuntas se tirotearon en Tolosa con sediciosos» y que se incautó material peligroso en dos sedes del Poder Obrero. Trabajan en contrainformación y detectan con ojo clínico la reproducción casi textual de los cables que las Fuerzas Armadas remiten a las redacciones. De todas maneras, el periódico sigue siendo para ellos una forma de mantenerse ligados a las cosas que suceden en la calle y en el país, incluso las más aterradoras, como el asesinato de compañeros. Saben que el asedio es grande. Es probable que en la edición de ayer hayan leído acerca de los operativos del lunes. Lamentablemente, desconocen dos datos cruciales que podrían haberlos puesto sobre aviso: que Paco preparó los embutes en las tres y, más grave aún, que ha sido secuestrado. Por eso es lógico que esta mañana, aunque el riesgo sea en sus vidas una condición cotidiana, se sientan casi tan a salvo como las demás.
Tras el desayuno, Daniel se sube al Citroën Furgón ak-m28 gris y sale a la cita obligada de todas las mañanas: en una plaza, lo esperan Daniel Mendiburu Elicabe, que conocen como «Conejo», y Juan Carlos Peiris, un técnico nacido en Médanos y trasladado hace poco a la ciudad con nombre de guerra «Beto». Beto, el Conejo, Abel, Diana —Didí— y él —Cacho— son los cinco responsables del manejo de la imprenta más importante de la organización, que funciona en el fondo de su casa. Al amparo de la máscara de pequeños productores de conejos al escabeche, imprimen allí la tercera o cuarta parte de los ejemplares bimestrales de la revista Evita Montonera —unos quince o veinte mil—, en cuyas páginas se han denunciado las cárceles secretas de tortura y los macabros «vuelos de la muerte»: cautivos arrojados adormecidos al mar.
A esa hora, las ocho pasadas, Chicha ya tomó el taxi con el que recorre la avenida 44 rumbo al Liceo Víctor Mercante. Es jefa del Departamento de Artes y detesta la impuntualidad; tiene que predicar con el ejemplo. Su hijo conduce en el mismo momento su camioneta Citroën por la ciudad. Cuando llega al punto de encuentro, solo está Beto. No le llama la atención: el Conejo avisó que tenía una reunión con uno de sus responsables en Buenos Aires. Beto sube a la caja. Cuando Daniel está por poner la camioneta en marcha, aparece el Conejo a las corridas: la reunión se suspendió, y él ha llegado fatalmente a tiempo. Los dos se cubren con una frazada llena de polvo, que siempre está en la parte trasera del vehículo. Más de una vez, ese pedazo de tela roñosa fue motivo de chiste:
—Didí —le han dicho a Diana—, hacele un bien a la humanidad y lavá esta frazada.
—No se puede, compañeros. Limpita levantaría sospechas.
Daniel da unas vueltas para despistar a los compañeros que van «cerrados» con la manta encima. Ellos tampoco pueden saber dónde está el lugar en el que trabajan todos los días. Cuando llegan, cerca de las nueve, se activa el protocolo: Daniel abre las puertas del garaje, entra el auto, y recién entonces bajan los pasajeros de atrás. Hay sectores de la casa, como el dormitorio del matrimonio Mariani, que les están vedados: desde su ventana se ve el jardín delantero, la calle 30 y la placa de bronce de la entrada donde figura el nombre legal del licenciado en Economía Daniel Enrique Mariani, que sirve para hacer más creíble al barrio la apariencia de una familia normal. En la cocina, Diana y Abel están compartiendo unos mates con «Andrés». Andrés es un oficial montonero que hasta hace tres meses fue el responsable de la imprenta y hoy vino para aceitar el envío de materiales desde la calle 30 hacia el Área Federal, donde fue trasladado por la organización. Los recién llegados toman algún mate y después Beto, el Conejo y Abel se dirigen al fondo de la casa para poner la rotativa en marcha.
