Claudio Benítez movía el mentón de un lado a otro, mientras escuchaba la banda de reggae que tenía enfrente. El bar en San Justo, provincia de Buenos Aires, estaba repleto. Antes de su segundo vaso de cerveza, Claudio vio el video desde su celular: Cristina Fernández de Kirchner se sobresaltaba luego de que una persona gatillara con un revólver a la altura de su pómulo izquierdo, a metros de entrar en su departamento de Recoleta.
Lo vio de nuevo, esta vez alejándose de la multitud: el brazo del atacante enfundado en una manga negra, el sonido hueco de la recámara vacía, la reacción de la gente que rodeaba a la vicepresidenta. Entonces comprendió: él tenía que estar ahí.
Claudio dejó el bar, llegó a su casa en Villa Luzuriaga y se encontró con Nahuel, su hijo. Para entonces el presidente ya había declarado feriado nacional el viernes para que la sociedad pueda movilizarse.
—Tenemos que ir para ahí, Nahu —le dijo.
A la una de la madrugada, con los trenes cerrados, Claudio, de 52 años, y Nahuel, de 25, subieron a sus bicicletas y pedalearon hacia la Capital. Veintidós kilómetros después, tras dejar las casas bajas de La Matanza y adentrarse en las calles de los edificios aristocráticos, llegaron a Recoleta.
Eran las dos y media de la madrugada y el frío los envolvía. Su día, como el de muchos, recién empezaba.
Una fusilada que vive
El jueves 1 de septiembre, alrededor de las nueve de la noche, la vicepresidenta Cristina Fernández de Kirchner bajó de su auto para entrar al edificio en el que vive en el barrio de Recoleta. Como desde hace semanas, después de que el fiscal del juicio por la Causa Vialidad pidiera para ella una condena de 12 años de prisión, un cordón de gente la esperaba para saludarla y darle sus muestras de afecto.
Escudada por sus guardaespaldas, la exmandataria se detuvo para firmar un ejemplar de su libro cuando Fernando André Sabag Montiel, de 35 años, le apuntó a centímetros de su rostro con una pistola Bersa Thunder calibre 32 y gatilló dos veces. De inmediato, militantes y guardaespaldas salieron en busca del atacante. Sabag Montiel, quien nació en Brasil, pero vive en el país desde los ocho años, fue reducido y detenido por la Policía Federal. El arma, se supo después, tenía cinco balas en el cargador, pero ninguna en la recámara.
La investigación judicial quedó en manos de la jueza federal de turno, María Eugenia Capuchetti, titular del juzgado Federal N°5 de Comodoro Py, y de los fiscales federales Eduardo Taiano y Carlos Rívolo. La magistrada, esa misma noche, se entrevistó con testigos del ataque, guardaespaldas y policías.
El viernes por la mañana, Capuchetti ordenó allanamientos en dos propiedades. Una en San Martín, donde aparentemente el tirador alquilaba. Fue el propietario quien lo denunció en una comisaría. En el domicilio se encontraron dos cajas de balas 9mm con 50 balas cada una. También una notebook HP. La otra era una casa de Villa del Parque, Capital Federal, que estaba a su nombre, pero aparentemente no vivía más allí.
Sabag Montiel, desde anoche, permanece detenido en la sede policial de Cavia 3350, en el barrio de Palermo. Al cierre de esta crónica, el tirador se negó a declarar frente a la jueza y el fiscal Rívolo. La vicepresidenta, por otro lado, sí lo hizo. En su departamento de Recoleta, y en compañía del viceministro de justicia Juan Martín Mena, la exmandataria recibió a la jueza y al fiscal. A ambos, según informó Infobae, les aseguró que en el momento del hecho “no se dio cuenta lo que estaba pasando”.
Sonreírle al odio
Claudio Benítez viste una remera negra de la banda Hermética, tiene los cachetes rojos y el pelo largo hasta la cintura. Son las doce del mediodía. Desde que llegaron a la madrugada a Recoleta con su hijo, no durmieron. Sin embargo, no saca la vista de las ventanas que están en el quinto piso, donde vive la vicepresidenta. Su hijo Nahuel, descansa parado con la nuca apoyada en la pared de un edificio, cerca de sus bicicletas.
—Necesito saber que ella está bien —dice Claudio, sin despegar la mirada de la ventana. Un cordón de policías cerca la esquina de Juncal y Uruguay.
Claudio tiene un truco para burlar el sueño: flamea la bandera que trajo con el escudo del Partido Justicialista. Solo el mástil hecho de caña, cuenta, mide quince metros. La punta de la bandera roza los cables de electricidad. Él la hace flamear hacia un lado casi sin moverse, como si estuviera pescando.
Tanto Claudio como su hijo trabajan en una cooperativa de mantenimiento barrial de Villa Luzuriaga, en La Matanza. La semana pasada ya estuvieron en este barrio, cuando seguidores y militantes se agolparon en Recoleta para repudiar el pedido del fiscal Diego Luciani de condenar a la vicepresidenta a 12 años de cárcel en el juicio conocido como la Causa Vialidad.
—¿Escuchas Hermética? —pregunta Claudio. —Tenés que escuchar. Ahí lo explica todo.
Una señora mayor camina entre la multitud con su bastón y de la nada grita:
—Bien merecido se lo tenía Cristina.
Claudio le sonríe.
—Esa energía contagia. Al odio —dice— se lo combate sonriendo.
La Plaza del pueblo
Son las tres de la tarde y en la Plaza de Mayo la gente se apretuja para pasar. Claudio y Nahuel, en cambio, relajan sus pies en el agua de la fuente. El sol les da en la cara. ¿Qué significa esa escena? Nahuel lo resume así:
—Creencia. De chiquito me enseñaron a creer en el peronismo.
Desde un escenario delante de la Casa Rosada, organizaciones sindicales, de derechos humanos y empresarias, leyeron un comunicado de repudio al atentado. “La paz social es una responsabilidad colectiva”, explicaron y apuntaron contra sectores políticos y mediáticos que desde hace tiempo fogonean discursos de odio.
“Todos hemos visto movilizaciones donde se pasearon por las plazas más importantes de la Capital Federal bolsas mortuorias, ataúdes o guillotinas”, detallaron.
“En honor a todos nuestros compatriotas es que hacemos este llamamiento a la unidad nacional pero no a cualquier precio: el odio afuera», concluyeron.
De este lado, Claudio flamea su bandera desde la fuente. El trapo blanco se ondula a lo alto. Él sonríe. Nahuel también.