El Conejo sigue preocupado por su seguridad. Antes de clandestinizarse, era un tipo conocido en ciertos ámbitos de La Plata: jugador de rugby, Colegio Nacional, habitué de los bares que eran furor. Varios integrantes de la Concentración Nacional Universitaria (cnu), la agrupación de la extrema derecha peronista, se la tienen jurada. Una noche de 1975, en la vereda de un pub, incendiaron su Citroën Méhari. Después del golpe, muchos cnu se vincularon a los grupos de tareas de la policía bonaerense. Para el Conejo, la defensa que supone la compartimentación de los militantes ya no es suficiente, los compañeros caen como moscas, y ya no quedan refugios seguros. La Plata se ha vuelto una enorme ratonera. El Conejo siente —se lo ha dicho a su esposa en la intimidad— que pueden ser ellos las próximas fichas del dominó. Por eso iba a pedirles a sus superiores que los trasladasen a Buenos Aires.
Alrededor de las diez de la mañana, Diana sale de compras con Clara Anahí recostada en el cochecito. Para alejar sospechas de militancia política, Didí interpreta con esmero el papel de ama de casa: mientras su esposo economista sale de traje y maletín todas las mañanas rumbo a Buenos Aires, ella hace los mandados, cuida de su hija recién nacida y riega por la tarde las flores del jardín. Es dulce con los niños y los ancianos del barrio, que la saludan al pasar.
En el almacén de 30 y 56 encarga aceite, vinagre, ají molido, pimentón y orégano, los condimentos necesarios para preparar el escabeche de conejo siguiendo una receta de Chicha. Le pide a Díaz, el almacenero, que le alcance el pedido a su casa después, que va a estar su marido, y sigue rumbo a la carnicería, la panadería y la verdulería. El viejo Díaz le inspira confianza a Diana. Tanta que ha llegado a dejarle a la nena en el negocio mientras termina con el resto de las compras.
A quince cuadras de ese almacén, en ese mismo momento, el Regimiento 7 de Infantería Motorizado Coronel Conde del Ejército Argentino está en pleno movimiento. Los conscriptos se levantaron a las seis de la mañana con la diana militar. Como todas las noches, durmieron con el uniforme, los borceguíes, los cinturones de cartucheras y hasta los cargadores puestos. Solo dejaron el casco y el fusil al costado de la cama: en caso de que los llamen durante la madrugada, en menos de un minuto tienen que estar en las camionetas si no quieren terminar con varios días de arresto. Después del mate cocido, formaron filas en la plaza de Armas e izaron la bandera. Hicieron ejercicios vivos: desfilar, saludo uno, saludo dos. Nada para la tropa pareció fuera de lo habitual, aunque en las oficinas de mandos hay movimientos que anticipan una jornada larga y extenuante. El subteniente Carlos Alberto Arroyo Arzubi, jefe de sección de una compañía de Infantería, convoca a la sala de armas al suboficial Mario Oscar Bazán, un radiólogo de la sección de Sanidad. Le pregunta por su grupo de soldados, le entrega un fal y otras armas que deben limpiar.
—Marche con su tropa, dele de comer y que descansen.
—Sí, señor. Bazán cruza el playón donde a veces los conscriptos juegan a la pelota y entra al rancho donde almuerzan. Ordena dormir la siesta y se va.
4
Chicha vuelve del Liceo en taxi al mediodía. En la escuela fue un día como cualquier otro: entregó guías de repaso a una colega, elevó una nota a la biblioteca y recordó en sus cursos que habrá más pruebas de caligrafía. Aunque formalmente está jubilada desde hace veinte días, tiene que seguir yendo hasta que la universidad le expida el cese de actividades. Siempre fue una apasionada de las culturas remotas y disfrutó de enseñar. Por eso nunca pensó que terminaría sintiéndose así, presa de un engranaje que no quiere soltarla. Por la ventanilla del taxi repara en una pared escrita con aerosol: «Quino presidente», dice el grafiti. Sonríe. Se acuerda de cómo conoció al creador de Mafalda en el verano de 1949, en Mendoza, cuando ella ya enseñaba pintura y Quino era todavía un adolescente talentoso y mudo. Su amiga Chiquita Oviedo, esposa del primo de Quino, fue quien le insistió a Chicha para que viera sus bocetos.
Baja del taxi a las doce y media. Sin entretenerse con el almuerzo, se sienta a tejer una batita para su nieta: falta una hora para que Diana la lleve, y quizás podría terminarla para el fin de la tarde.
Mientras, su hijo Daniel Mariani termina de emprolijarse la corbata azul frente al espejo del baño. Suena el timbre: Díaz con el encargo. Lo hace pasar por el hall, donde el almacenero ve el cochecito y a la pequeña Clara dormida. Daniel le paga, y se demoran unos minutos conversando sobre una nueva forma de preparar el escabeche que Díaz aprendió en su último viaje a Córdoba. Cuando el comerciante vuelve a la calle, el reloj marca la una menos diez. No anda un alma en ese mediodía caluroso. Díaz cierra el local olvidando bajar las persianas. Es la una en punto.
La patota está a unas diez cuadras de la casa cuando Daniel, tras despedir al almacenero, se pone el saco, saluda con un beso a su mujer y a su hija, toma el piloto y el paraguas, porque anuncian tormenta, y sale con Andrés hacia la parada del colectivo, a una cuadra y media. Se filtra la resolana a través de las nubes que fulguran; el cielo parece de metal. En la esquina toman caminos distintos: Daniel va a su trabajo en el Consejo Federal de Inversiones (cfi); Andrés, que estuvo a punto de aceptar la invitación de Diana a comer fideos, tiene un curso de formación profesional en el Instituto Argentino para el Desarrollo Económico (iade).
Cuando su marido se va, Diana pone la olla al fuego. La una y diez pasada. Sus compañeros todavía trabajan en la imprenta. La cocina no tiene vista hacia la calle, y por eso Diana no ve el Falcon blanco que se detiene en la vereda de su casa ni cómo lo bajan a Paco entre dos tipos arrastrándolo de los hombros, con las piernas flojas, descoyuntadas. No puede oír, tampoco, la pregunta de los captores de si es esa la casa y la respuesta del hombre, que no puede tenerse en pie.
—Señor, encontraron la casa. Está en 30 entre 55 y 56 —le anuncia unos minutos después un oficial al comisario Miguel Etchecolatz, que está en su despacho.
—Cargue a todos los hombres que encuentre y vaya para allá —responde quien hizo hasta sexto grado en una escuela primaria de Pehuajó y ahora es el director de Investigaciones de la policía bonaerense.
Levanta el tubo y disca el número del militar que ahora es el jefe de la fuerza: Ramón Camps.
—Señor general, encontramos la imprenta —informa Etchecolatz.
—Excelente. ¿Ya redujeron a los subversivos?
—En este momento estamos comenzando a atacar.
—Dele la dirección a mi chofer. Voy para allá.
Ahora es Camps el que hace girar el disco del teléfono. Quiere darle la primicia al comandante del Primer Cuerpo del Ejército, Carlos Guillermo Suárez Mason, pero llega tarde: lo ha hecho el coronel Roque Carlos Alberto Presti, jefe del Regimiento 7.
Mientras tanto, en la guarnición un mozo acaba de servirle el almuerzo al enfermero Bazán, que no probará bocado. Resuenan las bocinas y los gritos de la superioridad que lo eyectan con un par de reclutas a la camioneta.
Por el bulevar que Daniel tantas veces transitó durante su juventud, festoneado de fresnos y tilos, avanza hacia su casa la caravana de la muerte. Disponen retenes en un radio de 200 metros, para que no salga ni entre nadie. Daniel ha pasado por ahí unos minutos antes. Frente al número 1134/1136 de la calle 30, estaciona un camión blindado y apunta la culata hacia la puerta del garaje y el jardín delantero. De la caja del camión saltan decenas de hombres que se despliegan, sigilosamente, por los techos de las casas vecinas. En pocos minutos, tienen en la mira todas las ventanas y puertas. Apoyan los dedos en el gatillo y esperan la orden de disparar. Dentro de la casa, hace algunos minutos, los operarios de la imprenta se lavaron las manos entintadas y se sentaron a la mesa. Diana tiene apuro: quedó con su suegra que llevará a Clarita a la una y media, y entre las tres y las cuatro de la tarde tiene que buscar a la pequeña María Cecilia Porfidio. Entusiasmado por la visita de su hija, Abel tal vez propuso celebrar con un asado al día siguiente. Diana deja en la mesa la fuente de tallarines. En ese momento, se oye un acople corto del megáfono al encenderse, como el chillido de una rata, y una voz metálica interrumpe el último almuerzo:
—¡A los de la vivienda de 30 número 1134, salgan con las manos en alto! ¡Están totalmente rodeados por efectivos de las fuerzas conjuntas!
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Exactamente a la una y veinte de la tarde de ese miércoles nuboso de noviembre de 1976, cuando la voz del megáfono anuncia que están rodeados y les ordena salir con los brazos en alto, Matilde, una niña de 7 años que vive a tres casas de la de Diana, sobre la misma vereda, está acostada en la cama matrimonial con sus hermanos escuchando «Pulgarcita», el cuento que su madre lee antes de la siesta. La mujer deja el libro, camina hasta la ventana y, cuando descorre la cortina, ve en los techos de enfrente decenas de uniformados armados hasta los dientes. A la vuelta de la casa de Matilde, en los fondos de una despensa de la calle 55 entre 29 y 30, Ana Sofía Penela de Sabando, hincha fanática de Boca, termina de servir para su esposo y su hijo Pedro un plato de albóndigas con arroz. Su hija menor, Mabel, recién recibida de odontóloga, está volviendo, en el colectivo 307, de dar clases en la facultad. Pasará la tarde en la casa de un tío, porque la avenida 19, a once cuadras de la suya, está vallada. Mabel lamentará no poder llegar a su consultorio, montado hace poco en uno de los cuartos de su casa, porque a las cinco de la tarde una vecina de la misma manzana tiene turno por primera vez: Diana Esmeralda Teruggi de Mariani. Tampoco podrá llegar a su casa de 55 entre 28 y 29 la señora Carrizo, quien volvía en taxi con su hija de 5 años y su hijo de 3 cuando la detuvo el retén. Pasarán las cuatro horas siguientes tirados en el piso de una casa vecina. A cinco cuadras de ahí, en la calle 56 entre 24 y 25, Carlos Sahade y Carmen Romero, a punto de ser padres de una niña, almuerzan luego de que él regresara de su trabajo como empleado en un registro del automotor. Carmen ya está en fecha, tiene contracciones, pero no puede saber que le faltan tres días para parir. Conocen a Diana y a Daniel por vínculos familiares y, aunque no saben dónde viven —nadie lo sabe—, suelen verlos pasar por la esquina en la Citroneta gris. En el departamento del fondo del pasillo de los Sahade, Celia Taglianut descuelga la ropa del tendedero. Dentro de su casa está Liliana Stancatti, su hija, empleada bancaria, de licencia por anginas, que se asoma al porche y ve desfilar por la esquina patrullas policiales, camiones militares, ambulancias. Oye el motor de un helicóptero que vuela bajo, y decide volver a entrar. El almacenero Díaz ha logrado que un cabo lo deje pasar y vuelve a su negocio veinte minutos después de haberse ido: le preocupa no haber bajado las persianas metálicas. Hace ya unos minutos que Chicha empezó a ver pasar por la puerta de su casa los Unimog del Ejército. Se angustia mucho: ver armas la aterra desde que era chica, cuando a su padre se le escapó un tiro de escopeta cerca de su cara. No es raro que alguno de sus alumnos deje de ir a clases y a los pocos días aparezca asesinado en las páginas del diario. Y ese mediodía, con las calles totalmente tomadas por el Ejército, Diana tiene que atravesar veinte cuadras para llevarle a su nieta. No imagina el horror de que sean ellas mismas el blanco del ataque que al final de la tarde habrá sido el más sangriento en la historia de la ciudad. A pesar de ese oscuro presentimiento, Chicha Mariani sigue tejiendo la bata para su nieta, ensimismada, en el momento exacto en que a veinte cuadras de ese living alfombrado su vida se parte por la mitad.